Lima

 

Tengo que ir a la Plaza de Armas para agradecerle a esta ciudad que me ha tratado tan bien, me decía esta mañana mi madre, reprimiendo algunas lágrimas nostálgicas. Se refería a Lima que hoy cumple 474 años. Y vaya que la ha tratado bien, pues llegó a la capital hace ya casi medio siglo y no sólo se asentó, sino que triunfó como miles de provincianos que en la década de los sesenta protagonizaron esa avalancha migratoria que, a decir de Matos Mar, cambiaron el rostro de nuestro país.

Yo sólo viví en Lima hasta los dieciséis años. Me fui para seguir estudios superiores en otros lares, pero siempre regresaba a la capital, casi religiosamente en fechas claves: Navidad, el Día de la Madre, mi cumpleaños, etc. Alguna vez intenté quedarme a vivir allá, pero no tuve el coraje ni sagacidad de mis padres que, sin mayores estudios que la secundaria, triunfaron en la capital. Sin embargo, Lima forma parte de mi vida y a ella estoy anclado, no sólo por mi pasado, sino por mi presente, pues hoy prácticamente tengo un pié allá y otro en la Ciudad Blanca, y no pierdo de perspectiva que alguna vez tendré que volver, tal vez definitivamente, pues alguien tendrá que administrar los bienes de la familia, o simplemente porque, por efectos de la recentralización, Lima sigue convirtiéndose en ese pulpo que monopoliza todo, incluyendo la mejor educación, en todos los niveles.

Y eso es Lima, un pulpo monstruoso, pero a la vez seductor por todas las oportunidades que oferta. Ese proceso migratorio que empezó a transformarla desde los 40 del siglo pasado, no sólo no se ha detenido sino que sigue con el acelerador a fondo. Los efectos de ese fenómeno son contradictorios, pues por un lado han hecho de la capital ya no la Ciudad Jardín con la soñaban los literatos, sino la ventruda y polvorienta como la describía Ribeyro. Pero a la vez, quizá para compensar su caos y fealdad, Lima ha concentrado todas las oportunidades, principalmente en lo académico, que es lo que más me interesa hoy, y en un futuro mediato, pensando en mis hijos. Y eso la hace atractiva, nivelando así lo peligrosa, tanática, desordenada y grisácea que es.

Tener 474 años no significa que Lima sea una ciudad añeja y reposada que sonríe de su pasado glorioso. Al contrario, Lima está en pleno crecimiento; es más, en los últimos años, está en un crecimiento explosivo que la sigue convirtiendo en la gran capital de nuestro país. Bien por ella, pero el problema es que ese crecimiento sigue dándole la espalda, despóticamente, a todo el país. Pero el problema no solo es de ella y nuestros gobernantes centalistas. Hay que reconocer que desde el interior del país poco o nada hemos hecho para revertir esa situación, sino recordemos el referéndum de hace algunos con el que dijimos que aún nos encanta estar pegados a la teta del centralismo.

Por eso, hoy que Lima celebra su día, más que recordar ese cumpleaños deberíamos recordar cómo es que también con la indiferencia de los que vivimos fuera de ella, hemos permitido que la capital llegue a sus 474 años en pleno crecimiento adolescente, mientras que el resto del país gatea o da tímidamente sus primeros pasos.

 

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