Toño Cisneros y ‘La república de los poetas’

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En 1990, Juan Manuel Guillén Benavides, entonces Jefe de Planificación de la UNSA, o algo así, culminaba una de sus obras más soñadas: la Sala Mariano Melgar. Esa era la antesala de una serie de construcciones que luego emprendería ya siendo rector agustino, por eso es que dicha sala tenía mucho valor simbólico; es decir, el inicio de una etapa de prosperidad para la universidad agustina, que a nivel infraestructural tendría como máxima expresión el monumental estadio de la UNSA.

Para inaugurar la Sala Melgar, qué mejor manera de hacerlo que realizando un ciclo de recitales de poesía que llevó como título “La república de los poetas”, idea propuesta por Alonso Ruiz Rosas y que consistía en invitar a los mejores poetas locales y nacionales para que, ante un público que abarrotaba la Sala Melgar cada fin de semana, leyeran algunos de sus poemas que estaban contenidos en un folletín que gratuitamente se les repartía a todos los asistentes. La idea era que, a manera de fascículos, todos pudieran tener, al finalizar el ciclo, un libro con lo mejor de la poesía local y nacional. Con Hugo Yuen nos encargamos de editar esos fascículos.

“La república de los poetas”, duró varios meses. Desfilaron por allí, de los que recuerdo, Carlos Germán Belli, Washington Delgado, Pablo Guevara, Edgard Guzmán, Walther Márquez, Abelardo Sánchez León, Javier Sologuren, Blanca Varela, y, por supuesto, Antonio Cisneros. Durante todo el tiempo que duró ese ciclo, hubo, literalmente, una fiesta poética que embriagó a Arequipa, y principalmente a los organizadores que podíamos gozar de la presencia de los poetas todos los días que se quedaban en nuestra ciudad.

De Antonio Cisneros, o simplemente “Toño”, como lo llamábamos, compilamos poemas como Paracas de su libro Comentarios Reales; Tercer movimiento (affettuosso), de Agua que no has de beber; El cementerio de Vilcashuamán, de Canto cereminial contra un oso hormiguero; Requiem (4), de Las inmensas preguntas celestes; Entonces en las aguas de Conchán, de La crónica del Niño Jesús de Chilca, entre otros poemas. De esa arbitraria selección, como la de todos los fascículos que editamos, siempre quedaba un poema o un verso emblemático para los que aún éramos mozuelos y que repetíamos y releíamos hasta el cansancio, o hasta la llegada del siguiente poeta. De Toño Cisneros, el poema fue:

Para hacer el amor
debe evitarse un sol muy fuerte sobre los ojos de la muchacha,
tampoco es buena la sombra si el lomo del amante se achicharra
para hacer el amor.
Los pastos húmedos son mejores que los pastos amarillos
pero la arena gruesa es mejor todavía.
Ni junto a las colinas porque el suelo es rocoso ni cerca de las aguas,
Poco reino es la cama para este buen amor.
Limpios los cuerpos han de ser como una gran pradera:
que ningún valle o monte quede oculto y los amantes
podrán holgarse en todos sus caminos.
La oscuridad no guarda el buen amor.
El cielo debe ser azul y amable, limpio y redondo como un techo
y entonces
la muchacha no verá el dedo de Dios.
Los cuerpos discretos pero nunca en reposo,
los pulmones abiertos,
las frases cortas.
Es difícil hacer el amor pero se aprende.

Ese poema, como a Toño, lo conocí mucho antes; principalmente desde cuando me volví en un adicto de Monos y Monadas y el Caballo Rojo, suplemento cultural de El diario de Marka, que él supo dirigir con una brillantez insuperable. Cuando en “La República de los poetas”, conocí personalmente a Toño Cisneros, reafirmé la sensación que me dejaba la lectura de su tremenda poesía, la de un hombre con una descomunal personalidad; alegre, sibarita, embriagador, encantador y con una cultura avasallante.

Luego de ese ciclo, nos volvimos a ver en varias ocasiones, ya sea en Lima, París, Buenos Aires o Arequipa, pues parecía un ser omnipresente. Ya no volverá a ocurrir, pues sabemos que Toño ya no está con nosotros, simples mortales. Él, inmortal, está en su verdadero hábitat: la eternidad.

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