El 2014 con Borges

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A pocas horas de recibir el 2014, no faltan los nostálgicos y/o deprimidos que piensan y sienten que un nuevo año significa el paso irremediable del tiempo, de aquel que no volverá, que hemos perdido y que, por tanto, nos resta la vida. Esa reacción la constato mucho entre mis familiares setenteros y ochenteros  y cada vez la observo más entre mis propios amigos, cuarentones y cincuentones.

A mis octogenarios familiares y cincuentones compañeros no les falta razón, siendo sus temores fundados. Con mis amigos (as), por ejemplo, cada vez nos sorprende más que los temas de café ya no sean la política, la cultura, música o poesía, sino  las clínicas y las medicinas; o, como me lo dice siempre Jorge Bedregal, ya no hablamos de lo buenas que están las hembritas, sino de lo bellas que están las hijas de nuestros amigos.

 El tiempo, el paso de los años son temas que cavilaremos tarde o temprano, de manera pedestre, pretendiendo desentrañarlo y desconociendo así que es un viejísimo tema que ha sido tratado desde los clásicos griegos hasta Heidegger, pasando por San Agustín, Kant, Ortega, Bergson, y otros. Pero estamos en un ambiente de fiesta, mi muñeco simbólico de trastes viejos para quemar el año que termina, ya está listo y lo mejor es recordar a Borges con esta reflexión sobre el  tiempo que se la dedico a mis familiares y amigos que ven al 2014 con expectativa, pero también con temor.

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.

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