Peores que un virus

“Personalidades arequipeñas (académicos, intelectuales, artistas y otros profesionales) se pronuncian por robo en Biblioteca Mario Vargas a Llosa”, más o menos así fue el titular con el que varios medios locales informaron sobre un pronunciamiento que circuló por la desaparición de libros que, al principio, se creyó que eran de la colección privada que nuestro Nobel de Literatura donó a su tierra natal. Aunque el asunto se aclaró, igual, el pronunciamiento circuló, protestando por la pérdida de libros y exigiendo que tanto el director de esa biblioteca, como el Gobierno Regional en general, tomen inmediatas cartas en el asunto, incluso, “sancionando ejemplarmente a los delincuentes”.

Así como el pronunciamiento fue respaldado y aplaudido, otros también lo criticaron; pues inmediatamente saltaron los reproches a “esos intelectualoides protestando por libros, pero callados ante el desfile de delitos ocurridos en toda la crisis sanitaria”. Crítica, por cierto valida, transformada en varias preguntas que las trasladé a Jorge Bedregal, otro de los firmantes; es decir,  ¿por qué no reaccionamos con la misma rapidez e indignación cuando durante todo el año pasado, sabíamos que, en torno al manejo de la crisis sanitaria, nuestras autoridades estaban delinquiendo, ya sea con sus trapacerías, mentiras, e, incluso, indiferencia o desidia?

Confieso que no tengo respuesta o no quiero tenerla, porque supondría que consideramos más importante la desaparición de unos libros, que la tragedia de los que caen enfermos y muertos por la peste.  Lo tenebroso es que puede que eso sea así, pues, estaríamos repitiendo el mismo patrón al que recurrimos cuando otras tragedias nos asolan; es decir, su normalización. Lo hicimos con el terrorismo, lo hicimos y hacemos con la pobreza y  la desigualdad; lo venimos haciendo, más que nunca, con la corrupción; es decir, pareciera que lo consideramos parte sustancial de nuestro paisaje. Nadie mejor que Germán Málaga para describirlo: “…así funcionan las cosas”.

La otra respuesta que hallo en esta cavilación, es que, quizá, como “intelectualoide”, sigo manteniendo el culto al libro, como ícono no sólo de la era gutenbergiana, sino del humanismo en general; es decir, el amor a nuestros semejantes, que se construye, entre otros elementos, con el apego o devoción al libro. Justamente ese desapego y, lo peor, el rechazo al libro, son las columnas de la sociedad que hoy tenemos y nos duele: mayormente ágrafa e ignara, que sólo se alimenta de la llamada “cultura de masas”, especialmente la televisión, embrutecedora por excelencia; o que se esconde en las redes de esas pantallitas relucientes, que viene produciendo idiotas al granel.

Así, es probable que la adoración o culto al libro, que aún algunos profesamos, es en realidad, la última tabla de salvación en nuestra fe a la humanidad, de un auténtico amor al prójimo. Por eso nos da nauseas cuando alguien que quiere ser nuestro mandatario, confiesa sin escrúpulos, que jamás ha leído un libro; o nos alarmamos cuando otro, ni sabe pronunciar bien palabra alguna y menos la escribe. Quizá, por la misma razón, algunos nos escandalizamos cuando nos enteramos que se pierden libros de una biblioteca y cuyo director o autoridad, ni siquiera se da por enterado porque “son simples libros”.

Frente a la peste, estamos en guerra, o por lo menos, así se han encargado nuestras autoridades de describir la actual situación. En toda guerra, uno de los botines preferidos del ejército invasor es saquear las Bibliotecas Nacionales, hurtar libros para luego quemarlos. El significado simbólico es poderoso: pues robar y quemar libros del vencido, es destruir, fundamentalmente, su memoria, su pasado. Sin recuerdos y sin humanidad, terminamos siendo nada, peores que un virus.

 

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