86 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Ha Llegado el Tiempo del Verdadero Culto

86 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: HA LLEGADO EL TIEMPO DEL VERDADERO CULTO

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE ENERO DE 2009

HA LLEGADO EL TIEMPO DEL VERDADERO CULTO. EL CULTO ESPIRITUAL.

Queridos hermanos y hermanas:

En esta primera audiencia general del año 2009 deseo expresaros a todos mi más cordial felicitación por el año nuevo recién comenzado. Reavivemos en nosotros el compromiso de abrir a Cristo la mente y el corazón para ser y vivir como verdaderos amigos suyos. Su compañía hará que este año, a pesar de sus inevitables dificultades, sea un camino lleno de alegría y de paz. En efecto, sólo si permanecemos unidos a Jesús, el año nuevo será bueno y feliz.

El compromiso de unión con Cristo es el ejemplo que nos da también san Pablo. Prosiguiendo las catequesis dedicadas a él, reflexionaremos hoy sobre uno de los aspectos importantes de su pensamiento, el relativo al culto que los cristianos están llamados a tributar. En el pasado, se solía hablar de una tendencia más bien anti-cultual del Apóstol, de una “espiritualización” de la idea del culto. Hoy comprendemos mejor que san Pablo ve en la cruz de Cristo un viraje histórico, que transforma y renueva radicalmente la realidad del culto. Hay sobre todo tres textos de la carta a los Romanos en los que aparece  esta  nueva visión del culto.

  1. En Rm 3, 25, después de hablar de la “redención realizada por Cristo Jesús”, san Pablo continúa con una fórmula misteriosa para nosotros. Dice así:  Dios lo “exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe”. Con la expresión “instrumento de propiciación”, más bien extraña para nosotros, san Pablo alude al así llamado “propiciatorio” del templo antiguo, es decir, a la cubierta del arca de la alianza, que estaba pensada como punto de contacto entre Dios y el hombre, punto de la presencia misteriosa de Dios en el mundo de los hombres. Este “propiciatorio”, en el gran día de la reconciliación —”yom kippur”— se asperjaba con la sangre de animales sacrificados, sangre que simbólicamente ponía los pecados del año transcurrido en contacto con Dios y, así, los pecados arrojados al abismo de la bondad divina quedaban como absorbidos por la fuerza de Dios, superados, perdonados. La vida volvía a comenzar.

San Pablo alude a este rito y dice que era expresión del deseo de que realmente se pudieran poner todas nuestras culpas en el abismo de la misericordia divina para hacerlas así desaparecer. Pero con la sangre de animales no se realiza este proceso. Era necesario un contacto más real entre la culpa humana y el amor divino. Este contacto tuvo lugar en la cruz de Cristo. Cristo, verdadero Hijo de Dios, que se hizo verdadero hombre, asumió en sí toda nuestra culpa. Él mismo es el lugar de contacto entre la miseria humana y la misericordia divina; en su corazón se deshace la masa triste del mal realizado por la humanidad y se renueva la vida.

Revelando este cambio, san Pablo nos dice: con la cruz de Cristo —el acto supremo del amor divino convertido en amor humano— terminó el antiguo culto con sacrificios de animales en el templo de Jerusalén. Este culto simbólico, culto de deseo, ha sido sustituido ahora por el culto real:  el amor de Dios encarnado en Cristo y llevado a su plenitud en la muerte de cruz. Por tanto, no es una espiritualización del culto real, sino, al contrario:  el culto real, el verdadero amor divino-humano, sustituye al culto simbólico y provisional. La cruz de Cristo, su amor con carne y sangre es el culto real, correspondiendo a la realidad de Dios y del hombre. Para san Pablo, la era del templo y de su culto había terminado ya antes de la destrucción exterior del templo:  san Pablo se encuentra aquí en perfecta consonancia con las palabras de Jesús, que había anunciado el fin del templo y había anunciado otro templo “no hecho por manos humanas”, el templo de su cuerpo resucitado (cf. Mc 14, 58; Jn 2, 19 ss). Este es el primer texto.

  1. El segundo texto del que quiero hablar hoy se encuentra en el primer versículo del capítulo 12 de la carta a los Romanos. Lo hemos escuchado y lo repito una vez más:  “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios:  tal será vuestro culto espiritual”. En estas palabras se verifica una paradoja aparente:  mientras el sacrificio exige normalmente la muerte de la víctima, san Pablo hace referencia a la vida del cristiano. La expresión “presentar vuestros cuerpos”, unida al concepto sucesivo de sacrificio, asume el matiz cultual de “dar en oblación, ofrecer”. La exhortación a “ofrecer los cuerpos” se refiere a toda la persona; en efecto, en Rm 6, 13 invita a “presentaros a vosotros mismos”. Por lo demás, la referencia explícita a la dimensión física del cristiano coincide con la invitación a “glorificar a Dios con vuestro cuerpo” (1 Co 6, 20); es decir, se trata de honrar a Dios en la existencia cotidiana más concreta, hecha de visibilidad relacional y perceptible.

San Pablo califica ese comportamiento como “sacrificio vivo, santo, agradable a Dios”. Es aquí donde encontramos precisamente la palabra “sacrificio”. En el uso corriente este término forma parte de un contexto sagrado y sirve para designar el degüello de un animal, del que una parte puede quemarse en honor de los dioses y otra consumirse por los oferentes en un banquete. San Pablo, en cambio, lo aplica a la vida del cristiano. En efecto, califica ese sacrificio sirviéndose de tres adjetivos. El primero —”vivo”— expresa una vitalidad. El segundo —”santo”— recuerda la idea paulina de una santidad que no está vinculada a lugares u objetos, sino a la persona misma del cristiano. El tercero —”agradable a Dios”— recuerda quizá la frecuente expresión bíblica del sacrificio “de suave olor” (cf. Lv 1, 13.17; 23, 18; 26, 31; etc.).

Inmediatamente después, san Pablo define así esta nueva forma de vivir:  este es “vuestro culto espiritual”. Los comentaristas  del  texto saben bien que la expresión griega (tēn logikēn latreían) no es fácil de traducir. La Biblia latina traduce: “rationabile obsequium”. La misma palabra “rationabile” aparece en la primera Plegaria eucarística, el Canon romano:  en él se pide a Dios que acepte esta ofrenda como “rationabile”. La traducción italiana tradicional “culto espiritual” no refleja todos los detalles del texto griego (y ni siquiera del latino). En todo caso, no se trata de un culto menos real, o incluso sólo metafórico, sino de un culto más concreto y realista, un culto en el que el hombre mismo en su totalidad de ser dotado de razón, se convierte en adoración, glorificación del Dios vivo.

Esta fórmula paulina, que aparece de nuevo en la Plegaria eucarística romana, es fruto de un largo desarrollo de la experiencia religiosa en los siglos anteriores a Cristo. En esa experiencia se mezclan desarrollos teológicos del Antiguo Testamento y corrientes del pensamiento griego. Quiero mostrar al menos algunos elementos de ese desarrollo. Los profetas y muchos Salmos critican fuertemente los sacrificios cruentos del templo. Por ejemplo, el Salmo 49, en el que es Dios quien habla, dice:  “Si tuviera hambre, no te lo diría:  pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros?, ¿beberé sangre de cabritos? Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza” (vv. 12-14) En el mismo sentido dice el Salmo siguiente, 50:  “Los sacrificios no te satisfacen; si  te  ofreciera  un  holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias” (v. 18 s). En el libro de Daniel, en el tiempo de la nueva destrucción del templo por parte del régimen helenístico (siglo II a.C.) encontramos un nuevo pasaje que va en la misma línea. En medio del fuego —es decir, en la persecución, en el sufrimiento— Azarías reza así:  “Ya no hay, en esta hora, ni príncipe ni profeta ni caudillo ni holocausto ni sacrificio ni oblación ni incienso ni lugar donde ofrecerte las primicias, y hallar gracia a tus ojos. Mas con corazón contrito y espíritu humillado te seamos aceptos, como holocaustos de carneros y toros. (…) Tal sea hoy nuestro sacrificio ante ti, y te agrade” (Dn 3, 38 ss). En la destrucción del santuario y del culto, en esta situación de privación de todo signo de la presencia de Dios, el creyente ofrece como verdadero holocausto su corazón contrito, su deseo de Dios.

Vemos un desarrollo importante, hermoso, pero con un peligro. Hay una espiritualización, una moralización del culto:  el culto se convierte sólo en algo del corazón, del espíritu. Pero falta el cuerpo, falta la comunidad. Así se entiende, por ejemplo, que el Salmo 50 y también el libro de Daniel, a pesar de criticar el culto, deseen la vuelta al tiempo de los sacrificios. Pero se trata de un tiempo renovado, de un sacrificio renovado, en una síntesis que aún no se podía prever, que aún no se podía imaginar.

Volvamos a san Pablo. Él es heredero de estos desarrollos, del deseo del culto verdadero, en el que el hombre mismo se convierta en gloria de Dios, en adoración viva con todo su ser. En este sentido dice a los Romanos:  “Ofreced vuestros cuerpos como una víctima viva. (…) Este será vuestro culto espiritual” (Rm 12, 1). San Pablo repite así lo que ya había señalado en el capítulo 3:  El tiempo de los sacrificios de animales, sacrificios de sustitución, ha terminado. Ha llegado el tiempo del culto verdadero.

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Pero también aquí se da el peligro de un malentendido:  este nuevo culto se podría interpretar fácilmente en un sentido moralista:  ofreciendo nuestra vida hacemos nosotros el culto verdadero. De esta forma el culto con los animales sería sustituido por el moralismo:  el hombre lo haría todo por sí mismo con su esfuerzo moral. Y ciertamente esta no era la intención de san Pablo.

Pero persiste la cuestión de cómo debemos interpretar este “culto espiritual, razonable”. San Pablo supone siempre que hemos llegado a ser “uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28), que hemos muerto en el bautismo (cf. Rm 1) y ahora vivimos con Cristo, por Cristo y en Cristo. En esta unión —y sólo así— podemos ser en él y con él “sacrificio vivo”, ofrecer el “culto verdadero”. Los animales sacrificados habrían debido sustituir al hombre, el don de sí del hombre, y no podían. Jesucristo, en su entrega al Padre y a nosotros, no es una sustitución, sino que lleva realmente en sí el ser humano, nuestras culpas y nuestro deseo; nos representa realmente, nos asume en sí mismo. En la comunión con Cristo, realizada en la fe y en los sacramentos, nos convertimos, a pesar de todas nuestras deficiencias, en sacrificio vivo:  se realiza el “culto verdadero”.

Esta síntesis está en el fondo del Canon romano, en el que se reza para que esta ofrenda sea “rationabile”, para que se realice el culto espiritual. La Iglesia sabe que, en la santísima Eucaristía, se hace presente la autodonación de Cristo, su sacrificio verdadero. Pero la Iglesia reza para que la comunidad celebrante esté realmente unida con Cristo, para que sea transformada; reza para que nosotros mismos lleguemos a ser lo que no podemos ser con nuestras fuerzas:  ofrenda “rationabile” que agrada a Dios. Así la Plegaria eucarística interpreta de modo adecuado las palabras de san Pablo. San Agustín aclaró todo esto de forma admirable en el libro décimo de su Ciudad de Dios. Cito sólo dos frases:  “Este es el sacrificio de los cristianos:  aun siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo”. “Toda la comunidad (civitas) redimida, es decir, la congregación y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios mediante el Sumo Sacerdote que se ha entregado a sí mismo” (10, 6:  CCL 47, 27 ss).

  1. Por último, quiero hacer una breve reflexión sobre el tercer texto de la carta a los Romanos referido al nuevo culto. En el capítulo 15 san Pablo dice:  “La gracia que me ha sido otorgada por Dios, de ser para los gentiles ministro (liturgo) de Cristo Jesús, de ser sacerdote (hierourgein) del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo” (Rm 15, 15 s).

Quiero subrayar sólo dos aspectos de este texto maravilloso y, por su terminología, único en las cartas paulinas. Ante todo, san Pablo interpreta su acción misionera entre los pueblos del mundo para construir la Iglesia universal como acción sacerdotal. Anunciar el Evangelio para unir a los pueblos en la comunión con Cristo resucitado es una acción “sacerdotal”. El apóstol del Evangelio es un verdadero sacerdote, hace lo que es central en el sacerdocio:  prepara el verdadero sacrificio.

Y, después, el segundo aspecto:  podemos decir que la meta de la acción misionera es la liturgia cósmica:  que los pueblos unidos en Cristo, el mundo, se convierta como tal en gloria de Dios, “oblación agradable, santificada por el Espíritu Santo”. Aquí aparece el aspecto dinámico, el aspecto de la esperanza en el concepto paulino del culto:  la autodonación de Cristo implica la tendencia de atraer a todos a la comunión de su Cuerpo, de unir al mundo. Sólo en comunión con Cristo, el Hombre ejemplar, uno con Dios, el mundo llega a ser tal como todos lo deseamos:  espejo del amor divino. Este dinamismo siempre está presente en la Eucaristía; este dinamismo debe inspirar y formar nuestra vida. Y con este dinamismo comenzamos el nuevo año. Gracias por vuestra paciencia.

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