Recordando el otro 15 de agosto

Estábamos prestos a tomarnos unas cervezas para celebrar nuestro reencuentro en pleno centro de Guadalajara, ciudad anfitriona del XXVI Congreso Latinoamericano de Sociología a la que fui invitado como conferencista. Yo, de paso, iba a brindar por el día de Arequipa cuando entró la llamada. Ana María Quiroz contestó y se levantó presurosa de la mesa. Hubo terremoto en Lima, dijo. Yo no le presté importancia. Después de todo, los arequipeños provenimos de una tierra telúrica y esas noticias para nosotros son cotidianas. Carajo, hubo terremoto en Lima y ha sido de ocho grados, insistió Ana María y es allí donde Julio Mejía dijo alarmado: ocho grados, estás locas, con esa intensidad se cae todo Lima.

Sólo en ese momento es que cundió el pánico en la reunión y salimos disparados a buscar una forma de comunicarnos con el Perú para saber la verdadera dimensión de la tragedia y enterarnos cómo estaban nuestros familiares. Obvio que fue casi imposible, pues, a las nueve de

la noche en Guadalajara estaba casi todo cerrado, no había cabinas de Internet, menos locutorios; pocas tiendas estaban abiertas y casi en ninguna de ellas vendían tarjetas telefónicas internacionales, sólo en sitios autorizados, nos decían. En esas circunstancias es que extraño más a nuestro país, pues tanta formalidad en los países adelantados atentan con nuestros deseos de salir de un apuro, como en esos momentos.

Es así como me enteré del terremoto del quince de agosto del año pasado. Sólo desde el hotel pude llamar al Perú, pero fue en vano, no entraban las llamadas, las redes tefónicas colapsaron. Al día siguiente, a primera hora, recién pude comunicarme con la familia y la tranquilidad retornó: estaban bien. Los que no estaban bien fueron las quinientas familias que perdieron a sus seres queridos y las miles que también lo perdieron todo por un terremoto que afectó fundamentalmente el llamado sur chico de nuestro país.

Justo el quince, mientras nosotros festejábamos el 486 aniversario de Arequipa, el país recordaba, en duelo, un año de esa tragedia y lo hacía con rabia, pues a un año del siniestro, poco o nada se ha avanzado en la

reconstrucción de esa zona, lo cual pone en evidencia varias cosas. La primera es la incapacidad del gobierno para atender ese tipo de urgencias. Ahora, para ser justos, hay que señalar no sólo de este gobierno, sino, estoy seguro, de todos. Son estas circunstancias que abren más el abismo entre Estado y sociedad, lo que hace pensar, incluso, la inexistencia del primero. Esa impresión es peligrosa porque nos coloca en una situación casi cavernaria como país.

Lo peor, y esa es otra de las evidencias, es que todos, el país entero, estamos poco o nada preparados para estas emergencias. Para demostrarlo, sólo hay que mirarnos entre nosotros, los arequipeños, pues hemos nacido y vivimos en una tierra sísmica; sin embargo, ¿cuántos de nosotros sabemos cómo actuar frente a un terremoto?, ¿tenemos preparados, por lo menos, un kit de emergencias en nuestras casas para situaciones así? Estoy seguro que poquísimos podemos dar una respuesta afirmativa.

Pero la tercera evidencia es más aterradora aún, y tiene que ver con nuestra sensibilidad: las tragedias no frenan nuestro espíritu rapaz. El gobierno se ufana de haber gastado más de mil millones de dólares en la reconstrucción; sin embargo, la población de Pisco, con toda la razón del mundo se pregunta, ¿dónde está lo gastado?. Es decir, aquí hubo uñas largas. Una simple operación que leí en un diario lo ilustra mejor: si las casas que donó Hugo Chávez a los damnificados de Pisco costaron veinte mil soles, con la cantidad que dice el gobierno que ha gastado

se habrían hecho más de 50,000 de esas casas, ¿dónde están?. Aquí no solo hubo un terremoto geográfico, sino también humano; es decir, se movió y sucumbió nuestra condición humana. Eso ya lo experimenté directamente cuando hubo el terremoto en Arequipa hace unos años atrás. Recuerdo que la UNSA fue seriamente afectada. Particularmente mi Facultad, donde era autoridad, estaba casi en escombros. Pocos fuimos a ver el desastre y, con escobas en mano, tratábamos de ayudar en algo. Lo que me sorprendió es que las grandes dirigencias estudiantiles brillaron por su ausencia y, lo peor, es que, usando mi nombre, iban a las emisoras radiales pidiendo a la población que hiciera donaciones de víveres que, por supuesto, no era para damnificados, sino para sus propios bolsillos. Es decir, los desastres, azuzan el espíritu carroñero que late entre nosotros.

Ha pasado un año y es necesario, creo, reflexionar sobre todo esto. Caso contrario, no nos quejemos de lo que puede pasar mañana u hoy mismo, en una tierra propensa a tanta desgracia natural como la nuestra.

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