El cine de Mike Mills es un cine en constante movimiento. A diferencia de otros nombres del cine de autor y del formato arthouse, Mills no cree en el valor de la parsimonia y la necesidad del letargo. Su estilo va por otro lado. El antiguo curador de arte, expuesto a la constante interpelación entre una disciplina y otra, acostumbrado a manipular los límites de un formato creativo u otro, no puede concebir el cine como una pieza fija y predecible, sino todo lo contrario: su cámara está siempre móvil y flexible; el montaje es ágil, aunque matizado, y su texto se ve interpuesto por otros textos, monólogos que se irrumpen entre ellos. Sus historias no suelen ser lineales y, si lo son, siempre retornan al pasado.
En Beginners (2011), su ópera prima, la historia de un padre moribundo y su hijo devoto se narra a partir de una serie de misivas que intercambian pasado y presente, en una suerte de ensayo-homenaje a la creciente pérdida del protagonista. En 20th Century Women, la historia de un adolescente en la California de los 70 es narrada a partir de tres mujeres (su madre, su amiga improvisada y su amante), en un bellísimo testimonio coral del espíritu femenino y la revolución cultural. El cine de Mills siempre es ensayístico, impersonal, un cine que conjuga lo intelectual y lo melodramático, la pesquisa académica y el corazón artístico. Un texto suyo, tamizado bajo distintos filtros y enfoques casi siempre se torna en un poderoso experimento intertextual, una polifonía de voces, tiempos, anhelos.
C’mon C’mon sigue exactamente el mismo destino de sus predecesoras. Es la historia de Johnny, un periodista que realiza proyectos de impacto social en la radio, y que, por lo tanto, “rescata” distintas historias del olvido, sobre todo, aquellas de los más necesitados. Por supuesto, el protagonista del film, así como el Ewan McGregor de Beginners o la Annette Bening de 20th Century Women, vive enclaustrado en una permanente melancolía. Vemos que se trata, pues, de una curiosa paradoja: el radio-periodista que rescata historias de otros, pero que deja la suya propia al abandono. Su historia personal está marcada -en el entrecruzamiento de los filmes anteriores de Mills- por la muerte de su madre, y la extraña relación con su hermana. Ella también ha perdido la esperanza: hace lo que puede para criar a Jesse, de 8 años, aún cuando su esposo se enfrenta a un espiral autodestructivo y se transforma en una suerte de figura fantasmagórica. ¿Será esa necesidad de rescate lo que lleva a Johnny a ofrecerse a cuidar al muchacho, mientras ella va cuidar de su marido? ¿Qué otra cosa sino le llevaría a asumir una suerte de forzosa paternidad con su sobrino, a quien no parece conocer lo suficiente?
Mills no es un cineasta que deja las intenciones de sus protagonistas en la ambigüedad. Le gusta que hablen, que narren, y que lo hagan más de la cuenta. Así como el trabajo radiofónico del protagonista, el texto de Mills pone otras voces en primer plano, permitiendo, entonces, mayor detalle sobre las creencias e incentivos de los personajes. Al contrario de lo que parezca, esta apuesta no impone una versión única y evidente de las motivaciones del narrador, sino todo lo contrario: las complejiza y enriquece. La pérdida de sentido de Phoenix contrasta con la eterna pulsión creativa que le domina, la necesidad de darle voz a otros para no tener que escuchar solo la voz propia. Eso también se dice, y de forma convincente, en los cuidados monólogos de Mills. De alguna manera, de eso se trata la relación con su sobrino, de esta especie de forzosa confidencia, determinada por la necesidad de producir algo en el otro, mismo efecto del documental y el acto creativo.
La película interpone tres planos textuales. El primero, y el mejor logrado, se enfoca en las voces externas, los tantos niños y adolescentes que, capturados por el micro de Johnny y la cámara de Mills, ofrecen una mirada raída, intensa, a veces esperanzadora, del EEUU en el que les tocó vivir. Sus voces (tratadas a veces como simple telón de fondo) cobran relevancia en los distintos montajes de Mills, contraponiendo las emociones de los jóvenes con el evidente cansancio y escepticismo del protagonista, ofreciendo un mosaico imperfecto, pero adecuado, de la ciudad, sus sueños perdidos, sus luchas y espacios de resistencia. Uno podría pensar que el metraje de Mills le hubiese alcanzado para un largometraje dedicado a estas historias. Creo que es muy posible, pero no sé si él se hubiese sentido cómodo con eso: si algo queda del aura melancólico de sus filmes, es que, a la larga, Mills solo puede filmar desde sus propias historias, desde lo que y conoce.
Eso nos lleva al punto central del film, quizás el menos logrado, pero suficientemente valioso. ¿Qué siente Johnny por su sobrino? ¿Se trata de genuino afecto o tan solo un estricto sentido de responsabilidad, una especie de forma de purgar su culpa familiar de forma concluyente? Parece ser un poco de ambas. Pero la curiosa paradoja que establece Mills va un poco más allá: Jesse, a partir del constante torbellino de preguntas y tensiones, es, finalmente, la única oportunidad que tiene Johnny de acercarse a los otros, su única conexión con el mundo. Huraño y parco, sumido en la infinita melancolía, parece tener un peculiar apego por las historias de la vida real, pero sin acercarse demasiado a sus sujetos. No hay ningún atisbo de superioridad en sus intenciones, tan solo la condena del ensimismamiento y el costo de la melancolía. Tal condena solo parece superable con la ayuda de su sobrino, que replica, a partir de su inocencia y su disposición a ser convencido, el tipo de espectador ideal, ese que Johnny no ha pedido conocer aún.
Como tercer plano, un poco más sutil, está la idea del cuidado por los otros. Aquí la protagonista es Viv, la hermana de Johny, y su extraña pulsión compasiva por su exmarido. ¿Acaso Viv se encuentra atrapada en una melancolía permanente, que le impide alejarse de su antiguo compañero de vida? ¿O se trata de la pérdida de un sentido mayor, que la lleva a abocarse por los otros más que por sí misma? También podría ser los rescajos de la imposición patriarcal, ya que estamos teorizando. Lo importante es que Mills no se preocupa demasiado por lo que sus personajes creen, sino más por lo que dicen y hacen, lo visible: podría ser una aproximación superficial, pero resulta todo lo contrario.
Eso nos lleva de vuelta al inicio. El valor de hacer un cine-collage, intertextual, abocado a oír a los otros en lugar de oírse a sí mismo. Y eso parece valioso, sobre todo cuando el cine rápido, visto desde las grandes masas, es un cine que comprime y suprime imágenes, mientras que Mills las expone, les da primera plana y les imprime una suerte de renovado valor, mucho más enfocado en las emociones contradictorias, pero necesarias, de la vida moderna, la vida la ciudad. Los actos de Viv, el tránsito de Johnny y la curiosidad de Jesse no son sino facetas del propio acto documentalista y creador, que Mills conoce muy bien. Filmar sobre eso parece hacerle muy feliz. A nosotros también.
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