03 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Adán y Cristo. Del Pecado (original) a la Libertad

03 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ADÁN Y CRISTO. DEL PECADO (ORIGINAL) A LA LIBERTAD

AUDIENCIA GENERAL DEL 3 DE DICIEMBRE DE 2008

ADÁN Y CRISTO. DEL PECADO (ORIGINAL) A LA LIBERTAD

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy trataremos sobre las relaciones entre Adán y Cristo, delineadas por san Pablo en la conocida página de la carta a los Romanos (Rm 5, 12-21), en la que entrega a la Iglesia las líneas esenciales de la doctrina sobre el pecado original. En verdad, ya en la primera carta a los Corintios, tratando sobre la fe en la resurrección, san Pablo había introducido la confrontación entre el primer padre y Cristo: “Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. (…) Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida” (1 Co 15, 22.45). Con Rm 5, 12-21 la confrontación entre Cristo y Adán se hace más articulada e iluminadora: san Pablo recorre la historia de la salvación desde Adán hasta la Ley y desde esta hasta Cristo. En el centro de la escena no se encuentra Adán, con las consecuencias del pecado sobre la humanidad, sino Jesucristo y la gracia que, mediante él, ha sido derramada abundantemente sobre la humanidad. La repetición del “mucho más” referido a Cristo subraya cómo el don recibido en él sobrepasa con mucho al pecado de Adán y sus consecuencias sobre la humanidad, hasta el punto de que san Pablo puede llegar a la conclusión: “Pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Por tanto, la confrontación que san Pablo traza entre Adán y Cristo pone de manifiesto la inferioridad del primer hombre respecto a la superioridad del segundo.

Por otro lado, para poner de relieve el inconmensurable don de la gracia, en Cristo, san Pablo alude al pecado de Adán: se podría decir que, si no hubiera sido para demostrar la centralidad de la gracia, él no se habría entretenido en hablar del pecado que “a causa de un solo hombre entró en el mundo y, con el pecado, la muerte” (Rm 5, 12). Por eso, si en la fe de la Iglesia ha madurado la conciencia del dogma del pecado original, es porque este está inseparablemente vinculado a otro dogma, el de la salvación y la libertad en Cristo. Como consecuencia, nunca deberíamos tratar sobre el pecado de Adán y de la humanidad separándolos del contexto de la salvación, es decir, sin situarlos en el horizonte de la justificación en Cristo.

Pero, como hombres de hoy, debemos preguntarnos: ¿Qué es el pecado original? ¿Qué enseña san Pablo? ¿Qué enseña la Iglesia? ¿Es sostenible también hoy esta doctrina? Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado, que después se difundiría en toda la historia de la humanidad. Y, en consecuencia, también la cuestión de la Redención y del Redentor perdería su fundamento. Por tanto: ¿existe el pecado original o no?

Para poder responder debemos distinguir dos aspectos de la doctrina sobre el pecado original. Existe un aspecto empírico, es decir, una realidad concreta, visible —yo diría, tangible— para todos; y un aspecto misterioso, que concierne al fundamento ontológico de este hecho. El dato empírico es que existe una contradicción en nuestro ser. Por una parte, todo hombre sabe que debe hacer el bien e íntimamente también lo quiere hacer. Pero, al mismo tiempo, siente otro impulso a hacer lo contrario, a seguir el camino del egoísmo, de la violencia, a hacer sólo lo que le agrada, aun sabiendo que así actúa contra el bien, contra Dios y contra el prójimo.

San Pablo en su carta a los Romanos expresó esta contradicción en nuestro ser con estas palabras: “Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm 7, 18-19). Esta contradicción interior de nuestro ser no es una teoría. Cada uno de nosotros la experimenta todos los días. Y sobre todo vemos siempre cómo en torno a nosotros prevalece esta segunda voluntad. Basta pensar en las noticias diarias sobre injusticias, violencia, mentira, lujuria. Lo vemos cada día: es un hecho.

Como consecuencia de este poder del mal en nuestra alma, se ha desarrollado en la historia un río sucio, que envenena la geografía de la historia humana. El gran pensador francés Blaise Pascal habló de una “segunda naturaleza”, que se superpone a nuestra naturaleza originaria, buena. Esta “segunda naturaleza” nos presenta el mal como algo normal para el hombre. Así también la típica expresión “esto es humano” tiene un doble significado. “Esto es humano” puede querer decir: este hombre es bueno, realmente actúa como debería actuar un hombre. Pero “esto es humano” puede también querer decir algo falso: el mal es normal, es humano. El mal parece haberse convertido en una segunda naturaleza. Esta contradicción del ser humano, de nuestra historia, debe provocar, y provoca también hoy, el deseo de redención. En realidad, el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien, está presente en todas partes: por ejemplo, en la política todos hablan de la necesidad de cambiar el mundo, de crear un mundo más justo. Y precisamente esto es expresión del deseo de que haya una liberación de la contradicción que experimentamos en nosotros mismos.

Por tanto, el hecho del poder del mal en el corazón humano y en la historia humana es innegable. La cuestión es: ¿Cómo se explica este mal? En la historia del pensamiento, prescindiendo de la fe cristiana, existe un modelo principal de explicación, con algunas variaciones. Este modelo dice: el ser mismo es contradictorio, lleva en sí tanto el bien como el mal. En la antigüedad esta idea implicaba la opinión de que existían dos principios igualmente originarios: un principio bueno y un principio malo. Este dualismo sería insuperable: los dos principios están al mismo nivel, y por ello existirá siempre, desde el origen del ser, esta contradicción. Así pues, la contradicción de nuestro ser reflejaría sólo la contrariedad de los dos principios divinos, por decirlo así.

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En la versión evolucionista, atea, del mundo vuelve de un modo nuevo esa misma visión. Aunque, en esa concepción, la visión del ser es monista, se supone que el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal. El ser mismo no es simplemente bueno, sino abierto al bien y al mal. El mal es tan originario como el bien. Y la historia humana desarrollaría solamente el modelo ya presente en toda la evolución precedente. Lo que los cristianos llaman pecado original sólo sería en realidad el carácter mixto del ser, una mezcla de bien y de mal que, según esta teoría, pertenecería a la naturaleza misma del ser. En el fondo, es una visión desesperada: si es así, el mal es invencible. Al final sólo cuenta el propio interés. Y todo progreso habría que pagarlo necesariamente con un río de mal, y quien quisiera servir al progreso debería aceptar pagar este precio. La política, en el fondo, está planteada sobre estas premisas, y vemos sus efectos. Este pensamiento moderno, al final, sólo puede crear tristeza y cinismo.

Así, preguntamos de nuevo: ¿Qué dice la fe, atestiguada por san Pablo? Como primer punto, la fe confirma el hecho de la competición entre ambas naturalezas, el hecho de este mal cuya sombra pesa sobre toda la creación. Hemos escuchado el capítulo 7 de la carta a los Romanos, pero podríamos añadir el capítulo 8. El mal existe, sencillamente. Como explicación, en contraste con los dualismos y los monismos que hemos considerado brevemente y que nos han parecido desoladores, la fe nos dice: existen dos misterios de luz y un misterio de noche, que sin embargo está rodeado por los misterios de luz. El primer misterio de luz es este: la fe nos dice que no hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal. Por eso, tampoco el ser es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por eso es un bien existir, es un bien vivir. Este es el gozoso anuncio de la fe: sólo hay una fuente buena, el Creador. Así pues, vivir es un bien; ser hombre, mujer, es algo bueno; la vida es un bien. Después sigue un misterio de oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del ser mismo, no es igualmente originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad que abusa.

¿Cómo ha sido posible, cómo ha sucedido? Esto permanece oscuro. El mal no es lógico. Sólo Dios y el bien son lógicos, son luz. El mal permanece misterioso. Se lo representa con grandes imágenes, como lo hace el capítulo 3 del Génesis, con la visión de los dos árboles, de la serpiente, del hombre pecador. Una gran imagen que nos hace adivinar, pero que no puede explicar lo que es en sí mismo ilógico. Podemos adivinar, no explicar; ni siquiera podemos narrarlo como un hecho junto a otro, porque es una realidad más profunda. Sigue siendo un misterio de oscuridad, de noche.

Pero se le añade inmediatamente un misterio de luz. El mal viene de una fuente subordinada. Dios con su luz es más fuerte. Por eso, el mal puede ser superado. Por eso la criatura, el hombre, es curable. Las visiones dualistas, incluido el monismo del evolucionismo, no pueden decir que el hombre es curable; pero si el mal procede sólo de una fuente subordinada, es cierto que el hombre puede curarse. Y el libro de la Sabiduría dice: “Las criaturas del mundo son saludables” (Sb 1, 14).

Y finalmente, como último punto, el hombre no sólo se puede curar, de hecho está curado. Dios ha introducido la curación. Ha entrado personalmente en la historia. A la permanente fuente del mal ha opuesto una fuente de puro bien. Cristo crucificado y resucitado, nuevo Adán, opone al río sucio del mal un río de luz. Y este río está presente en la historia: son los santos, los grandes santos, pero también los santos humildes, los simples fieles. El río de luz que procede de Cristo está presente, es poderoso.

Hermanos y hermanas, es tiempo de Adviento. En el lenguaje de la Iglesia la palabra Adviento tiene dos significados: presencia y espera. Presencia: la luz está presente, Cristo es el nuevo Adán, está con nosotros y en medio de nosotros. Ya brilla la luz y debemos abrir los ojos del corazón para verla, para introducirnos en el río de la luz. Sobre todo, debemos agradecer el hecho de que Dios mismo ha entrado en la historia como nueva fuente de bien. Pero Adviento quiere decir también espera. La noche oscura del mal es aún fuerte. Por ello rezamos en Adviento con el antiguo pueblo de Dios: “Rorate caeli desuper”. Y oramos con insistencia: Ven Jesús; ven, da fuerza a la luz y al bien; ven a donde domina la mentira, la ignorancia de Dios, la violencia, la injusticia; ven, Señor Jesús, da fuerza al bien en el mundo y ayúdanos a ser portadores de tu luz, agentes de paz, testigos de la verdad. ¡Ven, Señor Jesús!

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