Ese soy yo – Midnight Cowboy (1968)

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Contiene spoilers

Midnight Cowboy es un cuento sobre esperanzas perdidas. Una historia sobre crecer y aceptarse a sí mismo, con todo lo que ello implica. Es una historia sobrecogedora, rompecorazones, el testimonio de nuevas libertades latentes en EEUU, abiertamente en riesgo por los excesos que pretende defender. Funciona como un film erótico, un inusitado coming of age, una tragedia de enormes proporciones, un testimonio sutil de amistad y empatía. No es sencilla de ver, pero tampoco debe serlo: es un filme X, atrevido y poco apologético, capaz de escandalizar con apenas una toma. A veces, su lenguaje resulta demasiado franco y poco cinematográfico. Una vez que uno entra en su órbita, acostumbrándose al street smart neoyorquino y su vida nocturna, es cuando se es presa de una extraña sensación lastimera y delirante, un aprendizaje que cuesta aceptar y aún más recordar. 

Comienza la música: con voz gangosa y entrecortada, Harry Nilsson canta Everybody’s Talkin. El montaje de inicio lo dice todo: un vaquero cualquiera, Joe, decide dejar la cómoda e inhibida rutina del medio oeste y trepa a un bus con destino a Nueva York. No tiene un dólar en su bolsillo ni a nadie conocido. Desea triunfar con lo que tiene, sacrificando mucho en el camino. Tal proyecto, sin embargo, no parece realizable. Parece un callejón sin salida, una oportunidad dinamitada por condiciones marginales, agrestes. Es pues, a breves luces, el american dream. Joe, con mirada ingenua y perdida, se lo cree. Sigue tratando. Consigue, luego de tanto, a un amigo. Ratzo Rizzo, ni menos. Un sujeto peculiar: un embustero, de mirada turbia, voz rasgada y caminar dolido que, a pesar de todo, parece recibirle. Nueva York es duro, pero mejor acompañado. Joe, como gigoló, inicia una vida llena de sueños por cumplir. 

De arranque, la puesta en escena de John Schlesinger se siente muy de los 70s: música rock en el reproductor, escenas filmadas en silencio, la sinfonía de ruidos citadinos cubriendo la ciudad, cámara en mano interrumpiendo lugares íntimos, colores brillantes en las marquesinas y los ruidos de los autos. Filma de forma frenética y desesperada, sin censura o restricción, dispuesto al escándalo. Cuestiona. Su estilo se basa en yuxtaponer: tomas de la ciudad, planos que se entrometen en la mirada placentera de los personajes, extractos de programas de TV, flashbacks de la vida pasada de Joe, escenas oníricas y extrañas. Schlesinger elige el caos. De la misma forma en que New York se ordena y desordena con normalidad, y la mente de Joe sigue en trance, el film consigue ponernos en la carrera, someternos a la misma espiral emocional del resto.

Lo que vemos en la pantalla es ese Nueva York decadente y siempre melancólico, una ciudad que acoge a gente desdichada y extraña, que prefiere el derroche por sobre cualquier otra cosa. Duele. La ciudad es filmada desde toda arista: desde la multitud que recorre sin emociones las calles de Manhattan, desde los curiosos personajes que viven ocultos en el día y libres en la noche, desde las mujeres que seducen a Joe y parecen, cada una a su modo, un reto diferente. Tiene sentido que el guía de Joe en esos paraderos inciertos sea un truhan de poca monta como Ratzo. Irónicamente, alguien sin nada que perder parece inspirar cierta confianza.

Mucho del peso emocional del film recae en los actores. Pocas veces un dúo actoral ha tenido tanto impacto y sin siquiera intentarlo. Dustin Hoffman asume una dolorosa transformación, asumiendo el rol de marginal, encarnándolo desde cada pequeño detalle: un paso cojo, una voz aguda y gangosa, una mirada de desconfianza. Jon Voight, a su vez, encarna a Joe con indulgencia, ingenuidad y bastante temor. Compramos su indecisión. Convence. No son tantas las escenas que comparten, pero sí las necesarias. Encontramos, entonces, una lección que ya sabíamos: si es en la necesidad cuando se descubre al verdadero amigo, entonces la relación entre Ratzo y Joe -cultivada entre bares de mala muerte y edificios en decadencia- debe ser de valor.

Hay una interesante discusión sobre la sexualidad. ¿Es Joe un producto del férreo machismo del midwest estadounidense, a tal punto de que no puede aceptar su incipiente bisexualidad? ¿Ello explica su necesidad de rebelarse sexualmente, de convertirse en gigoló para reafirmar cierta disidencia y rebeldía, o para hallar consuelo en la hiper-masculinización? A fin de cuentas, para el tiempo del filme, de a pocos la cultura cowboy estaba siendo apropiada por grupos LGBTQIA+ como una forma de disfrutar libremente de su sexualidad. Joe, entonces, parece estar en el medio. Lo vemos disfrutando de los vínculos sus clientas, mientras que, en el fondo, parece dejar a libertad sus fantasías con Ratzo. Ratzo mismo aumenta la duda. Al inicio, parece encarnar una posición conservadora, “de calle”, reticente a aceptar otra inclinación. Luego nos damos cuenta de lo contrario. Vemos un estado de tensión entre ambos, compincharía que parece atracción, dudas en la cabeza de Joe. Por eso hace el amor de forma frenética, casi salvaje, como para despejarse de dudas. Lo erótico, entonces, se hace difícil de ver. 

Eso nos lleva a los sueños, que en film son filmados a cada rato. Muchos cuestionan la presencia de elementos oníricos dentro del film. Ignoran, quizás, la poderosa arma del subconsciente. Tengamos algo claro: si hemos lo que estos dos personajes sienten y piensan, entonces sabemos de su tendencia a reprimirse. Tiene sentido, entonces, que sea a través de los sueños que pueden rebelar sus verdaderas intenciones, que pueden libarse del yugo social y puede dejar rienda suelta sus fantasías. En la escena del sueño, la tensión, como un coctel de LSD y cocaína, aumenta de forma insospechada. Los personajes se enfrentan sus temores, pero, sobre todo, a lo que ellos mismos representan. Joe y Ratzo, dedicados a engañar gente, ya no pueden seguir engañándose a sí mismos. Parece una metáfora trivial, sin duda. No por eso su impacto pierde su poder.

Luego de los sueños, regresa la realidad. El clímax. Ratzo inevitablemente está enfermo. Joe hace lo que puede por cuidarle, pero resulta insuficiente. Ratzo decae y con él las esperanzas del vaquero. La gran manzana nunca había sido tan cruel. Ratzo quiere ir a Miami. Resulta irónico. Si para Joe Nueva York es el lugar de escape, para Ratzo es el lugar del cual escapar. El ciclo se completa: nuevamente, Joe en un autobús. Huyendo.

Hemos testigos de esta odisea nocturna por lo recovecos más deprimentes de Nueva York. Atrapados en la gran metrópoli, dos sujetos sin futuro han hecho lo posible por encontrarse a sí mismos encontrando al otro. Quizás haya valido la pena. Quizás.

Puntuación: 3 / Votos: 2

Acerca del autor

Anselmi

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