Sangre, semen y resentimiento

Mestizaje

Presentación.- El ensayo que obtuvo el segundo lugar en el concurso que ya les comenté es de Roger Alfonsin Vilca Apaza.—¿Aló? ¿El radio del exitosa? Quería opinarlo del paro.
Lo hablo desde Paucarpata. Quiro dicir que esta paro es contundente.
Esta gobirno hambriador lo está matando de hambre nuestros hijos.
Todo lo sube. Ya no tenemos qué dar nuestros hijos.
El Alan García, traicionero miserable del pueblo, nuevo otra vez está devaluándolo las monedas.
Así que yo lo convoco a todos para que lo unamos esta paro y así lo sea contundente.
Y gracias usted Álvaro Moscoso y al exitosa que es la único medio que está con nosotros el pueblo.
Juan Vilca Mamani
(Como todo provinciano con la secundaria completa,
un ferviente admirador de la frustrada “reforma”
del régimen militar del señor Juan Velazco Alvarado)

Antes de todo permítaseme la franqueza: yo soy un muchacho, como se dice, de pueblo joven, pobre de dinero y, claro, de cavilaciones. Un vicenal jovenzuelo misio de imaginación y agallas. Mi menesterosa y estrecha formación cultural y mi condición natural de muchacho común y corriente para pensamientos trascendentales (vengo de escuelita fiscal y colegio nacional, valga decirlo) me impiden siquiera imaginar que pueda yo abocarme, aunque sea someramente, al estudio histórico de mí mismo. ¿Por qué? Porque como mi padre (Juan Vilca Mamani), como mis hermanos, como mis tíos, como mis vecinos, como mis paisanos de Cusco, Moquegua, Puno y Tacna y, ¡por qué no!, como la mayoría de pobres y la minoría de ricos del Perú, tengo, a no dudarlo, un gravísimo problema que hace imposible siquiera husmear la sombra de mi pasado (¡y mi presente!). Un problema que me domeña y arrea a su antojo. Un problema que me morbosea con todo aquello que tenga que ver –¡ay!– con huelgas y paros. Un problema que me hace un actor más de un elenco que, gracias al discurso político, se ha venido a llamar Macro Región Sur (esa tan cacareada “histórica posibilidad sureña”): el resentimiento. Esa perversa patología que nos une y nos hunde en el anquilosamiento.

Tengo para mí que las posibilidades de la formación de un gran bloque económico que genere las condiciones propicias que impulsen el desarrollo de todos los departamentos que la conformen, no deberían partir primeramente del hecho de congeniar estrategias económicas, sino que tal bloque debería fundarse, antes de todo, en la resolución mutua del atolladero sicológico que nos hace, por ejemplo, muy propensos a las huelgas y los paros, los mismos que, lejos de ser una cuestión y una reacción meramente política, tienen su bisagra en algo más profundo que la suba del precio de la gasolina o la ineficiencia palmaria del gobierno central para resolver demandas sociales. Estoy hablando pues de la contextura ética de los individuos que configuran una sociedad, que es lo más determinante en su desarrollo. Claro, si entendemos por desarrollo la vigencia de valores democráticos.

La emotiva ola de paralizaciones que ha vivido el sur días atrás es un buen ejemplo y una buena oportunidad para abismarnos en su mecanismo de funcionamiento. Y apelo a este ensayo, obviamente no para resolverlo, sino para disolverlo, esto es, para planteármelo claramente, en todas sus dimensiones, con todas sus implicancias, con todos sus forúnculos. Y un modo de procurar tal planteamiento es comenzando por la interpretación de una de sus aristas, quizá la más importante, la ideología indigenista. El poder de convocatoria de los medios de comunicación y de los dirigentes que promovieron y auspiciaron las paralizaciones en los departamentos del sur se debió, creo yo, al conglomerado de estereotipos y prejuicios de tinte indigenista que, sin más ni más, dejaron volar. Pero, ¿por qué esas ideas cobraron francas resonancias en el “pueblo” al punto que paralizó el sur?

Ejemplos por favor. En la ciudad de Arequipa, los locutores periodísticos de la emisora local La exitosa (emisora que tuvo un papel protagónico en el paro indefinido del 11 de julio), dejaban traslucir, en sus comentarios, una visión dolorosa de la conquista. Por ejemplo, ante la llamada de un señor que se quejaba de haber sido maltratado por los policías en plena calle Mercaderes, uno de ellos le contestó: “Señor, usted que vino de Puno a esta ciudad para forjarse un mejor futuro para sus hijos, tiene mucho más derecho a transitar por las calles de Arequipa que esos blanquitos que se creen los únicos arequipeños, porque usted es descendiente directo de una gran cultura que es la nuestra, el Imperio de los Incas.” Si ese tipo de ideas se sueltan en medios populares nada más y nada

menos que de Arequipa, ni siquiera imaginemos la estirpe de radios populares que impulsaron las paralizaciones en Puno y Cusco, por ejemplo. Y en efecto, en todas las emisoras que se arrimaban al paro se pudo oír prejuicios de corte indigenista. En las de Puno por ejemplo la cosa fue hilarante: “nos conquistaron, nos ofendieron, se llevaron nuestras riquezas, violaron a nuestras mujeres”; mientras que en las de Tacna la cuestión alcanzaba “dimensiones internacionales”, toda vez que además de arremeterse contra el gobierno y su vocación “teelecista”, se despotricaba contra lo extranjero y lo español con nítida vehemencia: “malditos, inmorales, explotadores, ambiciosos, analfabetos”. Y, como era de esperarse, en las emisoras del Cusco no faltaron los dirigentes que apelaban a un glorioso pasado incaico, emulando la tradición de un paraíso arrebatado, y, negando enfáticamente el agrio presente al tiempo que, como era de verse también, se alzaban contra el gobierno, las transnacionales, lo español, lo foráneo.

Ha sido pues muy difícil (y lo sigue siendo) entender y aceptar que somos peruanos y no otra cosa. A la gran conquista de lo que conocemos no muy claramente como Imperio Tahuantinsuyano siguió (aunque hubiésemos deseado otro destino) la creación de lo que hoy conocemos, también con ambigüedad, como Perú. Pero el semen peninsular, salado y espeso, al derramarse en suelo incásico parece que devino, en mezquindad de una extraña metamorfosis andina, en secreción purulenta, en pus, en resentimiento.

El psicoanálisis nos ha legado, en su encomiable obra, un sistema de poderosos instrumentos cognoscitivos para conocernos a nosotros mismos y a los demás: una teoría sobre los “mecanismos de defensa” por ejemplo. Precisamente uno de estos mecanismos consiste en que las personas impotentes y frustradas ante la imposibilidad de llevar a cabo determinado acto o dejarse influir por algo, justifican su incapacidad recurriendo a argumentos racionales con el fin de atenuar los incómodos efectos de su frustración. Mecanismo al que se le ha dado el irónico nombre de racionalización, y que otros – más irónicos todavía– han preferido nominar como el mecanismo de las uvas verdes, en alusión a la famosa fábula del señor Esopo. En dicha fábula este señor narra la frustración de un zorro producto de no poder alcanzar unas uvas asentadas en la copa de un árbol después de haberlo intentado varias veces. Al comprobar la inutilidad de sus zarpazos decide renunciar a las uvas al tiempo que va diciéndose a sí propio que “no importa”, que al fin y al cabo “están verdes”. Pues bien, lo mismo pasa con esa masa exánime que conocemos como “pueblo”. Al tener conciencia de su impotencia, esto es, de saber que no puede lo que quiere, le sobreviene el único recurso capaz de producirle tranquilidad; la destrucción, el insulto de todo aquello que no pueden alcanzar; del rechazo a un sistema en el que no pueden vivir porque fundamentalmente trastoca seriamente su manera medrosa de vivir.

El filósofo alemán Max Scheler ha descrito el resentimiento, no sin lucencia y profundidad, como una autointoxicación psíquica. Así visto y considerado, este veneno poco o nada tiene que ver con un subterráneo y viejo odio al caballo, la espada, el pincho y los espermas del conquistador español. Tampoco sugiere al mismo tiempo un culto irreflexivo, romántico y bucólico al paraíso terrestre de los incas. Esas sólo son las excusas en las que se funda esta patología. Lejos estoy de negar la descomunal violencia que desplegaron los españoles para con los indígenas. Ese es un acontecimiento innegable, y desde luego, sólo reprochable conforme a paradigmas similares a los “cristianos”. Pero sucede que las víctimas de esa descomunal violencia no fuimos nosotros, los peruanos. Los que sufrieron el denuesto público fueron ellos, los otros, los tahuantinsuyanos, mas no nosotros. ¿Nos es lícito pegarla de víctimas? ¿Por qué ese afán de identificarse con los pobres y sufridos indios, con las víctimas? Y, ¿por qué ese repudio hacia los victimarios de antaño que nada nos hicieron y que, por el contrario, nos hicieron, nos crearon?

El resentimiento no nace de la afrenta, el vejamen, la ignominia o la humillación. Estos acontecimientos externos son sólo la infernal vivencia concreta y la justificación de una preconcebida actitud del débil. El vituperio, la injuria, la irrisión o el denuesto público que dimanaron de la mano dura y fuerte de ese “pobre criador de puercos” son la perfecta excusa para evadir la responsabilidad de una situación pusilánime de pleno siglo XXI. El resentimiento es un proceso psicológico más profundo para que sólo sea considerado como una respuesta negativa ante una agresión concreta. Cada agresión con su agresor incluido –que el espíritu resentido convierte en chivo expiatorio de sus aversiones– es sólo el pretexto del débil para –como diría el psicoanalista Sigmund Freud– “racionalizar” su resquemor, cuyo origen, téngase claro esto, es anterior a lo que el resentido llama “ofensa”.

Así pues los dirigentes y periodistas que se plegaron a las paralizaciones, con el hígado sudando, encabezaron la lucha y acometieron: ideologizaron el resentimiento, justificaron sus pasiones. En vez de actuar con ingenio reaccionaron con mal genio: con micrófono en mano le contaron al pueblo el sueño del pongo, aquella simpática utopía en la que el pobre indio dada su humildad, paciencia y benevolencia, a fin de cuentas y con la mano del cielo, salía victorioso, airoso, vengado. ¡Cuántos no consideran “simpático” ese cuento!
La espada para el indio, el falo para la india; he ahí la política de los conquistadores de aquel tiempo. El resultado: sangre y semen, o lo que es lo mismo, resentimiento. Sangre y semen, nuestro sello de fábrica, de ahí nuestra bandera blanquiroja de marquetero logotipo. En este tramo vale remitirnos a la briosa y gallarda declaración del jurista don Fernando de Trazegnies Granda: “Soy indio, pero también algo más; soy español, pero también algo más. Esta doble vinculación no me ata dos veces sino que me permite tomar distancia y liberarme de todas las sangres. Simplemente soy libre: los materiales que se me han dado son variados y estoy agradecido por ello; pero tengo que usarlos para inventarme a mí mismo.”

Según entiende el estrato más íntimo de mi corazón, la declaración del postmoderno jurista al que acabo de remitirme ha ejecutado franca y magistral reverberación de lo que el pensador español don José Ortega y Gasset, con tesitura del mismo relieve, ¡de la misma melodía!, ha llamado, en su día, circunstancia. Apenas registran sus sentidos esta bendita y perínclita palabra su corazón apura sus pulsaciones y proclama: “¡La circunstancia! ¡Circun-stantia! ¡Las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor! Muy cerca, muy cerca de nosotros levantan sus tácitas fisonomías con un gesto de humildad y de anhelo, como menesterosas de que aceptemos su ofrenda y a la par avergonzadas por la simplicidad aparente de su donativo. Y marchamos entre ellas ciegos para ellas, fija la mirada en remotas empresas, proyectados hacia la conquista de lejanas ciudades esquemáticas.”

A parte de lo que de común vemos siempre hay algo que no vemos. De ordinario, por mirar los pechos y las nalgas de una mujer olvidamos ver la calidad de sus hombros, la proporción de sus manos, la comisura de sus labios, las líneas de su frente. La circunstancia no sólo está constituida por todas aquellas cosas que vemos sin mayor empeño y para las cuales sólo hay que abrir los ojos, sino fundamentalmente por las cosas que pese a estar en nuestras narices no podemos ver. Eso que no vemos es algo más, la circunstancia. Ese algo más es, en esencia, la circunstancia, lo que nos circunda, el espacio que fatalmente ocupamos en el universo, en esta parcela del sur peruano en la cual cada departamento levanta su casa y que, lamentablemente, termina por desconocer cuando mira otras moradas.

Español e indio. Las dos cosas y ninguna a la vez. No somos una suma sino muchas e insospechadas multiplicaciones; no un híbrido sino múltiples combinaciones. El resultado: el peruano, aquí y ahora; un ser nuevo y distinto, único y necesario. He aquí una consigna mía: someter a mi circunstancia para someter al mundo. “Si nada es seguro bajo nuestros pies [dice don José Ortega] fracasarán todas las conquistas superiores.” ¡Beati possidentes! (¡felices los que poseen!) han dicho en su tiempo los romanos que vieron lo que sus pies pisaban cuando de someter al mundo se trataba. ¡Ah, aquel punto de apoyo que solicitaba el señor Arquímedes para mover el mundo, eso es la circunstancia! (Roger Alfonsin Vilca Apaza)

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