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La cámara se fija en el rostro de Chantal Goya, se escucha un disparo en el fondo y la pantalla vuelve a negro. Se acaba un clip y al instante inicia a otro: como la rutina de los jóvenes que lo protagonizan, este film no da treguas. Masculin Féminin es -y si no es, debería ser- la película más accesible -y por ende, más placentera- en la filmografía de Jean Luc Godard: una suerte de homenaje-parodia-crítica a la juventud revolucionaria de cafetines y panfletos, cigarrillos y café; un punto cúspide en la carrera de su director y del movimiento que representa. A su manera, con el montaje ágil, los diálogos picarescos y la naturalidad de los intérpretes, el film, a diferencia de otros tantos contemporáneos suyos, parece hacer una suerte de proeza paradójica: se mantiene relevante 50 años después, incluso ajena a las ataduras temporales, aún dentro del cómodo empaque de la Nouvelle Vague, de la que parece ser una excelente exponente, una suerte de paradigma.
Masculin Féminin no es un ensayo sobre las diferencias de género, como sí el pastiche necesario sobre la juventud rebelde y la intelectualidad francesa en los 60. En el film de Godard, nada parece estar en su lugar: un tórrido romance se filma como si se tratara de un placentero verano; mientras más cruel es la protagonista con su amante, más se enamora este de ella; mientras más absurdas son las reacciones de los personajes, más se parecen a lo que conocemos. Tantos años después y su efecto es el mismo. Una sonrisa de oreja a oreja y, si se presta suficiente atención, pequeños apuntes -fragmentados, igual que su narrativa- sobre el film y sus implicaciones en el cine alternativo. Expliquemos algunos de ellos.
Godard establece una serie de confrontaciones binarias. El misterio en Madeleine versus la franqueza de Paul. La duda del joven parisino versus la confianza de la aspirante a modelo. La juventud, dinámica y caótica, enfrentada al sistema, inamovible y estático. El deseo enfrentado al intelecto. La belleza, superficial y tonta, frente a la discusión filosófica. Por un lado, parece un recurso narrativo comodón y convincente. Por otro lado, parece que las confrontaciones, llevadas a un punto de evidente agudización, se reflejan en el clímax del film, en la cruel -aún cuando cómica- tragedia del amor no correspondido, el amor cruel, quizás, la confrontación más evidente de todas en el film.
Madeleine tiene el tipo de belleza que solo puede concebirse en el cine. Su mirada es dulce y despreocupada, pero, en el fondo, cruel y manipuladora: una suerte de híbrido entre la femme fatale de los 40, la heroína del Hollywood en los 60 y la heroína filosófica moderna. El cabello rígido, el cuello de tortuga y la voz infantil sugieren una presencia inocentona, de sexualidad tabú, que hace que, como Paul, busquemos darle más de un significado, desentrañar la pose elusiva y el egoísmo detrás de una sonrisa o un beso suyo.
Para un director que solo concibe el meta-cine, el film resalta por ser el más consciente de su carrera y éxito. Se hacen referencias a otras películas de Godard (por allí se percibe un póster de Pierrot le Fou -1965-), se juega con los apelativos de su cine (el rótulo de marxistas de Coca Cola aplica bien para Godard y sus seguidores) y, en el fondo, se realiza, a modo de compendio, una revisión de los temas que reconocen a Godard por lo que es. Que los personajes los reconozcan con facilidad -y se sienten abrumados por ellos- parece ser la misma condena de Godard, su filmografía como un acto de expiación.
Godard obtiene una suerte de espontaneidad contenida, lejos del exceso o la pretensión de otros filmes suyos. Deja que las escenas duren lo que necesita, evita el exceso de cortes, aleja el sonido, fija la cámara en los rostros y se enfoca en la naturalidad de la escena, que funciona como una pieza de cinema verité. Por supuesto, la demagogia filosófica-política toma la pantalla de vez en cuando, pero, lejos de alejarnos de lo que hemos visto, consigue, como el bicho de curiosidad, que miremos esta “naturalidad” con una mirada más crítica, reconociendo que el amor es suficientemente ideológico por sí mismo.
Godard, como en Vivre Sa Vie (1962) vuelve a confiar en la conversación. La ironía es que, para un cineasta que se exige cuestionar activamente el estilo con el que filma, su mejor logro está en la simpleza del diálogo. Aquí, Godard deja que Paul y Madeleine (o una combinación de sus amigos) hablen, como cualquier intelectual de su generación, mucho más de la cuenta: que, en la espontaneidad y desorden de la conversación, discutan sobre el amor, los anticonceptivos, el rol del sexo, la política económica, la guerra en Vietnam y su propio futuro. Hablan de todo, menos de sí mismos, al menos, de forma honesta, como un mecanismo de escape del yo interior. Por eso, Godard complementa la confrontación del diálogo con los monólogos interiores, que, solemnes y literarios, exponen la creciente ansiedad de los personajes, producto del exceso de consciencia y la duda intelectual.
El film funciona como la crónica del mayo del 68, desde el antes y el después. La inquietud social de los protagonistas parece reafirmar la atmósfera del aburrimiento, desazón y descontento de la juventud europea; la esperanza frente a los levantamientos públicos; la rebeldía intelectual por encima de cualquier otra cosa. Por supuesto, el film de Godard no podría ser tomado como reporte etnográfico, ni mucho menos, pero sí como una suerte de pieza semi-verité, que, con sus propias pretensiones, recrea -y predice- las tensiones y petitorios de una generación, enfrentada a un sistema demasiado tradicional y demasiado ajeno, incapaz de hacerle frente a los cambios sociales suficientes.
La juventud parisina funciona a través de arquetipos inamovibles. Podríamos hablar, por supuesto, de una suerte de “Chicos Godard”, que se acomodan en la gran pantalla con sus propias manías, su fanbase en el circuito independiente y una presencia constante en el cine de la Nueva Ola. Son cínicos, crueles, egoístas, pretenciosos, pero también asustadizos, inseguros y enfrentados a sus propios dilemas. La juventud parisina no cambia, aunque todo cambie a su alrededor. Esta visión -de hombres desesperados y mujeres fatales- no tiene vergüenza de repetir lo que otros tantos filmes ya nos han dicho y que han defendido, casi histéricamente, su visión particular de la sociedad europea. Godard permite el monólogo interior, casi como un intento desesperado de darle mayor fluidez y veracidad a sus personajes, que asemejen no ser arquetipos aunque no dejarán de serlo.
Hay algo especial en la elección de Jean Pierre Leaud. Desde su primera aparición en los 400 golpes… (1959), pistoletazo de partida en la Nouvelle Vague, le hemos visto crecer a través del cine, como si su crecimiento funcionase como una suerte de doble efecto espejo: un reflejo del ciclo de vida del joven clase media-alta francés (de joven rebelde a adulto desilusionado); pero, a su vez, un reflejo de la evolución creativa de los realizadores, que dejan la honestidad de la representación de la infancia por el cinismo de la adultez temprana, como una suerte de crecimiento -o regresión- en su relación con el cine.
Godard fija la cámara en la gente y en lo cotidiano, o su versión de lo cotidiano. Lejos de dejarse llevar por la irrupción común de su estilo -que niega cohesión narrativa y pretensión de realidad- el franco-suizo prefiere escenas de larga duración, la cámara fija en los dormitorios y cafetines locales, los diálogos honestos, que se alejan de la diatriba filosófica y se enfocan en cuestiones más mundanas: el amor romántico, el deseo sexual, el temor, la violencia y demás. Se filma con frescura y suficiente detalle: la cámara se mantiene fija, deja espacio para el diálogo, el juego de miradas y todas aquellas cosas que, en otros filmes de Godard, se perderían por una apuesta más mecánica y menos humana.
Este es un film sobre sexualidad política o política sexual. El binomio masculino-femenino, a pesar de estar encauzado en arquetipos, se hace y se deshace con las nuevas revoluciones y la existencia de puntos de quiebre: la revolución sexual, el ímpetu feminista, el auge de Hollywood y el rock and roll, la invención de la píldora, Bob Dylan y el propio Godard hacen que el género se re-politice, y, con ello, se hace mucho más interesante.
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