R.E.M.
De un solo envión, casi directo: del aeropuerto al Estadio Nacional para ver y escuchar a R.E.M., luego de varios meses de espera y preparación, después de confirmar que la noticia de su llegada a nuestro país no era una farsa. Allí estaba, con todos sus súbditos (la prensa dice que fueron 35,000; yo creo que asistió toda la humanidad). Un poco más de las diez de la noche y salió el gran maestro: Michael Stipe.
Empezó el concierto con lo anunciado: temas de su más reciente producción, Accelerate; así, canciones como Hollow man, Living well is the best revenge, se intercalaban con algunos clásicos que hacían acelerar más a la audiencia que, cual dioses, le rendía culto en cada momento. Uno de los más emotivos fue cuando Stipe confesó su odio al gobierno de Bush y su promesa de amor al gobierno de Barack Obama, y otro de los momentos cumbres fue cuando pidió que todos, brazos en alto, encendieran las luces de sus celulares. En ese instante, once de la noche, el sol apareció en el coloso de José Díaz.
Lo inenarrable llegó con los súper clásicos: Losing my religion, Man on the moon, Everybody hurts, The one I love, etc. Sentía retumbar al coloso que cantaba los temas y veía a cientos de almas a mí alrededor, a miles, que se envolvían en lágrimas o en humos, santos o no, no importa, lo que sí importaba es que todos estábamos, como señalaba Platon cuando reflexionaba sobre la verdadera música, con el alma penetrada por esos sonidos, totalmente inspirados y colmados de virtudes. Y así terminamos cuando llegó el fin del concierto: pletóricos, sintiendo que habíamos estado en el cielo, virtuosos y aptos para ser eternos, como Stipe y su banda.