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Profesor en la PUCP y en la UP.

Revlon

A inicios de agosto de 2020, Revlon envió $ 7M a Citibank para que remita ese dinero a sus acreedores. El dinero se imputaría a los intereses por un syndicated term loan de 2016. Citi, sin embargo, cometió un pequeño desliz: no transfirió $ 7M, sino $ 893M. El total de la deuda, que vencía recién en 2023.

La reacción de los acreedores de Revlon fue, naturalmente, de sorpresa. El mundo es un lugar raro, pero es sabido que nadie paga completamente una deuda hoy cuando puede pagarla en 3 años sin que la suma cambie. “Revlon tendrá sus razones”, pensaron.

Al día siguiente, Citi informó del error a los acreedores y pidió amablemente que retornen el dinero. Los resultados fueron mixtos: de los $ 893M, $ 500M no fueron devueltos. Dado que las buenas maneras no funcionaban, Citi recurrió a las malas. El 17 de agosto de 2020 presentó una demanda e incluso obtuvo algunas temporary restraining orders para congelar el dinero transferido.

En Estados Unidos, la regla general es que si recibes dinero por error tienes el deber de devolverlo. Si por ejemplo un banco te transfiere $ 120k y te los gastas, enfrentas hasta responsabilidad penal (ver caso de Robert y Tiffany Williams de 2019). Sin embargo, hay una excepción: la “discharge-for-value defense”. En esencia, si el receptor tiene en efecto un crédito contra el que transfirió el dinero y no tenía conocimiento del error (actual notice) o no podía inferir que hubo error (constructive notice) al momento de la transferencia, puede quedarse con el dinero.

El mes pasado, y en primera instancia, el juez determinó que hubo error humano en la transferencia. Sin embargo, concluyó que los acreedores no podían inferir la existencia de tal error. Al contrario, pensar que hubo un error hubiese sido cosa de locos. Creer que “Citibank, one of the most sophisticated financial institutions in the world, had made a mistake that had never happened before, to the tune of nearly $1 billion — would have been borderline irrational.” Los acreedores ganaron (al menos por ahora).

¿Lo mejor del caso? En la sentencia el juez cita algunas conversaciones de los acreedores de Revlon después de que Citi les dijese que la transferencia fue por error. Básicamente, los acreedores están reventando de risa. Aquí una perla:

“How was work today honey? It was ok, except I accidentally sent $900mm out to people who weren’t supposed to have it”
(https://www.nysd.uscourts.gov/sites/default/files/2021-02/20cv6539%20Citibank%20Opinion.pdf)
(https://www.reuters.com/article/us-citigroup-revlon-lawsuit-idUSKBN2AG1TJ)

Postdata: ¿Cuál sería la respuesta en Perú? Una posición razonable sería considerar de entrada que Citi no pagó a favor de Revlon, sino en nombre de ella. Citi actuó en representación de Revlon, y por tanto se descarta cualquier figura de pago de tercero. Sobre esa base, aplicaría el artículo 180 del Código Civil y entonces los acreedores no estarían obligados a devolver el dinero.
Para Citi, la situación sería difícil. Si no hay pago de tercero, menos hay subrogación, y por lo tanto las garantías que tuvieron los acreedores de Revlon desaparecen. Citi tendría que recurrir al enriquecimiento sin causa.

Persuasión

Hace más de 100 años, en una célebre conferencia sobre la administración de justicia, Roscoe Pound advirtió que el fuerte carácter adversarial del sistema procesal anglosajón hacía ver al proceso como un “juego”. Este juego, entre otras cosas, desnaturalizaba el rol de los testigos y derivaba en “sensational cross-examinations” dirigidos a generar golpes de efecto.

El proceso civil americano como tal no ha sido trasplantado a países de tradición de civil law*. Sin embargo, su fuerza a nivel internacional es innegable. El caso del arbitraje internacional es ilustrativo: las underlying mechanics del proceso civil americano han prevalecido sobre las del proceso propio del civil law (Dezalay & Garth, Dealing in Virtue). Para el arbitraje, el carácter adversarial no es una preocupación. Si para Pound la consecuencia negativa era que la sociedad manejase una idea errada del sentido y fines del Derecho, en el arbitraje tal daño sería en la práctica inexistente pues todo se hace a puertas cerradas.

La situación es distinta para los ordenamientos nacionales. Latinoamérica no ha sido ajena al influjo del esquema adversarial americano. Esto ha traído el riesgo de aplicar un “estilo” de litigio que, si no es calibrado adecuadamente, desnaturaliza el deber que tiene el abogado para con la justicia. Bajo este estilo —malimportado y malentendido— el abogado retrocede más de 2500 años y asume el rol de los sofistas en la Atenas pleitista de la época clásica. La persuasión jurídica se vuelve el único norte; se busca aprender solo el razonamiento malo, ese que triunfa sobre el razonamiento correcto por medio de la injusticia (Aristófanes, Las nubes). Hay una sola misión: convencer al juzgador, by any means necessary.

Sin embargo, el proceso judicial cumple una función social. El resultado de un juicio tiene un impacto no solo en las partes, sino en la sociedad. El abogado, entonces, no puede llegar al extremo de adulterar los hechos. Y sí, podemos presentar el derecho aplicable desde el prisma que mejor nos convenga, pero sin llegar a mutilar las instituciones jurídicas.

Litigar, entonces, se debe ejercer con responsabilidad. El litigio no puede verse como un juego competitivo —que a fin de cuentas es un juego—. La persuasión en un juicio debe aprenderse de conformidad con los cánones éticos aplicables a tal contexto. Precisamente, los desarrollos del common law en este aspecto nos llevan distancia; nuestras reglas locales pueden enriquecerse mucho a la luz de nociones como el duty of candor toward the tribunal (ABA, Model Rules of Professional Conduct, R3.3).

La persuasión jurídica y las destrezas legales, aunque importantes, no lo son todo, mucho menos lo único. La preparación y el ejercicio de abogados litigantes ante cortes nacionales debe tener presente ello. Litigar empleando el Derecho no puede equipararse a elegir un arma para batirse a duelo.

*Habría que preguntarnos por qué utilizamos el idioma inglés para nombrar a una tradición que es virtualmente ajena al habla inglesa (Louisiana es quizá la única excepción relevante).

 

Rita*

Era practicante y un día cometí un error grave. El tema era de una abogada con la que yo casi no había trabajado antes, así que me puse un poco nervioso. Fui a su oficina y le confesé la situación y el error. Ella escuchó y me dijo que le dé un tiempo pues tenía que sacar algunas cosas primero.
Una hora después me llamó. Fui a su oficina preocupado pensando en la pésima primera impresión que le estaba dando. Me recibió bien, me dijo que me olvide de culpables y que íbamos a enfocarnos en solucionar el tema. Y no solo solucionar, íbamos a dejarlo todo impecable. Hizo un par de bromas para relajar el ambiente y luego me explicó a detalle el plan de accióny me despachó. Su voz era estricta, pero también era cálida y llena de buena vibra.
A Rita la conocí primero así, con ese escaso talento para desactivar problemas con buen ánimo y hacer que las cosas terminen incluso mejor de lo esperado. Terriblemente exigente, pero también increíblemente comprensiva.
Y tuve la suerte de no solo verla —admirarla— como jefa, sino también de tenerla como amiga. Rita me ayudó en distintos contextos y fue un apoyo como pocos. Sus consejos y sus cuadradas me han acompañado incluso mucho después de que dejamos de trabajar en el mismo estudio. Esas palabras que han contribuido a que hoy sea, fijo, un poco menos cojudo.
Rita, quiero recordarte por las conversaciones que tuvimos el año pasado. Cuando nos reíamos hablando de los viejos tiempos. Quiero agradecerte por la vez en que dijiste que debía ‘desacelerarme’, una lección que ha marcado mis cimientos. Y quiero decirte, aunque ya es tarde, que sí, que tú eres mi ídola.
*En memoria a Rita Sabroso, mujer, brillante abogada, excelente profesora y verdadera amiga.

Lima

Lima es una ciudad hermosa, pero también una ciudad de mierda. Una urbe que representa una gran fracción del Perú y que claramente no es solo las fotos postales de la Costa Verde.

Lima es Lince con sus telos y las flores entre Tomas Guido e Ignacio Merino. Es Miraflores, los gatos del Parque Kennedy y los locales de Berlín. Lima es Ate Vitarte con su ejército de mototaxis. Es Santa Anita y es en específico cualquiera galería del Óvalo Santa Anita. Es SJL y caminar cuesta arriba por Mangomarca. Es una calle o un barrio o una esquina de VMT, El Agustino o SJM que quizá no llegaremos a conocer pero que tienen muchísimo que ofrecer.

Lima es un nuevo celular en Las Malvinas y un libro viejo en Amazonas. Es bajarse en la estación Canaval y Moreyra agarrando fuerte la mochila o la cartera. Es ver el mar desde el Parque Nazca y pasear a gusto en Larco con Benavides.

Lima es un emoliente antes de tomar el micro, es sentarse en la calle con una jonca de chelas, es jugar una pichanga en una losa cualquiera, es la cabina de internet de barrio o exasperarte por el tráfico en la Javier Prado. Es entrar a un mercado y que te digan consulte casero sin compromiso. Lima es mirarte y preguntar si quieres comer pollo a la brasa, y enrumbar viendo el cielo abúlico.

Pero Lima también es tener miedo de un asalto o robo. Es ser peatón y desconfiar hasta de los semáforos rojos. Es vivir o ver o convalidar la informalidad. Es la mirada cansada del tipo sentado apoyando la cabeza en la ventana del metropolitano. Es todas y cada una de nuestras taras. Es nuestro fracaso y también nuestro hartazgo.

Pero Lima, en su corazón, es la esperanza de un futuro mejor de los cientos de miles que migran y migraron de todas las regiones en busca de mejores oportunidades. Es insistir, es luchar mientras el cielo y el desierto nos dejen volver a intentar de nuevo.

Costa Rica*

Fui a Costa Rica porque me invitaron. Una invitación a un evento académico, para ser preciso. Tuve la suerte de compartir en Lima un panel con un mexicano y le comenté que me parecía increíble ser ponente en el extranjero. Este colega —a quien considero mi amigo, pero no es cuestión de ir alardeando— tomó nota y poco después, gracias a sus buenos oficios, recibí la invitación. Acepté feliz.

Llegué a San José sintiéndome importante. Como si perteneciese al grupo de profesionales que mueven al mundo moviéndose por el mundo. Tenía 27 años y aunque sé desde siempre que el derecho no es mi pasión, pensaba que el oficio de abogado podía ser el medio hacia una vida próspera. Una ocupación que me abriese las puertas de ese círculo social al que pocos ingresan por mérito (es algo que por regla general se define desde el nacimiento).

Primer día del evento. Me toca participar. Me fue bastante bien, aunque esa es la regla general con los young practitioners. Los mayores pueden darse el gusto de ser enredados, repetitivos o aburridos. Los jóvenes no, hay toda una imagen que construir. Ahora, la realidad es que nadie va para escuchar las ponencias. La razón de ser del evento está en lo que sucede después del evento. El networking: conocer a aquellos que más adelante podrán darte una mano en tus proyectos a cambio de una tuya en los suyos. Nuestra suerte depende mucho de con quiénes estamos rodeados.

Empieza el after-event. Hay gente de toda América y estar aquí no es una experiencia que yo pueda repetir un día cualquiera. No es difícil presentarse. Tampoco entregar una tarjeta. Puede que sonreír se haga pesado después de un rato. Nada grave, es cuestión de acostumbrarse. Un chileno y yo hacemos buenas migas y nos colamos a un grupo de centroamericanos. Se habla de todo menos de Derecho. Ahí me entero sobre la belleza de Roatán, el terrible calor en Ciudad de Panamá y los últimos desatinos de Peña Nieto. No es una conversación aburrida. Igual, ese día todo termina relativamente temprano; pero un tico dice que mañana nos lleva a un bar por la razón o por la fuerza.

Segundo día del evento. Como dije, las ponencias son lo menos importante. Acaban aquellas y es hora de construir redes. Me encuentro conversando con el chileno de ayer y un colombiano. Les digo que estoy encantadísimo de compartir un brindis con ellos, que nosotros aquí somos los sureños y un par de tonterías más que solo son graciosas porque estamos con tragos encima. Mi amigo el mexicano —que definitivamente conoce a todo el mundo— nos ve y nos lleva con el resto de jóvenes extranjeros. Sucede lo mismo que el día previo. Un grupo de personas sofisticadas compartiendo y departiendo. Rinse and repeat.

En algún momento, entre risas y palabreo, veo mi reloj. Empiezo a calcular cuánto tiempo más durará todo esto. Los cambios de ánimo suceden rápido y es difícil notarlos —siendo sinceros, ¿cuántas veces paramos y nos decimos “ahora estoy ansioso/triste/enojado”?— pero esta vez sí me doy cuenta. El sutil salto de estar relajado a estar cansado. He mirado mi reloj por el simple hecho de que ya me quiero ir. No deseo escuchar más sobre lugares paradisíacos o restaurantes fantásticos o qué pasó hace un mes en Washington D.C. No sé cómo será para otros, pero esto no me parece sostenible. Porque, y de esto estoy seguro, todos fingimos, al menos un poco. Tenemos que aparentar ser más graciosos, inteligentes, experimentados e interesantes de lo que en verdad somos. Todo aquí brilla, el lugar, las cosas, las personas. Voy entendiendo qué es lo que me agota, es eso que aparenta ser impoluto. Este ambiente es demasiado perfecto, ¿quién ha dicho que todos aspiran a un mundo así? Pienso en la historia de una familia de banqueros. El abuelo, el padre, el hijo y el nieto dirigieron sucesivamente el imperio bancario. Hay algo que no cuadra, es imposible que los cuatro hayan elegido ser banqueros. Salvo quizá el abuelo, ninguno de ellos tuvo la oportunidad de preguntarse si quería ser artista o futbolista o cajero o camarero. Nunca se cuestionaron si fuera de las mansiones y los clubes había otra vida, una más simple, una más sencilla. Ahora, yo no soy especial o único o diferente en este tema —ni en cualquier otro tema—. Sé que el cuestionarnos dónde estamos y hacia dónde vamos es algo bastante común. Y precisamente porque es común es que me propongo conversar al respecto. Ese será mi objetivo. Preguntar a alguien si siente que este mundo es verdaderamente suyo, o si fue insertado sin posibilidad de recambio alguno.

El tiempo avanza lento pero avanza. El tico del día anterior toma la batuta y nos lleva a un bar para seguirla. Me siento como en un pelotón porque tuvimos que pedir cuatro ubers y tres de ellos llegaron casi al mismo tiempo. La llegada al bar desperdiga al grupo. Me cruzo con el chileno y me dice que debemos ubicar al colombiano, por esa cojudez de que somos los sureños. Le consulto si es la primera vez que lo invitan a una charla y me responde que sí. Le pregunto que qué siente al respecto, se pone serio y precisa que está bastante agradecido. No necesito más de 10 segundos para saber que me dará el discurso del modesto que ensalza los méritos de otros y subvalora los suyos. Con ese perfil de mierda la conversación sobre temas profundos siempre queda atascada. Mejor buscamos al colombiano. Lo encontramos en un grupo y mirando a un mexicano como si fuese la segunda venida de Jesucristo. El colombiano me empieza a caer mejor, evidenciar admiración hacia otro es propio de personas sinceras. Pero bueno, no debo perder el foco. Si fuese a hablar de todo lo que recuerdo de Costa Rica esta narración sería un barril sin fondo. Además, y esto por más evidente quiero resaltarlo, no soy bueno para escribir relatos. En fin, volvamos al centro. El mexicano culmina su historia y con ello el encantamiento sobre su tribuna. Yo cruzo palabras con un americano y un guatemalteco cada uno por separado. Me gasté bastante tiempo en cada caso tanteando, y no he encontrado apertura alguna para ponerme denso con la cháchara que llevo. En ambos casos hemos conversado de todo, pero no sobre nosotros.

Ahora estoy hablando con una costarricense. Me pregunta si tengo ascendencia asiática —ella, definitivamente, la tiene—, le digo que la respuesta corta es no pero que la respuesta larga es sí. Me dice que quiere escuchar la respuesta larga. Le cuento la historia de mi bisabuela materna (madre soltera, el tipo que la embarazó era chino) y ella dictamina que no es una historia larga. Yo acoto que, bien vista, tampoco es una historia divertida, solo que yo la pinto así. A estas alturas ya no me importa quedar como un raro, es tarde y estoy mucho más que picado. Pero ella se ríe. Empezamos a hablar de Costa Rica. Ya para ese momento solo quiero divagar y con gusto me enfrasco en una conversación sobre Cusco y el imperio inca. No mucho después las cosas terminan y llegan las despedidas.

Tercer día y cierre del evento. Nada destacable a relatar salvo que durante el intermedio empezó una lluvia que parecía infinita. Yo escuchaba a unos tipos hablar sobre los cambios en la práctica legal mexicana y de pronto las nubes soltaron su contenido y yo salí rumbo a mi cuarto —el evento es en el mismo hotel en el que casi todos los visitantes extranjeros nos hemos hospedado—. Me cambié de ropa y fui rápido a la calle para disfrutar del diluvio. En recepción me crucé con un nicaragüense que me miró sorprendido y que probablemente me hubiera interrumpido de no ser porque estaba en medio de una llamada, yo le sonreí y le indiqué la lluvia y siento que él entendió mi prisa y me devolvió la sonrisa. Ese debe ser el momento más sincero que he vivido en tierras centroamericanas.

Cuarto día. El evento ya terminó pero yo seguiré un par de días más en Costa Rica. Le escribo a la tica. Ayer almorzamos juntos y hoy el plan es tomar algo. El trayecto es memorable, vamos en su camioneta que tiene techo panorámico y tuve que hacer el esfuerzo de no parecer sorprendido por la vista. Llegamos a un bar bastante bonito y tranquilo. Me gustan los lugares así, no totalmente llenos y tampoco absolutamente vacíos pues entonces hay espacio para pensamientos siniestros.

Hablamos de nosotros. Ella es menor que yo pero ha vivido más que yo, al menos en cierto sentido. Ha viajado por todo el mundo, pero es casi fijo que yo, extranjero y todo, sé más sobre las zonas peligrosas de San José que ella —y mi conocimiento sobre la materia empieza y termina en una conversación de 20 minutos con un conductor de Uber hace un par de días—. Nunca he visto un musical en Broadway, pero sé cómo son los ojos de alguien que te pide dinero por caridad y está dispuesto a sacar un cuchillo en caso no quieras darlo.

Ya para este punto me siento en confianza con ella. Le pregunto si es esto lo que realmente queremos, o si vino preestablecido desde que nacimos. Yo soy así, torpe para hablar de las preocupaciones que llevo. Me mira como diciendo que contextualice mis ideas. Le explico que me refiero a la profesión, a nuestros caminos, a lo que seremos en 10 o 20 años. Me dice que entiende, y menciona algo sobre los proyectos personales. Yo de lo último que quiero hablar es de proyectos personales y me quedo callado. Ella sonríe y me pregunta qué debe hacer para que yo deje de ponerme “decadente”. La miro. Después de eso dejamos de hablar.

Quinto y último día. Mi vuelo sale al final de la tarde así que tengo tiempo para un último recorrido. La costarricense quiere unirse pero solo le da el tiempo para pasear un rato en la mañana. Mejor así, hoy quiero estar solo. Hay varios lugares que podría conocer pero elijo ninguno y voy al centro histórico de San José sin destino específico. Almuerzo en un local que más parece un galpón y cuando me traen una cerveza me pongo a pensar que prefiero mil veces un lugar así a un lujoso restaurant de local cuisine como los que he conocido estos últimos días. Quizá estoy mintiéndome y quiero creer —hacerme creer— que soy sencillo y que lo mío es vivir lo simple y lo conciso (Años más tarde entenderé que estoy mucho más aferrado a los privilegios de lo que creía pero ese es otro cuento. En todo caso, San José de Costa Rica es su semilla).

Llego al aeropuerto en un clima mucho más triste (¿o es que yo estoy triste?) que el del día en que aterricé. Adiós San José. No te llegué a conocer bien y es seguro que no volveré a estos lares al menos hasta mucho más adelante. Quizá vuelva con treinta y tantos o en plena crisis de los cuarenta buscando recuperar un poco de aquello que hoy siento que tengo pero que no puedo describir con acierto. Pero bueno, ya es tiempo. Abordo el avión.

Escala en Panamá de dos horas. Saco un bloc y un lapicero para no olvidar todo lo sucedido. Las últimas palabras que apunto son que debo seguir en esto. Y por esto, me refiero a expresar lo que siento.

*Este relato es pura ficción y no tiene nada destacable. La narración tampoco es coherente o completa; y, bien visto, seguro resulta hasta ridícula.

La fiesta de la insignificancia*

El presidente del Congreso confundió poder obtener algo con merecerlo. Cuando hay mucho en juego, el resultado de ese error es perderlo todo.

“¿Puedo llegar a ser Presidente?” No sabemos cuándo la pregunta pasó por la mente del presidente del Congreso. Pero la idea le gustó. La cúspide del poder. El Presidente (con P mayúscula) personifica a la Nación, así lo dice la Constitución; poquísimos han llevado tal honor.

La idea parece inverosímil. Sin embargo, el presidente del Congreso notó —o mejor, le hicieron notar— que bien vista, no resulta tan descabellada.

En circunstancias normales, el presidente del Congreso está lejos de la sucesión a la Presidencia. Si el Presidente es vacado, ahí están los vicepresidentes para reemplazarlo. Además, las elecciones presidenciales y congresales son simultáneas; el partido ganador de la presidencia también tendrá presencia en el Congreso. Una presencia más que suficiente para disuadir cualquier intentona de vacancia salvo casos graves.

Pero estas no son circunstancias normales. Sin bancada, sin vicepresidentes, Vizcarra caminaba al borde del precipicio. Un soplo fuerte —la cifra exacta es 87— y la banda presidencial pasaría a manos diferentes.

La operación se reduce a juntar votos. “Incapacidad moral” es una expresión abierta y ambigua, y puede intentar llenarse con acusaciones de corrupción. Dentro del Congreso, perro, pericote y gato coinciden: el presidente del Congreso debe asumir el gobierno. Extrañamente, otros agentes se alinean. Sectores empresariales, periodistas, opinólogos e incluso algunos funcionarios públicos apoyan —con su acción o silencio— la vacancia.

El presidente del Congreso observa la puesta en escena y cree que él está al frente de todo. Total, él va a ser Presidente. Él va a personificar la Nación.

Al segundo intento, la jugarreta resulta exitosa. Más aun, es engañosamente abrumadora: 105 de 130 congresistas votan a favor. El presidente del Congreso dirá después que incluso si la vacancia requiriese 4/5 del número de congresistas, igual ganaban.

La legitimidad, sin embargo, no se mide así. Formalmente, los votos pueden estar ahí. Materialmente, la vacancia hace agua por todos lados. No solo distorsiona hasta la más básica noción de “incapacidad moral”, sino que resulta irresponsable. Porque con una pandemia y a 5 meses de elecciones, solamente en el absurdo se puede justificar tal decisión.

La legitimidad no es un obstáculo al momento de negociar y obtener los votos. Es un problema que surge solo si la operación resulta exitosa. Y el presidente del Congreso no reflexionó en las consecuencias de su movida. Él solamente pensó en cómo llegar la meta.

Al presidente del Congreso se le escapa una sonrisa cuando concluye la votación y declara la vacancia. No obstante, la fiesta es efímera. La gente no está contenta, se planean marchas ese mismo día. El miedo aflora por primera vez en la cabeza del presidente del Congreso. La ceremonia de juramentación, inicialmente programada para el día siguiente a las 17:00 horas, es adelantada a las 10:00 horas.

La vida nos puede poner en lugares y situaciones excepcionales. Lo que no puede hacer es cambiar nuestros talentos. El presidente del Congreso empieza a tomar consciencia de sus limitaciones para afrontar los retos.

Nombrar directamente un gabinete parece imposible. Nadie parece dispuesto a aceptar. Un Presidente sin ministros no es un Presidente, es un ridículo. Es necesario tercerizar. Se toma contacto con un político experimentado que acepta ser primer ministro y ofrece encargarse de todo. Faltaba más, dice. El presidente del Congreso tiene demasiadas responsabilidades; el primer ministro está para aligerar la carga.

La insignificancia aflora. El presidente del Congreso no se da cuenta que su poder está siendo drenado. Al primer ministro le tomó 5 minutos tasar el carácter y aptitudes del presidente del Congreso. Al presidente del Congreso le tomaría meses captar la esencia de su primer ministro. El primer ministro es tan indispensable —su renuncia sería un escándalo— que el presidente del Congreso está a su merced. Desde ahora, y hasta que esto dure, las líneas y políticas del gobierno nacerán en la PCM.

El primer ministro no es el único que tiene condicionado al presidente del Congreso. Los congresistas tienen cuentas por cobrar. Porque la vacancia del Presidente no fue debido a convicciones internas. Vizcarra estorbaba, tenía que salir. El presidente del Congreso en cambio debe impulsar diversas agendas: la involución del marco educativo universitario, la liberación de un sujeto que se alzó en armas, el apoyo a mineros ilegales, etc. ¿Y si se niega? Bueno, bastará recordarle que el gabinete requiere el voto de confianza del Congreso.

El problema es que el presidente del Congreso no puede mover un dedo sin que la ciudadanía reaccione con marchas virulentas en todo el país. Mucho menos podría impulsar medidas como el desmantelamiento de la reforma educativa o la elección de los miembros del Tribunal Constitucional. El primer ministro le habla de muñeca política, de flexibilizar las promesas y de controlar tiempos.

Pero el tiempo pasa y es el descontrol lo que aumenta. No ha pasado ni una semana y la reacción ciudadana deriva en una situación insostenible. El rechazo de la población espanta a aquellos que animaron al presidente del Congreso en su aventura. Se queda solo.

En Palacio, el presidente del Congreso se mira al espejo. La banda presidencial está sobre él. Sin embargo, no personifica a la Nación. Nunca lo hizo, nunca lo hará. Si tuviera la lucidez suficiente, el presidente del Congreso entendería que su poder real es exiguo. Su autoridad es insignificante.

El presidente del Congreso llama al primer ministro y le dice que no piensa renunciar. El primer ministro le dice que hay que pensar en todo.

*El título es crédito exclusivo de Milan Kundera.

Byung-Chul Han – La sociedad del cansancio [nota]

Una notilla que escribí hace un tiempo sobre el libro del chinito filósofo que está dando la hora estos últimos años


Byung-Chul Han – La sociedad del cansancio

El sistema social nos está llevando a una autoexplotación sin límites que nos impide ser libres. La consolidación de las libertades civiles y la superación de la sociedad disciplinaria*, propias del siglo XXI, no han logrado una verdadera liberación del individuo.

Frente a la libertad positiva (libertad para), las estructuras sociales han generado nuevas y efectivas restricciones, que nos mantienen sometidos. Estas ya no responden a cadenas tangibles y externas (ej. dinámicas de represión, mandatos de cumplimiento), sino más bien a una consigna que asumimos y asimilamos como propiamente nuestra: “puedes hacer más, tienes que hacer más”.

Aparece aquí el sujeto de rendimiento (Leistungssubjekt). Este responde a la consigna social de producir lo máximo posible y decide conscientemente autoexplotarse, creyendo que de esa manera se está “realizando”, cuando solo se está encadenando. En realidad, el sujeto de rendimiento pasa de largo objetivos superiores —sean estos sociales o individuales— y se convierte en un ser que solo trabaja, que vive para trabajar.

El sujeto de rendimiento se dedica, entonces, a producir sin detenerse. Es hiperactivo. Ya no hay tiempo para la inspección contemplativa sobre lo que se está haciendo —preguntas esenciales como el por qué y el para qué desaparecen—; todo lo contrario, el tener una pausa, un momento sin hacer “nada”, genera angustia al sujeto de rendimiento porque piensa que podría estar produciendo más. El sujeto de rendimiento renuncia a la reflexión y se condena a sí mismo a la esclavitud.

Pero no solo la libertad se ve frustrada —frustración que, en cualquier caso, responde a una decisión individual—. La ausencia de una pausa para la reflexión y la sumisión a una enceguecedora consigna de ser lo más productivos posibles generan el agotamiento del ser. El sujeto de rendimiento se ve fatigado sin remedio. Una fatiga que no debe confundirse con el cansancio reparador de ciertas actividades (ej. el cansancio después de correr una maratón), sino que más bien se erige como un pasivo subyacente en la psique del individuo. Este cansancio produce hastío, produce depresión, produce surmenage.

Si la sociedad disciplinaria —paradigma de Foucault— producía locos, la sociedad actual —paradigma de Han— genera individuos extenuados, quemados.

*Ver, entre otros, Michel Foucault, Vigilar y castigar (Siglo XXI Editorial 2002).

Choque de trenes (game of chicken)

El Legislativo redobló hasta el final su apuesta, confiado (¿esperanzado?) en que el Ejecutivo daría marcha atrás para evitar el desastre común. Se equivocó.

En el juego de la gallina (game of chicken), dos competidores conducen sus vehículos en rumbo de colisión. Para que uno gane, el otro tiene que desviar su recorrido y evitar así el impacto. Ganar se determina en función a quién cede y quién no: el primero queda como “valiente” y el segundo como “cobarde”. Y claro, si ninguno cede, hay choque y ambos pierden.

Hay cierta similitud entre el pulso Ejecutivo-Legislativo y el juego de la gallina. En realidad, desde el 2016,  el Congreso (o mejor dicho, la mayoría parlamentaria) siempre ha elevado el nivel de confrontación, con la seguridad de que el Gobierno cedería para evitar el siniestro. Con Kuczynksi, la estrategia era espléndida; afanado por mantener el status quo, PPK se rendía tan pronto el lance comenzaba (PPK solo respondió cuando el enfrentamiento puso en juego su propia supervivencia).

Con Vizcarra, el Congreso decidió mantener su “estilo” pese a que fuese un riesgo considerar que el sucesor iba a ser igual al antecesor. Desde el inicio de su mandato —recordemos el mensaje a la nación del 28 de julio de 2018—, Vizcarra no parecía tener temor a la confrontación que pudiera surgir por la discrepancia del Legislativo en cuanto a sus políticas.

Pero si el Ejecutivo demostraba estar dispuesto a confrontar, la mayoría parlamentaria dejaba en claro que estaba dispuesta a todo. Al Parlamento —parafraseando al excongresista Becerril— nadie lo iba a amedrentar. Es así que, por ejemplo, el Congreso alteró la reforma de bicameralidad parlamentaria, al punto de que el propio Ejecutivo tuvo que pedir a la ciudadanía que vote en contra de la misma en el referéndum del 9 de diciembre pasado.

Y el punto cumbre del desafío del Legislativo al Ejecutivo se alcanzó con la desnaturalización de la reforma sobre inmunidad parlamentaria, reforma que fue planteada bajo cuestión de confianza. Para un Congreso al borde de una aprobación menor al 10% y ya con una cuestión de confianza previa denegada, resultaba temerario arriesgar su propia permanencia solo para demostrar quién pasaba por encima de quién.

Esa temeridad, sin embargo, sí es propia del juego de la gallina. Cada parte confía en que el buen juicio de la otra evite el siniestro. El Congreso esperaba que, como siempre, el Ejecutivo se desvíe del rumbo de colisión y salve los muebles de ambos.

En realidad, detrás de ese proceder se esconde una incapacidad de ver más allá del blanco o negro. Para la cúpula de la mayoría parlamentaria, o se vence o se es derrotado. El conflicto lo percibe, siempre, como un juego de suma cero: lo que gana uno es lo que pierde el otro. Conceptos como negociar, consensuar o “win-win” le son incomprensibles. Se trata, así, de una visión limitada de lo que significa hacer política.

Y el Legislativo no vio —o mejor, no quiso ver— que si mantenía esa dinámica la colisión era inminente.  Que al Gobierno se le acababa la paciencia y que el choque se evitaba por los pelos. En el mensaje a la nación del 28 de julio pasado, Vizcarra estuvo a palabras de disolver el Congreso, refrenándose y optando por el adelanto de elecciones (propuesta que descartaba cualquier acusación de autoritarismo contra él).

Superado al límite el último lance y embarcado en un nuevo enfrentamiento, el Congreso decidió una vez más subir la apuesta. Archivó el proyecto de adelanto de elecciones e inició la elección de nuevos magistrados del TC a velocidad crítica.

Sí, después de la guerra todos somos generales. Pero es difícil entender cómo evaluó el Legislativo la situación. La colisión, esta vez, era inminente. El domingo pasado Vizcarra había anunciado que disolvería el Congreso si este denegaba la cuestión de confianza a ser presentada. En el juego de la gallina, esto se llama pre-commitment: uno de los conductores destroza el volante de su vehículo, haciendo virtualmente imposible que pueda cambiar el rumbo. Que Vizcarra se retractase equivalía a su suicidio político.

El rechazo popular al Parlamento, por su lado, hacía inviable que el Legislativo pudiera confrontar la decisión de disolución.

Y en este choque, la mayoría parlamentaria no calibró la real dimensión del desastre. Es innegable que la disolución del Congreso perjudica a todos, pero ellos eran los principales damnificados. El Parlamento desaparece, mientras que el Ejecutivo, si no intacto, se mantiene en pie.

El Congreso, sin embargo, decidió ir hasta el final.

Por última vez.