Archivo por meses: julio 2021

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La primera vez yo no pasaba de los 13 años. Estaba con mis amigos de barrio haciendo hora y alguien dijo miren quién viene, es el gallo. Quién carajo será el gallo, pensé, pero igual que los demás me acerqué a recibirlo. Al verme me saludó como al resto y mientras íbamos a jugar fútbol me preguntó si seguía yendo a jugar Super Nintendo y si recordaba cuando fuimos a comprar cachitos de manjar hasta el otro lado de la carretera central.

Entendí que el gallo vivió en el barrio hasta un par de años antes. Yo hacía un terrible esfuerzo por identificar ese rostro, esas maneras, esa voz pero mi mente no arrojaba nada. Al final supuse que quizá lo conocí cuando era más chiquillo —la referencia a Super Nintendo reforzaba esto— y que por alguna razón su persona no quedó grabada en mi memoria. No le di más importancia al tema.

La segunda vez fue hace 7 años. Caí a una reunión de gente que conocí en la universidad. Estaba abriendo una cerveza cuando sentí un toque en el hombro. Al voltear vi a un tipo que me dijo chino a los años y acto seguido me dio un abrazo. Mi sorpresa fue evidente porque bromeando dijo que quedé en shock. Traté de guardar la compostura y comenzamos a hablar.

De esa conversación saque, además de su nombre, diversos datos importantes. Él había estudiado comunicaciones, necesariamente lo conocí en estudios generales —primer año de la universidad—, teníamos amigos en común y nuestro vínculo pareció haber consistido en almorzar algunas veces y conversar sobre fútbol europeo. No llevamos ningún curso en común, tampoco al parecer tuvimos alguna rutina usual, simplemente nos cruzábamos y perdíamos juntos el tiempo. El punto es que no fuimos mejores amigos ni mucho menos, pero definitivamente nos llevamos bien. Por eso me saludó de muy buena manera, y por eso mismo es que yo debería haberlo identificado. Al día siguiente me puse a averiguar todo lo que pudiese de él. Sus redes sociales y el sistema de la universidad daban fe de que todo lo que dijo era cierto. Este tipo existió y en verdad estudiamos juntos.

Quedé afectado. Lo del gallo podía explicarse como parte de todo aquello de la infancia que no recordamos. Esto era distinto. No había explicación razonable para esta suerte de olvido selectivo. Estuve tentado de llamar a mi psiquiatra pero la idea de tomar más pastillas me desagradaba. Decidí que esto lo tenía que resolver yo mismo. Me contacté de nuevo con él, quedamos para almorzar juntos.

En el almuerzo me dediqué enteramente a intentar recordarlo. Le dejé hablar largo y tenido. Buscaba alguna referencia, algún dato, una chispa que me permitiese decir ya recuerdo, claro, qué cojudo; y así encontrar un registro mental entero de este tipo. Pero nada de lo que dijo evocaba mis recuerdos. Yo sí ubicaba los lugares, los tiempos y las personas que mencionaba, pero no a él. Para mí todo lo que contó en verdad sucedió, solo que sin su presencia. De ese día lo único que pude confirmar es que él no era una alucinación, estaba ahí, el mozo le habló. Él existía, eso era irrefutable.

Sé cómo lidiar bien con la desesperación, por razones que no vienen al caso tengo experiencia en afrontar episodios de crisis. La clave, al menos para mí, es aceptar, aceptarse. Mis falencias, mis sufrimientos, son parte de mí mismo. Se trata de aprender a convivir con nuestros demonios, sobre esa base uno puede tomar acciones concretas para el problema específico. Así que después de varios días me tranquilicé y acepté las cosas como eran. Es cierto, no recordaba a ese tipo, pero eso no era obstáculo hacia adelante. Entendí que podía hacer mi vida sin pensar en él, porque total no es parte de mi presente, porque no tengo que verlo. Y si no lo veo, y dado que tampoco lo recuerdo, pues es como si no existiese; esa fue mi conclusión y con eso cerré el tema.

Luego de eso mi vida hasta ayer siguió sin sobresaltos.

Hoy mientras caminaba en la mañana una chica me llamó por mi nombre y se acercó a mí con una gran sonrisa. Me saludó y preguntó qué había sido de mi vida. Conversamos un rato, me propuso hacer algo en la noche. Me preguntó si yo tenía el número de siempre, como no supe que responder sonrió y dijo que lo suponía, y que me escribiría. Horas después quedamos en cenar en mi departamento.

En la cena hemos hablado sobre diversos episodios que no pueden ser inventados pero de los que no tengo ninguna reminiscencia. Por ella me entero sobre mi presencia en conciertos de bandas que no ubico, en museos que nunca he visitado, en anécdotas de las que no había escuchado. Es prácticamente una vida. Pero esta vida, esta otra vida, ¿es mía? He estado ahí, he hecho eso, he vivido aquello, pero no lo recuerdo. Mi tranquilidad empieza a tambalearse. Le pido que me muestre una foto nuestra, cualquiera. Me mira incómoda, me dice que las borró todas. No sé qué hacer, le digo que está bien, que no hay problema. Me pregunta si puede preguntarme algo. Le respondo que sí y entonces me mira con tristeza y me cuestiona por qué falló lo de nosotros.

Me quedo en silencio, ella me toma la mano, me dice que no tengo que responder ahora. La miro, le digo que no me siento bien, que me prepararé un té. Voy a la cocina mientras siento un derrumbe por dentro. Trato de mantener la calma, me asusta mucho la dimensión de este tema pero sé que será peor si intento rechazarlo, negarlo. Tengo que admitir que tengo esto, que sufro esto. Ahora que acepto que es parte de mí puedo buscar medidas específicas para mejorar mi situación. Al final quizá no sea tan malo, creo que incluso le acabo de encontrar un lado bueno.

Cojo un cuchillo y mientras me acerco a ella pienso que si tengo suerte mañana no recordaré nada de esto.

 

El Tiburón

Viernes de verano. Angamos con Tomás Marsano bulle de gente. Personas que entran y salen de Real Plaza, taxis recogiendo y dejando pasajeros, ambulantes que venden dulces, anticuchos, hamburguesas. Todo acompañado por el constante toque del claxon, el rap de los jaladores de buses, la promoción de arepas bajo la simple fórmula de repetir la palabra arepa varias veces.

El Tiburón, sin embargo, es una burbuja. Pese a que estamos en una mesa al aire libre todo se oye distante. Dentro de sus linderos hay una sensación de paz, de calma. Aquí las cosas van a un ritmo distinto, como si estuviésemos en otro tiempo. Pedimos un par de cervezas, el dependiente nos trae la carta y uno de mis amigos la revisa aunque sé que es por gusto. Las botellas llegan y otro les empieza a sacar las etiquetas. Con los vasos llenos yo digo salud pese a que sé que por darme la contra nunca hay brindis. Y conversamos, que para eso estamos.

Aparece por fin el que siempre llega tarde. Se sienta y observa con gracia el local, inspecciona la mesa, las sillas. Entonces pregunta por qué seguimos viniendo a este cuchitril para hacer hora. Y yo me rio para no responderle, confesarle, que este es uno de los lugares en que más cómodo me siento.