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Profesor en la PUCP y en la UP.

Reflejo

Tarde, casi noche, de un domingo cualquiera. Caímos a Piazza de Caminos del Inca. El pretexto fue que ya mucha Linterna y además había una promoción con alitas infinitas que me parecía atractiva. Nos sentamos y empezamos a hablar de la carta, de las pizzas. El mesero se acercó a tomar la orden y yo dije “a lo que vinimos” y ella me miró como si estuviese chiflado pero luego sonrió así que sentí que todo bien.

Siempre he pensado que después de pedir los platos es regla general observar a detalle a los demás clientes. Solo había otros dos, ambos no tendrían más de 35 años, la mujer era guapa y con facciones serias y el tipo tenía la mirada de a quien todo le resulta indiferente. Notamos que no comían, solo hablaban. Ella me susurró que ese par estaba discutiendo y yo iba a comentar algo al respecto pero preferí cambiar de tema y hablar sobre la decoración de ahí dentro.

Llegan las alitas. Son malas y dije que sorry por el lenguaje pero que eran una buena mierda. Ella respondió que ahora todo tiene sentido, que es fácil ofrecer alitas ilimitadas si el comensal nunca va a pasar de una porción. Recuerdo que después de eso seguí comiendo un poco más y ella me preguntó por qué seguía comiendo y le dije que yo tampoco entiendo. Nos empezamos a reír y en eso estábamos cuando empezó el cambio. Suena el chirrido brusco de una silla moviéndose. En la otra mesa ocupada la mujer está de pie y le va diciendo algo al tipo mientras agarra su bolso. Él también se levanta pero se mantiene callado. La mujer sale, el tipo se limita a observarla y luego vuelve a tomar asiento. Lo último que veo antes de retornar a mi plato es que un mesero hace entrar al vigilante y le susurra algo.

Ella me mira. Le digo que voy a interrumpir mi análisis culinario para abordar temas de mayor relevancia. Se alegra, a ambos nos gusta rajar. Invento una historia sobre qué derivó en esa pelea y en eso nos distraemos. Llega la pizza, está bastante bien, para qué.

El tipo de la otra mesa nos empieza a observar. Nosotros intentamos seguir en lo nuestro, hace rato que dejamos de hablar de él y su lío, así que no hay necesidad de disimular o cambiar de tema. Pide su cuenta; por fin, pienso, que se vaya y deje de estar mirándonos. Se levanta, pero en vez de salir viene hacia nuestra mesa. Paramos de conversar. El tipo nos saluda y con voz entrecortada pregunta si puede acompañarnos un momento. Me toma unos segundos responder pero le digo que nos disculpe, que estamos ocupados. El tipo dice que descuide, que entiende. Veo un rostro hundido, rendido. Puedo jurar que es un imbécil y que él sabe que es un imbécil, pero para cambiar le falta la voluntad suficiente. Desde ese día y sin razón válida alguna sé que si existen personas así entonces esa es la mirada que llevan cuando la arruinan. El tipo se dispone a irse y entonces le pregunto si me permite un consejo. Claro, responde. Le digo que siempre es bueno evaluar si el problema es uno mismo, y que si esa es la sospecha pues mejor caminar y no detenerse hasta tener una respuesta en limpio. Él me agradece y yo le sonrío y le digo que de nada y que se cuide.

Ya con el tipo fuera hago un par de comentarios sueltos pero ella solo me mira. Le pregunto si todo bien. Me responde que lo que hice ha sido un poco irresponsable, que ese hombre pudo ser un loco o un drogado y que no sabemos qué es capaz de hacer un estúpido si está ofuscado. Es cierto eso, reconozco, pero desde un inicio le dejé en claro que no podía sentarse con nosotros, y si le di un consejo fue para que se vaya tranquilo. Ella sostiene que solo debí decirle que por favor nos deje comer y no darle cuerda. Y además que nadie pidió mis consejos.

Pienso que no ha sido tan grave pero mejor quedarme en silencio. No quiero otra discusión más sobre cómo yo no tomo en serio las cosas. Intento cambiar de tema pero ella me pregunta si ya nos vamos. No hemos terminado de comer pero atino a decir que sí, claro.

Llegamos a su casa. Detesto las despedidas incómodas así que le pido disculpas por lo sucedido. Me dice que bueno, que ya está hecho y baja del carro antes que pueda acercarme. Quiero decir algo más pero me quedo viéndola mientras ingresa a su edificio.

Vuelvo a Piazza. Miro el local. Sitio de mierda, pienso. Pero no es el lugar el problema, tampoco el tipo, eso recién lo voy entendiendo. Veo al vigilante y me gana la curiosidad. Le pregunto por el tipo. Me señala un auto, me dice que lo dejó y se fue caminando.

Yo también hago lo mismo.

Trámite

¿Tienes el número?
El procurador mira alrededor como dudando de si hablar. El abogado hace una seña de aprobación.
—30 puntos doctor. Pero dice que no se va a exponer, lo va a sacar por nulidad.
El abogado le menta la madre al juez.
Siempre con sus huevadas ese cojudo. Ya, no te aparezcas más por ahí, hazte extrañar.
El procurador asiente. Se retira. El abogado toma su celular.
—Jorge, cómo estás compadre. Sí sí, todo bien. Ya tengo la cifra, pero o cerramos ahorita o nos cierran y lo encierran a tu jefe. Escúchame, son 80 palos o nada hermano, es que se paltean porque su caso es rochoso pues. Déjame que te explico…
Cinco minutos después el abogado cuelga. Sonríe.

Cotejo

Junio de 2019. Acababa de renunciar al estudio de abogados y mi única ocupación pasó a ser jefe de prácticas de un par de cursos en la Católica. Recuerdo que estaba en EEGGLL ya a pocos minutos de empezar clase cuando recibí una llamada. Era una asociada del estudio, me pide que por favor la ayude con un caso que yo veía, que tiene que presentar varias cosas para ayer y que no le da la vida para meterse de lleno. Le digo que justo entro a clase y que podríamos hablar en un par de horitas. Su voz está llena de estrés pero me dice que ok que no hay problema y que gracias.

Cuelgo. Un alumno me saluda, tiene una consulta. Profe solo quiero saber si tendrá listas las notas para el lunes. Le digo que de todas maneras. Pienso en mi horario, me sobra la vida para corregir y poner esas notas. Pienso en esa otra vida, en la que tenía, y aunque no puedo decir si una es mejor que la otra, esta es definitivamente más tranquila.

 

Litigación y estadística

La jurisprudencia es Big Data. Una inmensa fuente de información que puede ser procesada por programas estadísticos. Un abogado litigante que maneje un banco jurisprudencial de datos podrá hacer análisis más acertados y tendrá una ventaja competitiva frente a los demás.

“¿Es probable que me anulen el laudo arbitral?”, pregunta el cliente con preocupación. Quizá fue a arbitraje —lo convencieron de ir a arbitraje— para evitar a las cortes judiciales; y sin embargo ahora es parte demandada en un proceso judicial de anulación de laudo. El diagnóstico legal, naturalmente, consiste en evaluar el caso concreto; ver si la posición del cliente es sólida o no.

Pero no debería detenerse ahí.

¿Quién es el juez ponente que resolverá la demanda? El dato no es trivial. Un abogado experimentado puede trabajar con una muestra de casos, muestra que proviene de su experiencia. Esto le permite dar un perfil —más o menos confiable— del juez que tiene al frente (ej. “es un juez conservador”).

El procesamiento de jurisprudencia como Big Data lleva el análisis al siguiente nivel. Un programa como SPSS Statistics permite evaluar un universo completo de información. De un banco de miles de sentencias —todas las sentencias de una materia—, el programa identifica los cientos de casos resueltos por un juez determinado, depura y filtra los casos similares al que uno está llevando, y luego diferencia entre demandas exitosas y demandas desestimadas.

El programa arroja sus resultados: el juez X, como ponente, ha estimado demandas de anulación de laudo sustentadas en la causal h] de anulación el 25% de sus casos. El programa también proporciona otro dato importante: el promedio general de anulación de todos los jueces es de 10% para dicha causal. X, en realidad, no es un juez conservador. Al contrario, es uno de los jueces más “peligrosos” para todo aquel que quiera defender la validez del laudo.

Dato mata relato. El programa entrega información objetiva. Esto no es una especulación, es pura y dura realidad. El cliente, por cierto, puede dar buen uso a esta información. La contraparte propone pagar lo ordenado por el laudo pero descontándole intereses y una penalidad. El cliente que inicialmente no hubiera aceptado, decide hacerlo.

Pero ese no es el único uso para una base de datos de jurisprudencia. Si el juez X va a ser ponente el caso, un programa estadístico puede identificar todas y cada una de las sentencias emitidas por X como ponente. La defensa legal del cliente podrá recurrir a lo que ese mismo juez dijo en casos anteriores. Persuadirlo utilizando su propia voz: sus sentencias previas. ¿A quién le gustaría ir contra su propia palabra? En el campo de las autoridades bibliográficas más allá de su impacto real en el resultado del litigio, para un juez no habrá autoridad legal más difícil de refutar que él mismo.

Y esto es solo un inicio, pues hay muchas herramientas propias del análisis estadístico que todavía no se han explorado y aplicado en el ámbito del litigio. Procesar Big Data permitirá agotar todos los medios posibles en la defensa del cliente.

Este panorama puede parecer lejano, pero ya está aquí. Pronto más y más abogados litigantes estarán familiarizados con programas estadísticos y procesamiento de bancos de datos. La tecnología avanza, y aunque un poco a destiempo y quizá de mala gana el litigio se verá arrastrado por ella.

Recolección

Retrocedamos en el tiempo. Volvamos un momento al punto en que elegimos la carrera que estudiamos —para aquellos que tuvimos el privilegio de estudiar una—. ¿Qué pasaba por nuestras mentes? ¿Cuán consciente fue esa decisión? ¿Cuántas veces vacilamos y ya en facultad nos preguntamos si esta era la decisión correcta?

Quizá un factor a considerar es cómo abordas esas interrogantes. Es diferente cuando alguien te pone esas preguntas y te pide que las respondas. Es una toma de conciencia que definitivamente esclarece y ayuda al pensamiento.

Y precisamente hace poco he podido leer las respuestas de alumnos y alumnas que han ingresado a la Facultad de Derecho y fueron confrontados con una pregunta: ¿por qué elegiste esta carrera? Aquí algunos fragmentos de tales respuestas (en cursivas).*

La justicia social siempre ha estado en mi vida, desde mi niñez sobre todo por casos de violencia dentro de mi familia, no solamente física sino por la estructura machista de la familia donde se obligaba a mi madre a hacer cosas que tenía que cumplir solamente por ser la mujer de la casa. En un ambiente hostil, por intuición sabía que las cosas no estaban bien porque veía prepotencia por una parte y sufrimiento por otra, y siempre iba a intervenir para que no se sigan cometiendo los abusos.

Fuerte. Es claro que nuestras familias y lo que vivimos en ellas tienen un rol determinante en la elección de un oficio o profesión; pero aquí la decisión surge debido a una situación de violencia que claramente afectaría a cualquiera. Quizá lo meritorio es que aquí la respuesta no es asimilar —y después replicar— la violencia, sino enfrentarse a ella.

Porque puedo asegurar con firmeza que tanto la corrupción, como el olvido y la represión son las cosas que más odio.

¿Qué puede marcar a una persona para decir que odia la corrupción? Solo vivencias directas, cuando ves cómo esta altera tu vida, tu familia. Tal vez un evento como la lesión irreparable de un familiar a manos de un irresponsable que nunca asumió la condena que merecía conforme a justicia. Una elusión gracias a corrupción, un expediente judicial que quedó en el olvido, y la represión contra los familiares del afectado; de ahí el odio, y la búsqueda de erradicar esto a futuro estudiando Derecho.

Si no conozco a profundidad ninguna carrera, ¿puedo realmente saber si me gusta alguna?

En cierto modo, es una locura pedirle a una persona de 16-17 años que elija una carrera. ¿Cómo a esa edad uno puede definir de manera acertada si lo mejor es Derecho o Ingeniería o Arquitectura o Economía? Y en esa línea, ¿cómo saber si la materia X te gusta sin haberla experimentado en profundidad? Al final apostamos un poco a ciegas, confiamos en nuestra intuición y en lo que percibimos como bueno.

Desde pequeña, me propuse estudiar la carrera “perfecta” pero en ese tiempo no sabía que no existía la perfección.

Hay un golpe de realidad enlazado al derrumbe de nuestras idealizaciones, a aceptar que la vida no va a ser como en nuestros sueños. Que no hay cosas perfectas, que todo tiene un lado que no es bueno. Esto también aplica a la profesión que elegimos.

Buscar un nombre en la gran Lima; sueño bastante alto pero sé que el camino comienza hoy y con pasos pequeños.

Estudiar una carrera en Lima puede representar un mundo entero para muchas personas que viven en otras regiones. Mudarse, estudiar aquí, conocer nuevas cosas, personas, proyectos. Ahora, más allá de eso, hacerse un nombre en Lima implica un sueño: trascender. Destacar, llegar lejos. Y sí, es bueno tener ambiciones, siempre que no se vuelvan obsesiones.

Todos llegamos siempre, creo yo, a un punto en el cual cuestionamos lo que hacemos, por qué lo hacemos y hacia dónde esperamos llegar haciendo todo eso.

Me parece difícil que haya alguien que durante toda una carrera universitaria no haya dudado ni una sola vez sobre lo que está haciendo. Es al contrario, deben ser muchas veces las que nos detuvimos/detenemos a pensar si esto es lo mejor o lo correcto o lo que realmente se quiere. Son esas dudas las que nos hacen pisar tierra, aceptarse a uno mismo y crecer.

Son innegables las dudas, que incluso tengo hasta el día de hoy, respecto al éxito y desempeño que pueda llegar a tener.

¿Somos lo suficientemente buenos? ¿Llegaremos lejos? Porque no basta la afición o el gusto por algo, hay que tener cierta aptitud, cierto talento. Elegir una carrera, definir nuestro futuro, incluye el miedo de no estar a la altura de lo que escogemos.

Yo quiero crecer en el trabajo, tener las mismas oportunidades, que mis elecciones de mi vida personal no sean un impedimento para mi crecimiento laboral y que se deje de poner la responsabilidad de la vida de familia y cuidado de los hijos a la mujer puesto que el hombre tiene la misma responsabilidad que la mujer.

La igualdad en cuestiones de género es un tema ineludible y que aparece —con justicia— en diversos ámbitos y contextos. Este no es la excepción. Es importante recordar que la sociedad está claramente desequilibrada en diversos sentidos, y el trato entre hombres y mujeres es uno de ellos. Aceptar eso y poner todo de nuestro lado para cambiarlo es un imperativo. En concreto para este tema, la posibilidad de alcanzar un sueño profesional debe ser la misma seas hombre o mujer; cualquier otra cosa no debe ser aceptada.

Y bueno, me gustaría cerrar esto con un fragmento de otro testimonio, un poco alejado del tema abordado, pero que no puedo evitar citar, pues es una frase que hace reflexionar sobre lo que llevamos dentro.

Hay que aprovechar eso [conversar], hay que saberlo aprovechar. Decir bueno, a ver, por qué no hablamos de las cosas que nos duelen”.**

 

* He pedido autorización a cada una de las personas que estoy citando en esta sección.
**Testimonio consignado en María Eugenia Gastiazoro, Construcción de la identidad profesional y de género en la administración de justicia Argentina, 9 Via Iuris 11, 25 (2010).

Cordura*

Reunión para un posible caso. Mi presencia es más simbólica que necesaria pues hay varias cosas que definir antes de evaluar un posible proceso. Bueno, busquemos el lado positivo. Cojo un lapicero y me pongo a escribir palabras sueltas para relajar el pensamiento.

Tengo igual un oído activo en la reunión —no sería gracioso que me pregunten algo y yo esté divagando—. Uno de los asistentes toma la palabra para decir que otro es un “máster”, pero luego continua y dice que es “más terco que […]”. Me pareció gracioso y sonrío un poco; no será una broma como para llorar de risa, mas cosas así dejan buena vibra.

Pero la idea se queda en mi cabeza. Y se me queda porque máster/más terco es un juego llano de palabras que tímidamente se acerca a un ritual lúdico más complejo: los textos bifrontes. No soy experto pero en esencia es un texto que suena igual pero arroja diversos sentidos al cambiar el orden de las sílabas. Va ejemplo:

El mar y no tu telar.
El mar y no el ejido, el mar y no su eco.

Que también puede leerse como:

El marino tutelar.
El marino elegido, el marino sueco.

Estoy reflexionando sobre el marino sueco y en máster/más terco mientras un abogado habla sobre estrategias y plazos. Para ser sincero, hace días que estoy pensando en textos bifrontes, tengo presente a Darío Lancini, un venezolano que, parece, devocionó su vida a ciertos juegos del lenguaje, incluyendo a los bifrónticos.

Pero pensar en Lancini también es una advertencia. No parece ser juicioso seguir la posta de un tipo que, posiblemente, quedó descolocado por dedicarse tanto tiempo a juegos del lenguaje. La percepción, la cosmovisión se corrompen. El juego pasa a ser el centro. ¿Cómo construir con total libertad si estás enfocado en que el texto no solo tenga por sí mismo sentido, sino que también lo tenga en relación al juego al que se ve sometido?

Pero Darío Lancini es Darío Lancini y Gino Rivas es Gino Rivas. Yo solo soy un aficionado, un tipo que sonríe mientras escribe pero que nada espera de ni reclama a la literatura. En teoría el mayor riesgo en mi caso es frustrarme un rato y luego dejarlo de lado. Además, esta reunión tiene para al menos una hora más así que por qué no ocuparnos en algo para pasar el tiempo.

Máster/más terco es jodidamente complicado. Después de un rato encuentro un inicio prometedor, una posible puerta:

Más terco, menta
Máster, comenta

Pero el costo ha sido alto, por lo menos he quemado 20 minutos para aumentar unas pocas sílabas. La (mi) lentitud me exaspera pero también me obsesiona. Tengo muchas ideas y  posibles continuaciones y en eso estoy pero de la nada la reunión también termina así que es hora de las despedidas.

Me despido mientras en mi mente cruzan frases como sientoquemos (siento que hemos / sien toquemos). Salgo de todo, que el mundo espere un rato, necesito, necesito, terminar esto.

Ahora que estoy libre de distracciones decido empezar de cero. Máster / Másterco es un buen punto de partida pero por qué no buscar otros. Recuerdo uno que leí hace tiempo:

Azulado es el mar.
A su lado es el cielo.

Elijo a ese. Es cuestión de apoyarme en “comenta” —por las puras no gasté 20 minutos de mi vida en descubrir (?) tal conjunción de letras— y seguir construyendo.

Comenta se vuelve cometa (Azulado cometa/ A su lado come ta[…]) y mi día se vuelve un infierno. No puedo dejar esto hasta tener algo completo. No almuerzo, las lentejas que cociné pueden seguir viviendo. Estoy mal (Azulado cometa, mal / A su lado come tamal) pero eso por ahora es lo de menos.

Salgo a caminar. Parque, carro, niño, poste, botica, avenida solo sirven en función a su utilidad para el juego. Todo pasa a someterse al juego. El universo entero se reduce a esto.  ¿Qué tiene esto que es tan obsesivo? Pienso en tetris, en acomodar las piezas, en que todo coincida, en que haya un orden, pero también un bisentido, pues uno no es suficiente. No puede ser suficiente.

El sol indica que ya han pasado varias horas. Tengo claro que esto no es sostenible. Pienso en dejarlo ahí, pero me asusta dejarlo inacabado. ¿Cómo voy a dormir pensando en esto? Debo ponerle fin sin reparo. Hago un esfuerzo y logro tener algo completado.

Azulado cometa, mala sien, toquemos todo lo grado.
A su lado come tamal, asiento que hemos todo logrado.

Cojo el texto, lo veo. Es aceptable, sí. Puede continuarse, sí. Pero mejor no verlo de nuevo. Escribir, para mi, nunca había sido sufrimiento. En todo caso, ha sido refugio para atesorar las cosas buenas y lidiar mejor con las cosas malas. Pero hoy entiendo que hay que tener cuidado al jugar con las palabras. Quizá si la mayoría juega en una ruleta igual no sienta ganas de ir al día siguiente, pero hay un 1% que queda condenado a esas apuestas sin remedio. Quiero decir más pero ya no debo decir más. Todo lo grado podría perfeccionarse, y continuarse, pero antes de darle más alas a esa idea mejor exterminarla sin miramientos. Y que este sea un testimonio de que al menos una vez jugué con fuego.

*Este texto puede pecar de ridículo y artificial. Pido disculpas por ello.

 

30

2014. Parque Kennedy. Vamos saliendo ya varios meses. El plan siempre es ver una película pero nunca terminamos entrando al cine. Ese día ella habla mucho sobre laceados (“¿brasileño o japonés?”) y yo para contrastar las cosas le cuento que mi cabello tiene una vida útil de 7 años, pues en mi estirpe la calvicie empieza con fuerza a los 30. Se ríe. Me dice que falta mucho. Sonrío. Es verdad, falta mucho.

2016. Reunión familiar. Es un cumpleaños especial para mi abuela y esta vez todo el mundo ha venido. Veo de nuevo a un primo lejano que siempre me cayó bien cuando yo era niño. Hablamos, recordamos viejos tiempos. Hay un punto en que me cuenta algo que no llego a captar bien, y me dice que “ya cuando tengas 30 años entenderás”. Me río; es cierto, si yo tengo 25 él ya está en 30 o 31. Le pregunto que qué se siente cargar con tres décadas, y me dice sonriendo que no me preocupe, que también me va a tocar.

2018. Bar Público. Es temprano, se puede hablar sin alzar la voz. Voy un par de chelas y me acerco a caja para comprar más cerveza. Aprovecho para pedir que pongan una canción —dame un poco de trago y me vuelvo levemente conchudo—. Vuelvo a la mesa, los demás están rajando de un tipo. Escucho algo y me desconecto un poco, esa historia ya me la han contado. El relato termina. “Y ese cojudo cuántos años tiene?”, pregunta uno. Yo, que lo conozco, respondo que 31, y después de un silencio infinito de dos segundos, alguien añade “ya está viejo ese huevón”.

2020. Consultorio. Le entrego al doctor el examen de rayos X que me pidió. Él observa y me dice que en efecto, mis articulaciones ya están un poco desgastadas. No es la primera vez que converso con este tipo, ya hace tiempo que por él uso zapatillas especiales, caliento 15 minutos antes de correr, evito cargar peso. Él termina de revisar los resultados y me dice que definitivamente debo suavizar mi rutina. Me pregunta mi edad. Yo respondo que 29. Y me dice que lógico, que ya a partir de ahora todo es cuesta abajo.

2021. Aviación, Angamos. Ya no falta nada. Contrariamente a mis pesimistas expectativas, aún tengo cabello. ¿Qué ha cambiado que ahora todo es distinto? Pienso en el fin del mundo (¿de mi mundo?), hago un recuento de lo que he hecho, de lo que he vivido. Viajo al pasado y extraigo algunos recuerdos. Estos que ahora son una antesala para expresar lo que siento.

Sigo caminando, en la ruta un señor vende espejos de cuerpo completo. Me acerco, me miro. Sí, es cierto, ya no soy el mismo. El señor me pregunta qué me preocupa. Sonrío y le agradezco. Y es ahí que entiendo que hoy he estado equivocado, errado por pensar hacia atrás todo el tiempo. Que la vida y las cosas que le darán sentido están también adelante. Que valorar la juventud no puede significar estar triste por perderla. Y que una nueva etapa también es una oportunidad para empezar de cero.

Disruption

Domingo 11 de abril de 2021. Despiertas y sabes que este día versará sobre un único tema. Te levantas a preparar algo de comer. Prendes la tele, quieres ir escuchando los noticieros matutinos. Todos los canales se enfocan en los desayunos de los principales candidatos, la frase “fiesta democrática” se repite cada cinco segundos y de cuando en cuando reportan a un tipo disfrazado de súper héroe en camino a un local de sufragio.

Votar. Siempre tuviste claro que irías a votar. Es algo que hay que cumplir, piensas. Es un deber democrático, pregonas. Siendo francos, te gusta; pero no tanto por el hecho en sí, sino por todo lo que lo rodea: las discusiones, los escándalos, el morbo político. Precisamente por eso es que hoy te la pasarás todo el día en redes sociales, que hoy conversarás activamente en todos tus grupos de chat, y que hoy harás algún intento de análisis lúcido de la situación política actual.

Pero en fin, tampoco olvidas lo que a fin de cuentas es lo importante. Tienes planeado ir a las 11:00 a votar, faltan pocos minutos y ya tienes todo listo para salir. Mascarilla, alcohol, documento de identidad, audífonos, llaves, lapicero. Piensas por un segundo en si ponerte un polo del mismo color que el de tu candidato. Desistes, tampoco es que seas tan hincha.

Vas caminando hacia el colegio asignado. El mismo de toda la vida, piensas, aunque este año le tocaron mejoras porque la pintura es reciente, la fachada está renovada y el césped está muy bien cuidado. Al llegar al aula una cola de una veintena de personas te da la bienvenida. La mesa recién se ha instalado, alguien te explica; solo vino el tercer miembro, todos los demás están no habidos, alguien puntualiza. Estás de buen ánimo así que esperas tranquilo. En un aula cerca hay gente discutiendo, pero los audífonos —inalámbricos y con cancelación de ruido— te mantienen protegido.

La cola se va reduciendo y te acercas a la puerta del aula. Un vistazo adentro te permite identificar los elementos de siempre. La mesa de votación con el presidente y los restantes miembros casi en la entrada del aula, la cabina de votación en una esquina, un par de señores sentados —seguramente personeros— y una tipa con chaleco del Jurado Nacional de Elecciones tomando apuntes. El ecosistema electoral.

Siguiente, dice el presidente. Ingresas y entregas tu documento de identidad. Te entregan la cédula, la tomas y te diriges a la cámara de votación. Abres la cédula y ahí llega la sorpresa. La cédula parece falsa o malograda. Sí, tu candidata está, pero las otras opciones son distintas. En el papel ves las caras de Toledo, Ollanta, Castañeda, políticos que participaron en otro tiempo. No te complicas, vas a la mesa y le dices al presidente que hay un error en la cédula. Estás por abrirla y mostrarle lo que pasa pero el tipo no tiene ganas de hablar y mucho menos de escuchar. Coge la cédula, la rompe murmurando algo y te da otra. Vuelves a la cámara secreta de votación.

Esta cédula es igual que la anterior.

Te quedas desconcertado. Piensas si deberías volver a hablar con el presidente pero en eso desde la puerta del aula una señora dice joven no se demore tanto. No sabes qué hacer, así que doblas la cédula y vas hacia el ánfora. Te piden firmar el padrón y luego de hecho ello te devuelven tu documento. Listo muchas gracias, te dicen. Estás por salir y alguien dice espere señor y entonces vuelves y te hunden el dedo en tinta morada. Dejas el aula pensando que al menos sí pudiste votar por tu candidata.

Vas caminando hacia la salida y para cortar camino cruzas por un jardín seco y amarillo. Sales del colegio y te quitas la mascarilla. Igual que todo el mundo, piensas; literalmente todo el mundo, pues no encuentras a una sola persona con cubrebocas. Respiras hondo, te sacas los audífonos y estos quedan colgando debajo de tu cuello. Algo aquí no anda bien, piensas. Caminas un poco y desde la televisión de un restaurant escuchas que Castañeda en segunda vuelta le gana a todos, pero que eso hoy no le servirá de nada.

Entonces llega el vértigo. Sacas tu celular. Es tu celular, o mejor dicho, fue tu celular años atrás. Tratas de abrirlo pero te pide un código de desbloqueo. Qué está pasando, te preguntas. Miras a tu alrededor. Todo está en su lugar, pero todo se ve distinto, previo. Sientes que la lucidez se te está yendo. Es necesario aclarar lo que sea que esté pasando. De pronto ves una tienda de periódicos. Vas corriendo, no queda mucho tiempo. Al llegar revisas la fecha de un periódico, de otro, de todos. El vendedor te mira extrañado, le preguntas si los diarios son de hoy y él te responde que no podrían ser de mañana. Vuelves a mirar los periódicos, uno de ellos tiene de portada a Messi con la camiseta del Barcelona. Por fin entiendes. Esto es real, esto es verdadero.

Hubo un error en la simulación, hoy es 10 de abril de 2011.

Y tú estás atrapado sin remedio.

Maturity

Segundo año de universitario. Mi vida era principalmente la PUCP pero no solo la PUCP. Tenía algunos amigos en la de Lima y al menos una vez al mes nos juntábamos a conversar y a perder el tiempo.

Recuerdo que eran las 7 p.m. de un jueves. Salíamos de jugar play por la rotonda de La Molina y cada uno tomó su camino. Yo paré en una bodega y compré una gaseosa retornable. Estaba en eso, tomando inca kola y pensando en tonterías cuando me tocaron el hombro.

Era J., un compañero del colegio. Compañero, no amigo. Y digo esto porque en realidad nos llevamos mal. Nunca lo pasé en el colegio, me parecía un imbécil y estoy seguro de que era recíproco. De cuando en cuando teníamos roces e incluso alguna vez nos mechamos (yo perdí pero sin roche, que es lo importante). Si estando en 5° de secundaria me lo cruzaba en la calle ni lo hubiera mirado. En fin, cojudeces de niños.

J. me saludó de forma adulta (“Chino qué tal, a los años”). Y yo, sorprendido, atiné a decir hola y todo bien. Tres segundos de incomodidad. Me preguntó si estudiaba en la ISIL —está cerca a la rotonda— pero le dije que no y que en la PUCP. Me dijo algo del estilo “la PUCP? chévere” y me habló de sus estudios. Estaba en la USIL, estudiando administración y pues había un par de cursos jodidos pero por lo demás todo bien.

Le dije que qué bacán y le pregunté por ciertos patas de la promo. Me habló de algunos de ellos y me dijo que muchos caían al cole en la Kermesse. “Cae este año webón, el año pasado fue un cague de risa”. Yo le dije que fácil, que podía ser.

Terminé mi gaseosa y devolví la botella a la bodega. J. me dijo que qué bacán cruzarnos y que no deberíamos perder el contacto. Me pidió mi número y se lo pasé, y en un atisbo de decencia yo también le pedí el suyo (“te timbro”, fue su respuesta). “Cuídate chino”, me dijo, y nos dimos un semi abrazo propio de dos amigos.

Ya en el micro, recuerdo que pensé “puta, ha madurado este webón”.

Y me pregunté si de mí podía decirse lo mismo.

Génesis

Acababa de entrar a quinto de secundaria y empecé a prepararme para postular a San Marcos. Terminaba clases en el colegio y salía rumbo a la academia Aduni. Llegaba, almorzaba y luego me estancaba junto con otros 40 tipos en un aula apretada hasta las 7 de la noche. Así de lunes a viernes y así en teoría iba a ser siempre hasta la fecha del examen de admisión.

Yo en ese entonces tomaba el tema con algo de seriedad. Escoger una carrera específica me daba igual porque pensaba que iba a ser novelista,* pero entrar a la universidad sí me parecía importante, pues era una suerte de continuación de la vida que ilusamente proyectaba. Participar en grupos de estudio de literatura (y de política), escribir artículos de crítica, ganar concursos universitarios. En fin, toda una gama de experiencias que exigían como requisito de entrada ser estudiante universitario.

Y en cuanto a qué universidad, podía ser cualquiera de las públicas. Un año antes, mi papá habló con un tío mío que tenía a dos hijos en la Ricardo Palma. “Es caro”, fue la conclusión de esa conversación. Ni modo, sería San Marcos. Yo, que crecí con amigos de barrio que postulaban a la Agraria, a la UNI o a la misma San Marcos, veía a esta última como una opción perfectamente natural.

Pasaron varios meses así, estudiando sin sobresaltos. Pero un día, mientras estaba en el micro rumbo a mi casa desde la academia, me llamó mi mamá. Recuerdo que estaba escuchando Nid de Diazepunk y que la pausé para contestar. Ella solo quería saber si ya estaba yendo a casa. No le di más vueltas a la llamada y volví a la música.

Llegué a mi casa. Usualmente comía solo, pues para mi llegada ya todos habían cenado. Ese día mi papá estaba sentado en la cocina y mi mamá le preguntaba sobre créditos y referencias. Dejé mis cosas y pasé a la cocina.

En esa reunión mi papá me dió el anuncio más importante hasta ahora en mi vida. Anunció la experiencia que me ha formado como persona, la que me ha dado los mejores años que he vivido, la que me ha abierto todas las puertas que he alcanzado y sin la cual no creo que sería el que soy hoy día.

En esa reunión mi papá dijo, “vamos a hacer un esfuerzo para que estudies en la católica”.

 

*Sobre este tema me remito a un post mío en facebook.
https://m.facebook.com/story.php?story_fbid=1679585682142465&id=100002731472055