Fiebre pelotera

No me gusta el fútbol. No sé nada de ese deporte. En todo caso, sólo sé que, deportivamente, se trata de veintidós atletas que en un campo, están pateando una pelota y que de lo que se trata es meterla en el arco contrario. Todo, bajo la atenta supervisión de un árbitro. Pero más que deportivamente, el fútbol es una industria comercial cada vez más impresionante.

A pesar de no gustarme y no saber casi nada de ese comercio y/o deporte, ocasiones como la competencia mundial que está por iniciarse, igualmente me contagia porque justamente se trata de eso, un fenómeno que casi paraliza al mundo y que lo mantiene ensoñado por un mes. De esa magia, no puedo abstraerme; es más, me contagio del entusiasmo de fanáticos que esperan con ansiedad partidos como Francia-Uruguay, Estados Unidos-Inglaterra, o la gran final, España-Brasil.

El fútbol, y particularmente, su competencia mundial, es uno de los grandes dioses de la postmodernidad, pues para millones, esos veintidós que están en la cancha, son concebidos como seres supra humanos, casi divinos dispuestos a, con el toque mágico de una jugada, llenar de felicidad al mundo. De allí se explica la friolera de miles de millones de dólares que vale una jugada, unas piernas, unas camisetas, un nombre, etc. Para entender mejor lo que digo, comparto con ustedes este excelente ensayo de Jerónimo Pimentel aparecido en la Revista Poder.

¿Qué gana Sudáfrica con el Mundial?Por qué tantos países se esfuerzan en organizar megaeventos deportivos a pesar de los millonarios costos que demandan – Brasil invertirá US$9.400 millones-. Un estudio revela que la nación anfitriona gana al aumentar el nivel de felicidad de sus habitantes.
Cuando en 1983 el gobierno colombiano comunicó a la FIFA que su país no estaba en condiciones de organizar el Mundial de Fútbol de 1986, lo que en realidad hizo fue reconocer dos cosas: primero, que afrontar los costos de la localía otorgada en 1974 era económicamente inviable para un país sudamericano; y segundo, que no estaba claro cómo las prioridades de un país del tercer mundo pasaban por construir 12 estadios con capacidad mínima para 40.000 personas, 4 con aforo para 60.000 y 2 para 80.000, entre otros requisitos que exigía la FIFA, como congelar las tarifas de hotel para su representantes y construir una torre de comunicación en Bogotá.

Finalmente, México se convirtió en el primer país en hospedar dos mundiales. Ni los dos terremotos de 1985, los más destructivos de su historia, ni la decadencia política del PRI impidieron cantar el lema: “El mundo unido por un balón”, soportado por los estadios ya erigidos para el Mundial de 1970. La solidaridad internacional, sin embargo, no pudo camuflar la crisis interna. La pobre gestión del presidente Miguel de la Madrid en la reconstrucción posterior al sismo fue castigada con una sonora rechifla, la más vergonzosa que se recuerde en la historia de las inauguraciones de los mundiales. Se armaba una fiesta sobre un cementerio, sí, pero ni la ambigua relación de los mexicanos con la muerte podía disfrazar lo que parece ser un distintivo latinoamericano: la escasa capacidad de reacción gubernamental ante los desastres.

¿Por qué, entonces, la obsesión por organizar mundiales (y olimpiadas, Bolivarianos, Panamericanos, etc.) incluso en países en desarrollo con necesidades más críticas? ¿Son estos eventos política o económicamente rentables? ¿Son, finalmente, inversiones razonables o populacheras?
Mal negocio, buenas políticas.- Un mundial solo es buen negocio cuando el país, a priori, cuenta con una infraestructura importante como activo. El mejor ejemplo es la Copa organizada por Estados Unidos en 1994, que le costó a ese país apenas US$50 millones y aún permanece como la más rentable en la historia, aunque no generó ningún beneficio a largo plazo para ninguna de las ciudades-sede, como lo ha demostrado el economista Robert A. Baade. Una de las razones por las que fue rentable es que la compatibilidad de los estadios de fútbol americano con los de “soccer” hacía innecesaria la construcción de recintos adicionales. Además, sus enormes aforos, superiores a los promedios europeo y latinoamericano, y su amplia y consolidada red de servicios turísticos, hicieron que el mundial de 1994 —no muy memorable en términos deportivos— todavía posea el récord de asistencias por partido, aun cuando desde 1998 los equipos participantes pasaron a ser 32 en vez de 24.

El de Alemania, hace cuatro años, es un caso distinto. Ganador de tres mundiales y dueño de uno los mejores torneos del mundo (la Bundesliga), el país europeo vio la oportunidad de renovar sus estadios aprovechando que, luego del Mundial, los rentabilizarían sus clubes. Los germanos se permitieron un lujo oriental: invirtieron € 3.700 millones en ser anfitriones. Seis meses después se reportaron los números que justificaron el gasto. Con 20 millones de “visitantes” (la mayoría, internos) la industria turística reportó ganancias adicionales de € 300 millones con respecto al período anterior. Las ventas por retail subieron en € 2.000 millones. El ministro del Interior, Wolfgang Schäuble, reconoció la creación de 50.000 empleos.

Dado que el Estado asumió el costo de mejoras en la infraestructura independientemente del presupuesto que manejó el Comité Organizador, este pudo incluso generar ganancias, que se repartieron así: € 56.5 millones para el Comité Organizador (que fueron a parar a la Federación Alemana de Fútbol), € 44 millones en impuestos y € 40 millones para la FIFA. Todo esto sin contar la puesta en valor de la marca-país, publicity invaluable que ayudó a borrar los fantasmas de las Olimpiadas de Múnich transmitiendo a 200 países la imagen de una Alemania tolerante y plural.

Los escépticos, sin embargo, argumentan que un incremento de € 2.000 millones en ventas por retail es nada comparado con los más de € 990.000 millones que mueve el mercado interno teutón anualmente.

Pero no todos los países poseen el presupuesto de Estados Unidos y Alemania. En ese sentido, la elección de Brasil como sede de la Copa FIFA del 2014 ha sido harto significativa. La supremacía económica del gigante sudamericano, una de las 10 economías más grandes del mundo, le permitió correr en solitario como candidato. El sistema de rotaciones obligaba a que el torneo se celebre en esta región, pero no hubo contendor para el presidido por Lula, quien celebró la localía futbolística (y luego olímpica) como triunfos (geo) políticos.

Brasil estrenará sus flamantes ribetes de potencia organizando los dos eventos deportivos más mediáticos de la tierra, a un costo de US$9.420 millones solo el primero. ¿Algún vecino se anima a entrar a la puja? La pregunta real, sin embargo, sigue siendo la misma: ¿por qué Brasil y Alemania, que no necesitan jugar en casa para ser campeones del mundo, ansían tanto el rol de anfitriones? ¿Y por qué un país como Estados Unidos, tan ajeno al fútbol, necesita ser de nuevo organizador, al punto que postula a la plaza aún libre del 2018?
Mayor felicidad.-Simon Kuper y Stefan Szymanski tienen una teoría al respecto. En su libro Soccernomics, proponen que la única razón que tienen los países desarrollados para invertir esas sumas de dinero es mejorar el nivel de vida de su población. Según los autores, en países que han alcanzado un ingreso per cápita de más US$15.000, la felicidad, o cuán bien se sienten los ciudadanos con el tipo de vida que llevan, no es algo que mejore sustancialmente con un poco más de dinero. Es una suerte de dilema de las clases medias acomodadas. Cuando consiguen el estéreo envidian el home theater del vecino, y cuando tienen el Wii piensan en el Play Station 3 que se les escapa. Satisfacer a esta amplia pequeñoburguesía no se logra subiendo el PIB per cápita de US$ 15.000 a US$17.000 pero, de acuerdo con los autores, sí se logra organizando un Mundial.

¿Por qué? Lo que consigue la sede es cohesionar a un colectivo en pos de un objetivo común, algo que en la práctica descubrieron las dictaduras fascistas antes que Kuper y Szymanski. Las Olimpiadas de Berlín 1936 (Hitler), el Mundial de Italia 1938 (Mussolini) y el Mundial de Argentina 1978 (Videla) son ejemplos claros de cómo es posible lograr unión nacional en sociedades dislocadas, donde hasta el terror más explícito puede ser solapado bajo parafernalia deportiva.

La tesis está comprobada por estudios hechos por Georgios Kavetsos y el propio Szymanski, quienes compararon los datos sobre felicidad recogidos por la Comisión Europea y los cotejaron con los resultados obtenidos por los siguientes países antes y después de los eventos: Italia (Eurocopa 1980), Francia (Eurocopa 1984), Alemania (Eurocopa 1988), Italia (Mundial 1990), Inglaterra (Eurocopa 1996), Francia (Mundial 1998) y Holanda (Eurocopa 2000). En todos los casos, salvo uno (el de los británicos), la sensación de bienestar aumentó inmediatamente, algo que no se hubiera podido lograr si se hubiera destinado esa inversión económica a puentes y asfalto donde ya los hay. La magnitud del evento también importa: el efecto de una Copa del Mundo dura dos o tres veces más que el de una Eurocopa.

Elefantes blancos.-Lo bueno de esta teoría es que explica la construcción de “elefantes blancos”. Para el Mundial 2002, Japón y Corea del Sur construyeron 20 estadios a un costo entre US$5.500 millones y US$9.000 millones. Si bien los coreanos pudieron aprovechar las nuevas instalaciones gracias a la K-League, el torneo nacional más competitivo de Asia, los nipones solo pudieron mantener activos 2 de los 10 campos que erigieron para la justa.

Pero en el 2002 Japón estaba desesperado por salir de 10 años de recesión y un “boom” de la construcción era un paso natural para terminar con el estancamiento. Un informe de la BBC del 2003 reveló lo lógico: el béisbol seguía siendo el deporte favorito de los súbditos de Akihito y edificaciones tan espectaculares como el Estadio Internacional de Yokohama (con capacidad para 70.000 espectadores) o el Estadio Miyagi de la prefectura del mismo nombre, se alquilaban para bodas y aún malviven rentándose al mejor postor.

Un caso similar ocurrió con las Olimpiadas de Beijing 2008, en las que el gobierno chino decidió exhibir su grandeza construyendo el Estadio Nacional de la capital, un centro multideportivo alabado arquitectónicamente y llamado popularmente el “Nido del Pájaro”. A un costo de US$423 millones y con aforo para 91.000 personas, el monstruo chino ha tenido un uso postolímpico discreto. A dos años de su inauguración, de acuerdo con un reportaje de The New York Times, solo ha cobijado cuatro eventos: un concierto de Jackie Chan, un partido de fútbol italiano, una ópera y un recital de cantantes chinos. Durante el invierno sirve de parque de recreación para los vecinos y también de museo vivo: los turistas extranjeros pagan US$7 por verlo.

Sin embargo, la construcción indiscriminada es casi la estrategia de crecimiento del gobierno comunista, keynesianismo puro, por lo que la falta de uso no parece ser una preocupación de Hu Jintao, quien ya baraja la opción de convertir el recinto en un centro comercial. Pero hay un caso más extremo. Las Olimpiadas de Atenas requirieron una inversión de US$14.400 millones. Se construyeron 22 complejos deportivos y coliseos, de los cuales solo uno se mantiene para la práctica deportiva. El resto están abandonados. Para no pocos analistas, los desbarajustes fiscales helenos, que hoy tienen al país en el ojo de la tormenta dentro de la Unión Europea, empezaron cuando se encendió la antorcha olímpica en el 2004.

Cuando hay pobreza física obtener servicios básicos como casa, luz, agua potable o carreteras mejora ostensiblemente la calidad de vida de las personas y repercute en índices de bienestar más “reales”. Luego, es posible aprovechar la postulación a un evento regional como excusa para modernizar la infraestructura deportiva nacional, como fue el caso de la Copa América que organizó Perú en el 2004 -a un costo de US$6 millones-, que sirvió no solo para modernizar estadios que se encontraban en un estado calamitoso sino también para un segundo propósito: afrontar la organización del Mundial Sub-17.
La línea de flotación para generar felicidad con dinero deportivo es, entonces, los US$15.000 per cápita. Por debajo de ello, claramente, es recomendable la inversión social. El PBI per capita de Colombia es de US$5.400. El de Sudáfrica es de US$10.1003.

Las contradicciones.-El paisaje urbano sudafricano, aún con reminiscencias del apartheid, puede ser desolador. La barriada “Tin Town” (Ciudad de Estaño), llamada formalmente Blikkiesdorp, es el peor ejemplo. Recuerda tanto a los campos de concentración donde el gobierno sudafricano reubicó a los extraterrestres de la película District 9, que la ciencia ficción producida por Peter Jackson pierde su valor metafórico para tornarse hiperrealista. Es de ahí de donde provienen los primeros gritos de protesta ante el desbalance entre la imagen moderna y pujante que Sudáfrica quiere regalar al mundo y la cruda realidad interna, en la que un tercio de su población vive con menos de US$2 al día.

“Tin Town”, por supuesto, no es el único rincón de miseria. Las protestas en Nelspruit, donde se construye el estadio Mbombela para 46.000 espectadores, a un costo de US$134 millones, no cesan. Sus columnas se yerguen como jirafas gigantes que, de noche, iluminan el estadio y la ciudad. Ahí solo se jugarán cuatro partidos del Mundial, para luego legar el estadio a los Mpumalanga Black Aces, un club de fútbol comprado por dos hermanos chipriotas en el 2004. El equipo ascendió a primera división el año pasado y quedaron penúltimos en la ABSA Premiership.

Nelspruit es considerada una de las ciudades más prósperas de Sudáfrica, pero también una de las más desiguales del mundo. A pesar de ser un foco agroindustrial y turístico (ahí se ubica el famoso Parque Nacional Kruger), es la capital de una provincia que posee un porcentaje de pobreza de 48,7% y de desempleo de 37%4. La situación en Nelspruit no es excepcional. De acuerdo con el periódico canadiense The Dominion, 28% de los sudafricanos no pueden afrontar los costos de agua potable que les exige su Estado. Ese mismo medio cita a Eddie Cottle, coordinador de la Campaña para un Trabajo Decente Antes y Después de Sudáfrica 2010, quien afirma que la cantidad de dinero gastada por el gobierno para los preparativos mundialistas – US$6.000 millones-, equivale a lo que invierte el Estado en viviendas durante 10 años. No es poca cosa para un país donde 13% de la población vive en refugios temporales, sin luz eléctrica ni baño, como en “Tin Town”.

El despropósito se hizo evidente muy temprano. Según Soccernomics, en el 2009 el ministro de Economía de Sudáfrica armó un taller de trabajo con tres economistas deportivos internacionales. La sorprendente conclusión del mismo fue desconcertante: lo mejor que podía esperar el país de Mandela es que el Mundial no reduzca el crecimiento, algo nada alentador para una economía que cerró el año pasado con una caída de 1,8% de su PIB. Como dato concluyente mostraron una estadística depresiva. El medio millón de turistas que esperan recibir por alojar al fútbol de élite es una fracción de los arribos regulares en promedio, habida cuenta de que en el 2007 los viajantes mensuales se contaban en 750.000.

Los pocos extranjeros que se animan a pisar la tierra de Mandela en invierno es uno más de los factores que explican la lenta venta de entradas para los partidos, otro de los indicadores de éxito que aún andan tibios. En Alemania 2006 la cultura futbolística y el elevado promedio de ingresos hizo que conseguirlas fuera una verdadera odisea, a pesar de la ya arraigada costumbre que tienen los germanos de observar los partidos de la Nationalmannschaft en lugares públicos, gracias a las pantallas gigantes que se colocan, por ejemplo, en la Puerta de Brandenburgo. En Sudáfrica, muchos paisanos tienen dificultad para reunir los US$18 que cuesta el ticket más barato, por lo que meses antes de la Copa varias tribunas amenazan con lucir vacías.

Sesenta días antes de la inauguración, medio millón de entradas aún estaban disponibles, lo que obligó a la FIFA a venderlas al cash al pueblo sudafricano, algo inédito ya que suelen venderse por Internet, con tarjeta de crédito o incluso por sorteo. La desesperación llevó a que Danny Jordaan, una de las cabezas del Comité Organizador, suplicara a sus connacionales: “Hemos hecho todo lo que se nos ha pedido. Hemos creado una categoría de precio exclusiva para Sudáfrica… Si eres un buen anfitrión, tienes que estar ahí”. La desorganización, sin embargo, impidió que la venta masiva sea un éxito. Un reporte de ESPN aseguró que de las 1.000 personas que se acercaron al local, sólo 32 pudieron adquirir boletos después de 3 horas y media. Match, la empresa designada por la FIFA para el expendio, alegó problemas técnicos.

El poco calor futbolístico de los anfitriones ha hecho que sea la primera vez en la historia que un país-sede no lidere la venta de entradas. La tímida estimación por el fútbol en un país entregado al rugby y al críquet, ambos vestigios coloniales, es flagrante: Sudáfrica no figura ni siquiera entre los 10 primeros países en el ránking de entradas vendidas por partido. Inglaterra, de hecho, cuenta con más respaldo popular que los Bafana Bafana (el equipo nacional sudafricano), ya que la Liga Premier Inglesa, para muchos la mejor del orbe, cuenta con miles de seguidores en el país africano.

¿África estaba preparada?.-A estas alturas, y con tantos problemas, muchos fanáticos del fútbol se preguntan el por qué de la elección de un país tan problemático. Blatter ha esgrimido una razón política, o más bien retórica: todo el mundo mira a África con condescendencia, pero nadie les otorga responsabilidades. El motivo real, sin embargo, puede ser algo tan simple como el uso horario, que favorece a los televidentes de Europa, la región más próspera y poblada amante del balompié. Parece un tema baladí pero es vital: un hecho que explica los desastrosos rátings que tuvo el mundial de Corea-Japón 2002 fue que en el Viejo Continente los partidos se pasaban a media mañana o a la hora de almuerzo. Johannesburgo, en cambio, difiere en solo una hora de los tiempos de Europa central, lo que resulta ideal no solo para los hinchas sino, por supuesto, para las marcas auspiciadoras, que pagan hasta US$ 125 millones por ser sponsors oficiales.

A pesar de toda la carga asumida por Blatter, apostar por Sudáfrica seguirá siendo una jugada incierta hasta el inicio del certamen. Así los cálculos económicos encajen, el pueblo swazi mágicamente se convierta al fútbol, los estadios se llenen, los conflictos sociales se apacigüen, la delincuencia baje y el deporte de élite tenga el marco propicio para su perfecto despliegue, una sensación de intranquilidad recorrerá los 30 días de competencia. La facción del Magreb islámico de Al-Qaeda difundió el 7 de abril un comunicado terrorífico: “Cuán maravilloso sería el partido entre Estados Unidos versus Bretaña [sic] si, en un estadio lleno de espectadores y con transmisiones en vivo, el sonido de una explosión ruge a través de las gradas, el estadio entero queda patas arriba, y el número de muertos se empieza a contar por decenas y centenas”.

Pero los pesimistas del Mundial africano no necesitan apocalipsis terroristas para mostrarse escépticos. Bastarían una docena de violaciones, raptos y robos a las personas “correctas” para que la hipersensibilidad occidental se erice y las cadenas noticiosas bombardeen durante un mes la noticia fatal: Sudáfrica organizó el peor Mundial de la historia.

Los optimistas, por supuesto, no pensamos en eso. Solo esperamos que ruede el balón para disfrutar de un placer que uno solamente se permite cada 1.460 días.

LAS CIFRAS DEL MUNDIAL Costo de entrada para un partido de primera ronda: US$80.
Costo de entrada para la final: US$900.
Costo especial de entrada para los sudafricanos: US$18.
Entradas totales a la venta: 3 millones.
Entradas vendidas hasta el momento: 2,1 millones.
Porcentaje de Entradas compradas por sudafricanos: 11% (220 000).
Premios que repartirá la FIFA en:
Campeón: US$31 millones.
Subcampeón: US$24 millones.
Semifinalista: US$20 millones.
Cuartos de final: US$18 millones.
Segunda Ronda: US$ 9 millones.

Puntuación: 5.00 / Votos: 2

2 comentarios

  • El ensayo es muy interesante e informativo; el autor se refirió sobre el pesimismo con respecto al mundial africano pero lamentablemente ya se están dando los robos en Sudáfrica i aun no empieza el mundial.

  • Sobre la postmodernidad;
    Claro, una lectura postmoderna pasa por la cohesión del inconsciente colectivo. Aquel conglomerado que sin un referente común está arrojado a los vaivenes de la tecnología.
    Entonces, es preciso crear elementos paliativos para generar un sentido de "unidad" que, cada vez más, se vé resquebrajada por los medios. Estos mass media que siguen encumbrados en el momento estelar de la humanidad.
    Por otro lado, una lectura freudiana, nos podría decir que el ser humano busca cualquier excusa para "tranquilizar" los posibles acometimientos del ELLO. Así que la sociedad "inventa" situaciones aceptadas por SUBLIMACIÓN (los deportes, por ejemplo), para cuadricular la triada: YO (realidad), SUPER YO (moral) y ELLO (placer).
    El grito del gol sería la manifestación estruendosa del ELLO, que casi siempre está comprimido…

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