Mariátegui y la procesión de octubre

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Hace casi cien años, José Carlos Mariátegui pensaba que la procesión del Señor de los Milagros, era un acto impresionante, seductor y enternecedor. Es más, el mismísimo amauta confiesa haberse conmovido por tamaña manifestación de fe de la religiosidad peruana.

Me imagino que a esas conclusiones puede arribarse cuando ese acto de fe se hacía en una sociedad que recién despertaba al proceso capitalista e industrial; es decir, ciudad en gestación atravesada por pistas y calles libres que podían acoger por horas y días a miles de creyentes. Sin embargo, hoy, en medio de la existencia caótica de mega ciudades, apretujadas congestionadas y contaminadas, seguir manteniendo una tradición como la procesión del Señor de los Milagros, más que avivar la fe, sospecho que la emputece.

 No abonaré más al respecto, pues creo que basta recordar los suplicios que vivimos cuando en medio de una tarea urgente por el centro de la ciudad, se nos cruza una procesión. Pero aprovecho la ocasión para recordar la magnífica crónica que Mariátegui escribió sobre esta tradicional celebración religiosa.

 LA PROCESIÓN TRADICIONAL

 Es un desfile místico  y tumultuoso que canta, reza y emociona.

 La primavera de Lima -primavera anodina, neblinosa, gris, indefinida y cobarde- tiene dos días que resucitan súbitamente la tradición y la fe de la ciudad. En ellos la procesión del Señor de los Milagros dice la renovación y el florecimiento de la religiosidad metropolitana y hace pasar por sus calles híbridas, virreinales o modernas, una fuerte, melancólica y pintoresca onda de emoción.

 La historia de los temblores  pavorosos que han estremecido  y quebrantado a la ciudad, auspicia el fervor de estos días místicos que en Lima siente muy acendrado y muy profundo el catolicismo que cotidianamente canta con sus campanarios y murmura en sus capillas.

 La metrópoli transformada, morigerada y desteñida por el progreso se arredra cohíbe y oculta por un momento por un momento para que surja, vibre y palpite la metrópoli creyente, coronada y virreinal.

 Hay en estos días una intensa resurrección del misticismo de Lima, asfixiado y sojuzgado ordinariamente por el vértigo y el olvido de la ciudad moderna. Y se parece esta resurrección a esos súbitos despertares piadosos que asaltan las almas de los hombres vueltos escépticos, fríos y cerebrales por el análisis, la vida y la duda.

 Lima es una ciudad católica, pero no una ciudad ferviente.  No es una ciudad sentimental. Es solo una ciudad medrosa. Vive en ella la fe acaso por la supervivencia de la tradición y por el temor de un desamparo misterioso, ignorado y temido. La población que llora en las misiones  es una población pecadora y asentimental que le tiene miedo al fin del mundo y al infierno. Y es una población débil para el amor pero fácilmente accesible para la atrición.

 Y esos dos días de su indecisa y apocada primavera exaltan de proviso su catolicismo y su piedad, y la hacen prosternarse humilde y rendidamente ante las andas del Señor Crucificado que la defiende de los temblores y  que la bendice desde el viejo muro de adobe sobre el cual pintó su imagen la mano rústica de un negro del coloniaje.

 La procesión del Señor de los Milagros llena de tristeza las calles de la ciudad.

 Las manifestaciones de la fe de una multitud son imponentes. Dominan, impresionan, seducen, oprimen, enamoran, enternecen. La contemplación de una muchedumbre que invoca a Dios conmueve siempre con irresistible fuerza y honda ternura. El paso del Señor de los Milagros por las calles de Lima, produce una emoción muy profunda en la ciudad que se encuentra sorpresivamente invadida, por un sentimiento ingenuo, sedante y religioso.

 Desde la hora en que se abren las puertas de la iglesia de las Nazarenas –hora clara, serena y luminosa- para que el Señor de los Milagros salga a las calles, hasta ahora        -hora tardecina, melancólica y oscura- en que las andas se pierden en la oquedad sombría y ahumada de la misma iglesia, Lima siente las palpitaciones de una unción y de una tristeza muy acendradas, muy sinceras, muy grandes.

 Para gozar esta emoción suave y candorosa, igual es guardar el desfile de la procesión  en un umbral o en una esquina que asistir al ingreso de una imagen de una iglesia suntuosa o en una iglesia humilde y que unirse a la multitud que sigue al Señor de los Milagros en su peregrinación a través de las calles de la ciudad.

 Pero singularmente, es grato e intenso gozarla cuando el rumor de la procesión, el canto de las campanas y el cristiano olor del sahumerio nos sorprenden dentro del hogar, de improviso, súbitamente, en una hora vulgar en que el espíritu está lejos de la devoción y la piedad.

 Yo he sentido y he visto así la procesión. Yo he comprendido así lo que significa  y lo que representa en la vida de la ciudad. Yo he amado así el instante en que el espectáculo magnífico de un recogimiento tumultuoso y sonoro ha cohibido y enternecido de pronto mi corazón.

 Llegaron primero bajo mis balcones las voces de la gente que hacía la avanzada presurosa del desfile. Hay en las voces de la gente una entonación muy distinta de la que hay en las voces de la que viene en el grueso de él. Son más vivas, más bulliciosas, casi regocijadas. Anuncian la cercanía de la procesión con alguna alegría y con algún alborozo.

 Y luego llegaron las voces de los cánticos y de las plegarias, voces femeninas, lánguidas y parsimoniosas que parece que nunca se extenuaran y nunca se fatigaran.

 Lentamente llegó por fin la procesión. Su paso es moroso y tardo. La solemnidad es siempre majestuosa y sonora. No es posible concebirla apresurada e inquieta. Tiene la gravedad del gesto con que el sacerdote bendice en la misa a los cristianos y hace asperges en la mañana del miércoles de ceniza.

 Acompasaba el paso de la procesión una marcha de una banda militar. La marcha era marcial y soberbia. Pero, al influjo de la decoración, se hacía religiosa y litúrgica. Y se hacía especialmente triste. Sonaba en cada acorde un latido lleno de melancolía.

 Y yo supe entonces por qué el espectáculo de este desfile místico y tumultuoso impresiona tanto a las almas, enternece tanto a los corazones, silencia tanto todas las cosas y hace que los ojos lloren, que las rodillas se hinojen y que las manos se junten, por la señal de la Santa Cruz, etc.

 Las andas del Señor de los Milagros.

 Son pesadas, fuertes, opulentas las andas del Señor de los Milagros. Sobre ellas un arco de plata oscilante y bruñido hace un halo glorioso para la imagen del Señor, pintada en un lienzo que hace untuoso la luz de los cirios y que lleva en su envés la imagen  de la Dolorosa, la triste Virgen del corazón atravesado por las siete espadas.

 Estas andas no pueden ser llevadas con presura. Son demasiado pesadas y afligen demasiado las espaldas de los hermanos que las cargan. Precisa llevarlas con sosiego. Y precisa que de trecho en trecho hagan alto, porque su marcha es jadeante y trémula.

 Hombres fornidos, zambos, negros o mestizos, llevan estas andas. Se relevan de rato en rato. Y dejan las andas sudorosos, extenuados, exhaustos. Todos ellos son hermanos del Señor de los Milagros. Cofrades de una congregación humilde y piadosa de gentes del pueblo que tienen la misión de conducir las andas y de cuidar la cera del Señor.

 Y estos hombres que sufren  la fatiga de la carga no se quejan nunca. Tienen más que resignación, placer y regocijo en su trabajo. Saben que se cuenta, sobre su vida oscura y su devoción profunda, una verdadera leyenda. La leyenda de que el Señor de los Milagros se lleva todos los años a uno de ellos al cielo. Ellos piensan acaso que esta muerte es una muerte edificante y cristiana  y que es casi un premio que los conduce a la bienaventuranza.

 Las andas son antiguas. Año tras año las repara, pero nunca se las renueva totalmente. Tienen la agobiante y grave pesadez de la cruz. Y parece que las hicieran más agobiantes, mucho más agobiantes todavía, las flores que portan en los días de la procesión. A medida que la procesión avanza hay más flores sobre las andas. Unas son puestas en ellas con la unción de una ofrenda religiosa. Otras son aventadas desde los balcones como una lluvia mística. Y se hacen tan profusas y tan abundantes, que parecen que tornaran más fatigosa la carga de las andas.

 Y estas andas, al avanzar, tienen a veces un crujido, a veces un temblor tan sólo, a veces una trepidación aguda. Hay instante en que se les ve bamboleante. Y cuando son puestas en el suelo y la procesión hace alto, para que los “hermanos” descansen o para que desde el patio de una casa o desde el atrio de un templo se cante una plegaria, estas andas tienen un sonido bronco y fuerte.

 La ruta de la procesión.

 La procesión tiene una ruta que es siempre la misma. La sigue desde hace muchos años. Y apenas si hace en ellas la alteración de suprimir la entrada en una iglesia. La ruta de la procesión abarca aproximadamente toda la ciudad antigua. No llega a Abajo del Puente. Pero tampoco se acerca a los suburbios aristocráticos de la Exposición. Cuando se fijó la ruta, no existían estos suburbios aristocráticos que no son los suburbios donde la ciudad se envejece, sino los suburbios donde la ciudad se renueva.

 La ruta de la procesión va de un lado a otro de la ciudad. Conduce el desfile primero a la iglesia de Santo Domingo, luego a la Catedral  y luego a la Concepción. Y tiene todos los años los mismos descansos. El mediodía del 18 de octubre en la Concepción. La noche en las Descalzas. El mediodía del  19 de Octubre en Santa Catalina. Las gentes dicen sencillamente que el Señor “duerme” en las descalzas y “almuerza” un día en la Concepción y otro en Santa Catalina.

 En la puntualidad y fijeza de esta ruta se siente un intenso latido de la tradición. Nada hay que las modifique.  Nada hay que las trastorne. Las andas van de una iglesia a otra con una exactitud invariable. Y los devotos saben siempre, más o menos, en qué sitio puede encontrárseles a tal hora y a cual otra.

 La entrada  del Señor en su iglesia tiene siempre una gravedad solemnidad.

 Cuando la iglesia es una humilde iglesia conventual, ¡cuán sencillos, inefables e ingenuos parecen los sones del campanario! Cantan en el coro las monjas enamoradas o los frailes broncos. Hay un homenaje amoroso y apasionado que vibra y resuena en el campanario y en el órgano. Cuando la iglesia es una iglesia grande y suntuosa, ¡cuán majestuosos y magníficos parecen los sones de las campanas formidables! Hay colegios de frailes  que salen a recibir al Señor con la cruz alta y con los turíbulos  y que entonan un cántico monótono y sonoro. Y entre ellos, a veces, tal prelado o cual obispo de orgullosos tonsura y porte arrogante o mezquino.

 Y en esta ruta hay de todo. Pavimento metropolitano y pavimento suburbial. Adoquín, ripio, piedra de río o piedra barroqueña. Sendero cómodo y sendero hostil. Piso áspero y descuidado y piso suave y limpio. Aquí un techo terso que será grato para la planta desnuda del penitente; allá un trecho duro y cruel que tendrán que serle grato también por el amor de Dios y por el recuerdo de mucho que padeció Nuestro Señor en su pasión y muerte, etc., etc., etc.

 Las sahumadoras, los penitentes, los “milagros”, las plegarias, los cánticos, el rosario y otras gentes, cosas y sucesos  de la procesión.

 El cortejo del Señor de los Milagros es abigarrado, heterogéneo, inmenso, amoroso, devoto, creyente. Es aristocrático y canalla. Junta al dechado de elegancia con el ejemplar de jifería. Hay en él dama de buena alcurnia y buen traje, moza de arrabal, barragana de categoría, mondaria plebeya en arrepentimiento circunstancial, criada y fregona humildes. Y hay por otra parte, varón pulcro y de buen tono, obrero mal trajeado y mal aseado, mendigo plañidero, hampón atrito, gallofero fervoroso y campesino zafio y rústico, todos ellos codeándose sin disgustos, grimas ni desazones.

 Los zambos y los hábitos mantienen un jirón típico de la tradición. Son su oriflama, su heráldica y su pergamino. Coloran intensamente la fiesta y sus modalidades. Sin ellos sentiríase amortecimiento en una y otras. Y el hábito morado es sugerente y bello. Tiene un color lleno de sabiduría y de emoción, que es siempre un color litúrgico. Con lienzos morados se cubren las imágenes cristianas en los días de duelo de la Semana Santa. Y siempre cree haber uno visto el color morado en las cosas sagradas. Igual en el traje del prelado que en la casulla del párroco. Igual en una sacristía que en una capilla ardiente. El morado es armonioso y es amable. Y es sedante y melancólico. Seguramente la ciencia sabe que el color morado, por piadoso y bueno, no le hace nunca daño a la vista humana.

 Las sahumadoras del Señor de los Milagros son cristianas sahumadoras que no emplean el litúrgico turíbulo ni el oriental pebetero. El que arde en sus manos y sopla su aliento es un incensario de plata o de nickel, que finge generalmente la figura de una pava, sin que esto se explique bien porque el pavo no es símbolo cristiano a lo que se sabe.

 Las penitentes llevan vestidos de jerga unas y de tela moradas otras y acompañan la procesión con los pies desnudos. Sahúman o llevan cirios. Cantan rogativas o rezan el rosario. Y poseen casi una gravedad sacerdotal que se impone a los que van cerca de ellas. Inician el cántico o la oración, y las demás las obedecen con agrado y acatamiento, así la penitente sea pobre mulata y dama gentil quien la sigue en el rezo y el canto. Y, como hay sahumadoras y penitentes, hay también ambulantes, vendedores de cirios, cordones y estampas. Y hay también, dentro de la decoración de la fiesta, turroneros y vivanderas que portan la golosina y el manjar gratos al gusto y a la sazón limeñas.

 Todo es emotivo, pintoresco, suave, melancólico y grato en la procesión del Señor de los Milagros. Los “milagros” cuentan siempre una leyenda así sean de oro o de plata, grandes o pequeños, de pulida o de torpe labor y con cifra o palabra o sin ellas. Y como los “milagros” son los cánticos. Y como los cánticos son plegarias. Y el santo rosario que tiene  quince misterios y quince evocaciones y que tiene también muchas gracias y virtudes.

 Dos días todopoderosos resucitan la tradición y la fe de la ciudad; desde un muro de adobe la imagen pintada por un negro esclavo nos impone a todos recogimiento y unción; Lima torna a ser la ciudad colonial de los temblores y de las rogativas; la oración católica, apostólica y romana se pasea impávida y generosa por todas las calles; la música marcial acompasa un desfile dulce y místico; revive la leyenda de los balcones floridos engalanados y festonados; los frailes y los niños cantan alabanzas en el umbral o en el atrio de una iglesia mientras el tumulto se calla; la golosina criolla da mercancía al comercio trashumante del pregón; los tranvías eléctricos y el tráfico mundano se paralizan en la calle que atraviesan las andas y su cortejo; suenan las alcancías de metal que piden limosnas y dan estampas u otras cosas benditas que sirven para librarnos de todo mal; las ingenuas palabras del catecismo vuelven a los labios; los corazones tienen ternuras acendradas y vierten los ojos lágrimas sinceras; la ciudad pecadora se arrepiente por un instante de cuanto hizo de palabras, pensamiento y obra y no fue bueno; y, sobre todas las cosas, triunfa el señorío de Nuestro Señor Jesucristo que murió en una cruz para redimirnos del pecado original. Amén.

 

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Un comentario

  • Sara Perez Castillo

    Acabo de escuchar una entrevista en RPP a estudioso francés de la vida y obra de Mariátegui. La sorpresa es que nunca imaginé que había escrito una crónica referente al Señor de los Milagros. Inmediatamente, busqué y encontré en su blog. Muy interesante.

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