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Decline

A JL, por una amistad que es para siempre

Ciudad de México me recibió con cariño. Mi hermana me esperaba en el aeropuerto con una sonrisa que extrañaba ver y enrumbamos juntos hacia su casa. En la ruta por Paseo de la Reforma vi el Ángel de la Independencia, la torre BBVA y el bosque de Chapultepec y entonces pensé nada ha cambiado en México.

Al día siguiente desperté y entendí esto de que el mundo nunca se detiene. Esos primeros días fueron una avalancha de cosas, eventos y tareas por hacer. Amoblar mi nuevo apartamento, ir a Guanajuato a ver a mis padres, reconectar con amigos que no dejan de escribir cuándo nos vemos, cuándo unas copas, cuándo un café. Es un torbellino que te aspira y que, al menos por un momento, no te da tiempo a pensar qué es lo que dejamos atrás, qué es lo que ya no sigue con nosotros. Pero esa sacudida inicial pasa, y da paso a la rutina, a una nueva rutina, pero rutina a fin de cuentas. Ir al trabajo martes y jueves, home office los restantes días, reuniones académicas cada dos semanas en la universidad, copas cada viernes en Café Paraíso, desayuno los domingos con mi hermana. Es la vida misma que se asienta, mi vida.

Pero si escribo esto no es para hablar de lo que viene, sino de lo que ya se fue. Porque todavía no termino de asimilar el salto, el cambio. Hace un mes estaba en bicicleta por Columbus Circle dirigiéndome al apartamento de Luciana. Hace un mes mi día a día estaba instalado, establecido, en Nueva York, saliendo a pasear con amigos, buscando productos mexicanos en El Barrio de Harlem, viendo qué obras pasaban en el MET Opera o en el Lincoln Center Film. Y esa vida, esa que tuve por casi un año, se fue de un momento a otro, se terminó el día en que reuní todas mis pertenencias en dos maletas gigantes y tomé mi vuelo a México.

Ya no estoy en Nueva York. Sé que es obvio decírmelo pero ya no estoy en Nueva York. Aunque, bien visto, no es la ciudad en sí lo que realmente me marcó, sino las personas con las que la compartí. Más que no estar en Nueva York, en lo que pienso y siento es en no estar con las personas que conocí, con mis amigos, con Luciana. Esa es la verdadera nostalgia, porque unas cervezas en Connolly’s tienen que ser con los indios del LL.M., porque un brunch en Clinton St. Baking Company no significaría nada sin mis amigos, porque no concibo ir al MET Opera para Le Nozze di Figaro, Rigoletto o Turandot sin que Luciana esté acompañándome.

Por supuesto que sigo hablando con la gente que quiero y que dejé ahí. Especialmente con Luciana. Con ella converso todos los días, desde que llegué a Ciudad de México me ha acompañado virtualmente en todo lo que me ha pasado. Aun hoy tenemos reuniones por zoom y algunas veces hasta con tequila o vino, como en los viejos tiempos.

Pero cada día las cosas se apagan un poco. Cada día estoy menos allá y más aquí, por así decirlo. Un lento pero irreversible declive, porque a medida que el tiempo pasa siento que la conexión se difumina; y es algo que sucede en ambos lados, les pasa a ellos, a ella, que siguen allá, y me pasa también a mí, que estoy aquí. Cada vez las conversaciones son más cortas, cada reunión de Zoom dura menos que la anterior. Cada semana que pasa me cuesta más actualizar y contar sobre las cosas nuevas que me acaecen, y cada semana que pasa los amigos que están aquí toman mayor preponderancia, mientras que a quienes dejé allá se vuelven más tenues, más leves.

¿Cómo será el futuro? No sé qué es lo que me depara pero la felicidad, la felicidad, ya la conocí. Recuerdo que en febrero, cuando faltaba todavía mucho para que acabe el programa, estaba en la puerta de Casa Enrique esperando a Luciana, hacía frío pero yo no quería entrar sin ella; entonces llegó y me pidió disculpas por la tardanza pero le dije que ningún problema porque eso para mí era lo de menos y porque ya estaba acostumbrado. Ella sonrió y me tomó del brazo para entrar juntos al local y en ese momento pensé me gustaría que esto durara para siempre.

 

Reliance

“¿Vamos a cenar?” Yo estaba bastante de bajada y pensé en no contestarte hasta el día siguiente, pero no me pareció correcto así que te respondí algo como que hoy creo que a comer una manzana y a la camita. Entonces dijiste chino, la vida es corta y el plan es simple: Brooklyn y parrilla, sin excusas. Yo estaba pensando qué decir pero pusiste algo estilo el lugar se llama El Libertador, ¿vas a fallarle a tu general don José de San Martín? Entonces me reí y sentí que eso era lo que necesitaba, y que eso era lo que tú me ofrecías. Acepté.

Tú ya estabas en Brooklyn, así que haría la ruta por mi cuenta. El reporte del clima gritaba lluvia en una hora y reconfirmé que sería un error quedarme encerrado en mi apartamento. La ruta en el metro no la recuerdo, solo sé que estaba viendo mensajes que ya eran parte del pasado, de un tema mal que bien —mal que bien— ya cerrado. Al llegar a Brooklyn ya estaba lloviendo, yo quería caminar sin usar el paraguas pero tampoco podía llegar como un impresentable a la cena, así que me dije ni modo, qué queda.

Llegué y tú ya estabas dentro. Me recibiste con un Malbec y entonces me animé un poco. No es mucho lo que yo pido: conversar, un lugar tranquilo, una copa de vino. Tomé asiento y me contaste que habías estado hablando con el mozo, un tipo de Guatemala que ya iba algunos años en esta ciudad, y que seguramente nos podía ayudar a encontrar trabajo si todo fallaba. Qué dices, chino, el wey dijo que con las propinas uno puede llevar una vida tranquila. Me reí y te dije que ahora interrogamos al tipo.

A mí siempre me ha parecido difícil hacer que alguien cuente lo que lleva adentro. Uno no se suele acercar a alguien —amigo o conocido o desconocido— y preguntar, así de frente, qué te aflige, qué te hiere. Sea como fuere, eso es lo que yo necesito, no puedo traer a conversación las cosas que me afectan, no puedo hablar de lo que me duele a menos que tenga la justificación de que lo hago porque eso es precisamente lo que se me pide. Y entonces, después de los aperitivos pero antes de que llegara la parrilla, me dijiste chino dejémonos de chingaderas, por qué estás que quieres desaparecer.

Yo te conté todo lo que me sucedió pero no pude ser plenamente sincero, al menos no inicialmente. No te mentí, lo que pasó es cierto, pero intente minimizar su impacto. Porque esa es la forma en que lidio con las pérdidas y con las derrotas, desvalorar lo que siento, decirme a mí mismo no es para tanto, qué exagerado. Pero en fin, tú me escuchaste. De inicio a fin. Nunca sentí que estuvieras aburrido o impaciente o desinteresado. Y luego hablaste. No voy a negar que temí que intentases decirme qué hacer para salvar la situación. Porque si yo cuento algo no es para buscar soluciones, ¿sabes? No necesito soluciones, estoy cansado del discurso de seamos proactivos, busquemos una salida, como si a la vida en general se le pudiesen aplicar las técnicas de productividad empresarial o de gestión humana. Tu mensaje era el que yo necesitaba, el que creo que cualquier persona en general necesita. Un mensaje en el que las palabras no son lo más importante, es básicamente comunicar que las cosas van a estar bien a la larga, que la vida sigue y el dolor y la tristeza son parte de nuestro periplo. Pero más importante incluso que eso es encontrar algo que desplace el sufrimiento, al menos por un momento. Yo empecé a lagrimear; ya era inevitable, y es ahí que te cambiaste de sitio y te sentaste a mi costado y me dijiste suelta todo cabrón, no te guardes nada, y a ver si haces que el vino salga por tus ojos. Y entonces ya no me dolió tanto, y entonces me dio risa y cuando acabó el episodio me sentí mucho mejor.

Salimos y dijiste que te vale madre la lluvia y que íbamos a ir en bicicleta rumbo a Manhattan, que algo hay que hacer para bajar la media vaca que comimos entre los dos. Yo adoro que llueva, así que fue fácil para mí aceptar la propuesta. Ir en bicicleta, por contraste, no me llamaba la atención. No me desagradaba la idea, no me malinterpretes, simplemente no la contemplaba. Pero me hizo bien, me hizo demasiado bien. Sentir el golpe del aire, la velocidad, la sensación de libertad. Nunca te pregunté si la propuesta vino porque te gusta usar bicicleta o porque en tu experiencia es una buena forma de afrontar una bajada. En cualquier caso, para mí fue una maravilla. No creo que olvide nunca cruzar el Brooklyn Bridge en bicicleta, en la noche, bajo la lluvia, y pensando que hay demasiadas cosas buenas en la vida.

Despedida. Te agradecí por todo, por escucharme, por la comida, por la ruta en bicicleta y por el soporte. Qué termino tan peculiar ese último, pero es difícil, ¿sabes?, es difícil encontrar las palabras para ciertas cosas. Entonces me diste un abrazo y me dijiste que te escribiese cuando quiera, y para lo que quiera. Y eso era justo lo que necesitaba ese día. Porque ese día yo necesitaba sentir que alguien estaba conmigo, que alguien era mi amigo.

High point

Salimos del restaurant riéndonos. Vamos en realidad buen tiempo en eso y siento que podríamos ir así por horas; no tengo que esforzarme por caer bien, no tengo que esforzarme por ser gracioso, no tengo por qué aparentar, proyectar o vender algo que no soy. Salimos y miro al cielo. What are you looking at, me pregunta; It’s raining, le respondo, pese a que el cielo está claro y ni rastro de nubes. You should use your umbrella, then, me dice. La miro, asiento, y abro mi paraguas, ella empieza a reírse. Shall I come closer, pregunta; be my guest, le digo; y es ahí donde caigo vencido, cuando es claro que ya estoy perdido. Entonces se acerca y así es como vamos hacia Brooklyn Bridge Park, una caminata de menos de 5 minutos. Do you like this place, le pregunto al llegar; it’s really beautiful, responde, y miramos juntos el East River y todos los rascacielos de Manhattan al fondo. And the hour, do you like this time of the day, le pregunto; ella vuelve a mirarme y sonriendo me dice que sí, 7:30 p.m., a perfect time, night but not too late. Then we are all set, le digo.

No, we are missing something, dice, y me toma de la mano.

Yes, I know we are missing something, le respondo.

Y entonces dejamos de hablar.