¿Qué es lo que educa y, por lo tanto humaniza, al ser humano? Esta pregunta obtuvo una respuesta inicial en el apartado anterior. Ahora, se verá otro aspecto que también responde esta pregunta: la labor del educador.
El punto de partida sobre este tema es probablemente muy conocido y a la vez bastante obviado. La base de la labor del educador es el amor al alumno. Es imposible concebir el educar de verdad si es que no se ama a la persona.
Ese mismo amor debe llevar al maestro a la búsqueda de la superación del alumno. Después de todo, la misión última del maestro es que su discípulo le supere. Paralelamente, esto exige que el maestro busque su propia superación para tener un mayor espectro que ofrecer al alumno para despertar en él la mayoría de sus potencialidades.
Ahora, ese proceso educativo debe darse sobre la base del respeto de las etapas evolutivas humanas; lo que exige del educador una gran capacidad de observación para detectar los momentos oportunos y saludables para ofrecer o no ciertos contenidos, vivencias y demás.
Hasta aquí, es posible observar que el educador requiere una gran conciencia de sí mismo. Y a las razones dadas, se suma una más: la imitación. Si el educador es un ser digno de imitarse, es lógico que se ofrezca a sí mismo como una persona honorable, respetable, admirable, amada.
Para concretar y ejemplificar este último aspecto, se tratará sobre la importancia del habla. Para ello, es necesario tomar conciencia de los estados anímicos de la persona que se reflejan en los tonos de voz. La compenetración personal con el mensaje a comunicar se producirá o no dependiendo del tono del habla del maestro.
Sobre la base de lo dicho anteriormente, es posible afirmar que el afamado síndrome de falta de atención tiene entre sus causas al habla del maestro. En consecuencia, suceden muchos de los llamados “problemas de aprendizaje”.
Estos “problemas” mencionados no son exclusividad de un tono de voz. El contenido de lo dicho por el maestro y la manera en cómo la presente son muy importantes. Todo ello se vincula con el desarrollo de las imágenes y la fantasía. Es vital evitar el intelectualismo.
Al considerar el primer septenio, se observa que la base del proceso educativo son la facultad imitativa del niño y la ejemplaridad del adulto. Ambas se refieren, en síntesis, a la proyección del adulto sobre el niño. ¿Por qué? Debido a que la imitación requiere de un buen ejemplo y, por lo tanto, se resalta la importancia de la conciencia del adulto sobre sí mismo. Esto implica diversos aspectos tales como presencia, habla, mirada, respeto a la fantasía, respeto al desarrollo evolutivo ajeno, lectura actual del entorno y un espíritu rebelde y libre.
Al tomar en cuenta estos elementos y extrapolarlos a la Educación Waldorf, se obtiene lo siguiente:
Una educación inserta en el contexto y, de esa manera, capaz de responder a las exigencias educativas presentes y futuras. Ello implica la necesidad de ser integradora y poseedora de un pensamiento sistémico. Sin embargo, no se detiene en el presente o en el entorno inmediato sino que es trascendente respecto al tiempo, al espacio y a las modas. Ello se debe a que es una educación que busca la libertad y la autonomía del ser humano.
Dicho deseo de libertad implica el desarrollo de una existencia trascendental con un fuerte cuestionamiento por el sentido de los diversos aspectos, hechos y fenómenos de la vida.
En esta misma línea, se exige un maestro no autoritario, no impositivo; sino uno que posea una autoridad cedida por el alumno; ya sea por amor o admiración. Es decir que la autoridad del maestro no viene con el cargo. Un maestro verdadero debe ganarse su autoridad.
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