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Ending

Me basta verte llegar para saber que algo no anda bien. O mejor, para recordar que algo no anda bien, porque es algo que siento desde hace semanas, por la forma en que me has estado escribiendo, por tu tono de voz en las llamadas que hemos tenido, porque nuestra comunicación se volvió solemne sin motivo. Entonces llegas y me dices hola y me preguntas si podemos caminar un momento. Pones tus manos en los bolsillos, algo nunca visto, y vamos andando como si nos hubiésemos conocido ayer y no hace más de dos años, hablando del clima, del tráfico y de cómo va el trabajo.

Yo la verdad no sé muy bien qué hacer. Trato de hacerte reír, te pregunto por las cosas que te importan, te hablo de las cosas que te gustan, pero nada funciona. Llegamos a la puerta del restaurant en el que teóricamente vamos a cenar y te pregunto en tono de broma si se acomoda a tus altísimas expectativas y solo dices que normal, que puede ser ese o cualquiera. Entonces trato de acercarme pero me evitas. La pregunta ya es inevitable, te consulto si todo va bien, si hay algo que te preocupa. Me miras y entonces veo en tus ojos firmeza y certeza y comprendo que esto es mucho más grave de lo que pensaba, vas a emitir un certificado de defunción, no hay nada que discutir aquí.

Me pongo a recordar cuando nos conocimos, la primera vez que salimos, nuestras conversaciones con los gatos, tus cuentos, tus poemas, mis relatos, todas las veces en que fuiste mi apoyo, la manera en que sonríes, y lo hermosa que eres (siempre). Y en paralelo te escucho decir que esto es difícil, que lo has pensado mucho, que yo soy un gran tipo, que esto no es culpa mía, pero que ya nada es lo mismo. Y entonces recuerdo el día en que me tomaste de la mano y citando a de Moraes dijiste que el amor es eterno mientras dura. Ahora entiendo, ahora por fin lo entiendo.

Kroy Aveun

Despierto, otro sábado en la Metrópolis. Good morning America, digo en voz baja, mientras me pongo la ropa deportiva. Voy a la cocina y tomo un vaso de agua, estoy listo. Salgo procurando hacer poco ruido.

Es cierto que esta ciudad nunca duerme. Son las 5:00 y en la calle hay corredores, ciclistas y peatones en general. Mi destino es el parque central. Al llegar caliento cantando rock en español en voz baja y luego corro alrededor del lago viendo los rascacielos de la ciudad. Esta vista es de las pocas cosas que extrañaré cuando esto acabe.

Estoy de vuelta en el apartamento. La bienvenida es un saludo del gringo —27 años, de Virginia, PhD— que tengo por compañero de piso. Nos llevamos bastante bien; ambos somos introvertidos y tenemos rutinas que son compatibles. Desayunamos juntos, hablamos un poco y luego cada uno a lo suyo.

10:30. Debería estudiar pero salgo rumbo al centro, mi plan es ojear un par de librerías. El metro es mirar por la ventana y ver nada, si a eso se le añade que el internet es muy intermitente en el tren entonces es fácil ponerse a reflexionar sobre uno mismo, sobre lo que estás haciendo.

Cuando salgo de la estación pienso en el mantra que estos días he escuchado hasta el cansancio: hay que aprovechar el buen clima. Es cierto, el día está lindo, hay sol pero no hay calor y corre un viento ligero que es una maravilla. Sé que no va a ser así siempre, el invierno ya está cerca (winter is coming me repito de manera cojuda). Sé también que no voy a estar aquí para siempre.

Voy caminando y apreciando la ciudad, para esta hora ya todo está en funcionamiento. Hay mucha gente y movimiento pero, como siempre, siento que cada persona, cada lugar, cada cosa, está en su burbuja. Qué difícil es conectar con lo que te rodea. Uno podría estar muriéndose en el piso y el resto caminaría procurando evitarte, un loco podría gritar y la gente simplemente subiría el volumen a sus audífonos. Esta ciudad no te acoge con los brazos abiertos. Tampoco te rechaza. Hace algo peor: nada. Para esta ciudad uno no existe, no está aquí, es como hablarle a una pared.

La jornada en las librerías estuvo buena, compré nada pero encontré buenas obras de ciencia ficción y en la próxima visita no saldré con las manos vacías. Miro mi reloj, 12:15, tengo un almuerzo a la 1:00 por la cercanía. Hago hora caminando y faltando 5 minutos la espero en la entrada. Cuando llega nos saludamos como estilan en algunas partes de Europa, tres besos, izquierda derecha izquierda.

El restaurant es vegetariano y se llama Planta. Claramente no estamos aquí a propuesta mía. Pido un chili sin carne, ella algo que no entendí bien y conversamos sobre la ciudad, la universidad y nuestros países. El almuerzo va muy bien, yo no soy gracioso pero ella sí. Salimos y vamos un rato al Madison Square Park y a preguntarnos qué tiene de especial el Flatiron Building. Al despedirnos le digo que deberíamos repetir esto, me dice que definitivamente. Mientras la veo irse me pregunto si su respuesta fue sincera o por cortesía. Bueno, para qué darle más vueltas, ya lo sabremos en su momento.

3:30 p.m. Enrumbo hacia mi apartamento, como es temprano y no tengo nada que hacer compro mi canasta básica en un minisúper a tres casas de mi lugar. Qué caro está todo aquí. Nunca he sido bueno en mis finanzas personales pero esta ciudad te obliga a ser económicamente responsable. Veo los precios y los calculo a mi moneda y básicamente es una locura lo que cuestan algunos vegetales. Pienso también en lo que un chileno me dijo, “el que convierte no se divierte”, y entonces me gana el ánimo de despilfarro y compro kétchup con sabor jalapeño y jamón de pavo saborizado con miel. Total, solo se vive una vez.

Mi compañero de piso no está en el apartamento. Pongo música, abro mi laptop, hora de perder el tiempo. Igual, trato de escribir un poco, trato de limpiar un poco, trato de avanzar mis pendientes un poco. Trato.

Hoy es el cumpleaños de un tipo, indio. El plan de algunos mexicanos —a los que yo siempre me acoplo— es calentar en la casa de uno de ellos y luego ir al Irish bar donde es la celebración. Voy a la casa del mexicano, el tipo me cae muy bien y me siento bastante cómodo con ellos en general; y no solo porque hablamos todos en español. Si algún grupo de amigos voy a tener será, eventualmente, este.

El bar me parece bueno, es espacioso y la música no está tan alta. Saludo al cumpleañero y conversamos un instante, luego de eso termino dentro de un grupo bien variopinto. Estoy un poco cansado de hablar, así que me va bien que haya varias voces y no tener que intervenir mucho. Nunca voy a ser el alma de la fiesta o un máster de la conversa, tampoco me interesa, me basta con atender y aprender de otros, y lo bueno es que hay escasez de personas más dispuestas a escuchar que a hablar.

2:30 a.m. Llego a mi apartamento. Mientras me alisto para ir a la cama pienso en mi hermana, en las gatas de mi hermana, en mi familia, en los parques de San Borja, en Aviación con Javier Prado y en Larcomar mirando el acantilado. Pienso que duermo, que descanso y que mañana despierto y estaré en Lima y escucharé RPP y miraré hacia el cielo y vere su color grisáceo abúlico, ese que adoro y que no cambio por nada del mundo.

Showdown

Sábado, tres de la mañana. El grupo cae desde Miraflores hasta El Buen Sabor del Óvalo Higuereta. Alberto se sienta, llama al mozo.

—Qué tal nochecita ah.
—Ha estado bacán, para qué —dice Francisco—.
—Especialmente para Mario, que hace tiempo necesita hacer borrón y cuenta nueva —responde Juan Carlos—. Oe Mario despierta, no te duermas cojudo.

Mario, sin embargo, no estaba quedándose dormido. Estaba quieto, pensando. Nada de esto realmente le interesa. Si el objetivo de la salida era olvidar todo pues el resultado no ha sido exitoso.

Ni Alberto ni Juan Carlos optan por seguir molestándolo. Francisco empieza a hablar sobre otra gente, suelta algunas anécdotas. Alberto y Juan Carlos lo escuchan sonriendo, pero no por lo que cuenta.

Cuando la comida llega Mario dice que va al baño. Alberto lo mira, divertido.

—Apura que se enfría.
—Cuidado que acá hay buitres —añade Juan Carlos—.

Mario, que ya estaba parado, voltea pero no dice nada. Se va. Francisco mira a Juan Carlos. Se pone serio.

—No seas tan evidente pues, me cagas.

Juan Carlos lo mira burlonamente.

—¿Evidente? No entiendo.
—Puta no te hagas al huevón. De qué estamos hablando.
—De que eres un pendejo —interviene Alberto—. ¿No has visto la cara del pobre Mario? ¿Por qué, viejo? ¿Por qué justo ella?

Juan Carlos se ríe. Francisco intenta un último argumento.

—Al final a quien más lo joden es a él. Se cagan de risa a su costa.

Alberto lo mira, hace un gesto ambiguo. Juan Carlos le lanza un poco de cancha. Mario regresa, encuentra a los tres comiendo callados. Hace un comentario sobre el estado del baño y llama al mozo para pedir más limón. Francisco, intentando bromear, le pregunta al mozo si hay cerveza. Juan Carlos lo interrumpe.

—Qué fue, ¿quieres emborrachar a Mario para comerte su plato? —dice Juan Carlos—.

Juan Carlos vacila un poco tan pronto termina la frase. Ha sido demasiado. Todos se quedan callados. Nadie se mira. Francisco intenta atajar la situación.

—Ya viejo, dejémoslo ahí nomás.
—No, normal —interviene Mario—. Ya no estamos, ella puede hacer lo que quiera. Y este huevón también.

Mario no mira a Francisco en ningún momento. Baja un poco la cabeza. Sabe que lo mejor es no decir más, que parezca como si no le importa, como si fuese cualquier cosa.

—Ya hermano, tranqui, son huevadas —dice Alberto—.
—¿Pero saben qué sí me llega al pincho? Hacerse el cojudo. Tratar de pasar piola, no tener la decencia de decir viejo me gusta esta flaca, ¿no te jode si le hablo no? Es bien básico eso, es un tema de tener una pizca de lealtad.

De nuevo silencio. Juan Carlos y Alberto se ponen a comer, se enfocan en sus platos. Mario mira a Francisco, y este le devuelve la mirada.

—Pero ya no estás con ella.
—Eres una cagada, ándate a la mierda. Váyanse a la mierda todos.

Mario se levanta. Sale sin despedirse. Alberto lo sigue hasta la entrada del local, unos minutos después vuelve.

—Se ha ido en un taxi de calle, ojalá no lo calateen. Ese es más salado.

Juan Carlos y Alberto empiezan a bromear sobre lo ocurrido pero Francisco, molesto, interviene.

—Bueno ya estarán contentos. A mí me pueden decir lo que quieran, normal, yo acepto, pero ustedes también son una mierda. La diferencia es que yo reconozco, ustedes no. Juan Carlos tú como siempre eres un desatinado hasta las huevas, ¿sabes por qué a veces no te invitan ni te avisan de algunas juntas? Bueno, ya sabes. Te pintas de bacán pero no te das cuenta que llegas al pincho, que incomodas a la gente. A ver, ¿quién se ha reído de tus bromas hoy, cojudo? ¿Ves? Nadie.

Juan Carlos no se da por aludido.

—Ya ya apágate nomás huevón. Quédate hablando solo nomás, yo me quito.

Juan Carlos saca su celular, pide un taxi y se va sin despedirse de Francisco. Alberto y Francisco se enfocan en comer por un rato, hasta que Alberto rompe el silencio.

—¿Se quebró Mario no? Yo creo que si se quedaba se ponía a llorar —dice Alberto—.

Francisco lo mira, incrédulo.

—Qué ganas de regodearte en la comidilla, huevón. Te haces el que no te metes pero te encanta estar ahí, disfrutar del roche, del chisme. Te diría que normal, ¿pero Mario no es tu pata desde letras? No lo conozco tanto pero creo que él no se burlaría así de tus roches, porque te considera su amigo. En cambio tú quieres seguir cagándote de risa con lo sucedido. Yo puedo ser una mierda de persona a veces, pero tú eres una persona de mierda.

Francisco se queda solo. Saca su celular, busca la conversación con ella, y mientras piensa en que mañana volverán a salir, no puede ocultar una mueca de burla.