Una huelga más, qué importa

Se cumplieron tres semanas de la huelga universitaria que fiel y religiosamente organizan anualmente los docentes de las universidades públicas y que es acatada sólo por algunas, la Universidad Nacional San Agustín, entre ellas.

El motivo de la huelga es el de siempre: la exigencia de una ley que homologa los haberes universitarios con los del magistrado. Ley que no se cumple ni se cumplirá, pues es de todos sabido que esa legislación se promulgó demagógicamente; sin embargo, la dirigencia gremial de la docencia universitaria insiste en ella bajo la cortina de justicia, respeto al estado de derecho y, la más burlesca de ellas, “por el bien de nuestros estudiantes”.

Quienes estamos ligados estrechamente a las universidades públicas, sabemos que la huelga se ha convertido en un ritual necesario que los docentes buscan para programar las cosas que sí consideran más importantes dentro de sus agendas personales. Es decir, el trabajo universitario, para muchos, es el punto de menor importancia en su calendarización de actividades. A eso se ha reducido el trabajo de las universidades públicas en el país, mucho más en aquellas, como la UNSA, que fielmente acata la huelga que termina afectando sólo a los alumnos más pobres de esta universidad.

¿Cómo así? Bueno, la universidad cierra sus puertas para la gran mayoría de alumnos que están sujetos a las matriculas regulares, pero las abre para esos alumnos que pagan mensualmente, ya sea en las unidades, segundas especialidades, maestrías, etc. En otras palabras, los profesores acatan escrupulosamente la huelga si se trata de alumnos que no pagan, pero si son alumnos que pagan, sí trabajan, están allí, también escrupulosamente, frente a ellos.

Solo desde ese ángulo, la huelga universitaria se torna en inmoral, pues un acto de justicia como puede ser el de la búsqueda de homologación salarial, no puede asentarse en un acto de injusticia ya que perjudica a miles de alumnos, principalmente los más pobres. Mucho más inmoral aún si consideramos que bajo el pretexto que es una protesta legítima, los docentes reciben mensualmente sus haberes como si trabajaran. Así, como ya ocurrió otros años, la huelga puede durar tres o cuatro meses…y no pasa nada.

Antes pensaba que los más perjudicados de estas huelgas eran los alumnos, pero ahora lo dudo, pues cada vez estoy más convencido que incluso ellos la alientan o, por lo menos, la esperan con algarabía. Obvio que esto no ocurre en todas partes, pues por mi labor docente y de profesor invitado a otras universidades, puedo constatar que en otras regiones, las universidades públicas siguen funcionando con cierta normalidad, precisamente por la presión de sus alumnos; es decir, he visto en varias universidades que los alumnos apoyan a sus profesores, incluso los acompañan a algunas marchas, pero igualmente luego les exigen recuperar las horas perdidas un sábado o incluso domingo. Creo que eso se da porque en otros lados, especialmente en la capital, el alumnado de las universidades públicas, se han dado cuenta que el tiempo vale y es irrecuperable. Ese valor aún no internalizan en los alumnos de provincias.

Entonces, quién se afecta más con estas huelgas? Creo que las propias universidades públicas. A su descrédito existente y acumulado de varios años atrás, se suma un demérito mayor con estos monumentos al ocio o a la criollada en que se han convertido las huelgas universitarias.

Yo no soy sindicalizado; por tanto, no me corresponde acatar la huelga; es más, sigo haciendo clases con los alumnos que así lo desean en aulas extrauniversitarias. Eso permite cierto avance y el cumplimiento del silabo, pero en sí, el ánimo universitario está quebrado. Así, con espíritus quebrantados se regresará a clases dentro de dos o tres meses, sólo para cumplir con el ritual de finalización del año académicos: llenar actas declarando, oficialmente, haber cumplido con el 100% del dictado de clases. Gran mentira que se suma a la otra gran mentira en que se ha convertido toda la educación peruana.

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