La historia oficial es la historia de los otros, contada por uno mismo. Es el testimonio vívido y punzante de un tiempo que, desde la memoria hegemónica, no existe. Es la cruda manifestación de la verdad, muchas veces ahogada en un grito y que, desde el incisivo accionar del celuloide, es forzada a salir a la luz. Ganadora de premios internacionales, pieza clave de la memoria cultural argentina, hoy, su legado se mantiene casi inquebrantable. Habrá que explicar el porqué.
Las piezas centrales del film se van develando de a pocos, como los secretos familiares que de pronto se asumen como públicos. Una pareja de alta clase en Argentina ejemplifica de forma precisa la intricada situación política en tiempos tardíos de dictadura: la contradicción entre la institución y la violencia, las vidas paralelas frente al totalitarismo y la represión. El marido es un hombre centrado en su trabajo, el cual, al parecer, es de estricta colaboración con el régimen extremista del país, a quien él alaba. Alicia, su mujer, es una profesora de historia en conflicto, al no poder narrar la versión de su país que le parece la cierta. Prefiere preocuparse por Gaby, su pequeña hija, la cual, al parecer, fue adoptada en circunstancias extrañas. Todo, por supuesto, llega a su cauce con la llegada de Ana: una exiliada de izquierda, amiga de Alicia, quien le sugiere que se pregunte lo que nunca quiso preguntarse. Y todas las miradas se centran en Gaby. Todo esto se da, por supuesto, mientras que Argentina sucumbe ante las protestas masivas y los estudiantes de Alicia cuestionan la versión impuesta de la historia que ella relata, así como Alicia empieza a cuestionarse su propia historia.
La disputa se anuncia desde un inicio. ¿Cómo es posible que una pareja de edad avanzada pueda tener una niña de esa edad? ¿Por qué Alicia nunca deja a la niña sola? ¿Qué hace que se mantenga el cumpleaños de la joven en total recelo? La lección es que, mientras más se barnice a la realidad con secretos y silencios, más sencillo resulta ignorar la realidad, más asequible resulta el engaño. Incluso la mejor excusa es vulnerable al paso del tiempo, a la intensa necesidad por verdad.
La búsqueda de Alicia comienza de forma insospechada. Tan solo, una pregunta. Curioso que toda una calculada red de mentiras y excusas pueda caerse con tan solo un signo de interrogación. La duda, entonces, yace en el personaje principal y sus motivaciones. Alicia es un misterio por sí misma. ¿Por qué hacerse la pregunta tiempo después? ¿Acaso sirve como una forma de aplacar la culpa interiorizada? ¿Es una forma inconsciente de ahorrarse el dolor de la pequeña y vivirlo en carne propia? ¿Se trata de un sencillo acto utilitarista, para salvaguardar la seguridad de la niña? El misterio, por supuesto, conmueve. Nada nos queda claro, salvo el punto de partida: Alicia ya no puede seguir sosteniendo su ficción, así como el pueblo argentino ya no se cree la versión del régimen.
Todo nos lleva a la confrontación entre las dos mujeres. La escena entre Ana y Alicia es, probablemente, uno de los momentos más reveladores y trascendentales en el cine hispano. Puenzo la trabaja de a pocos, no la anuncia, solo deja que suceda de forma espontánea, creíble. Una conversación entre amigas, por risas y alcohol, se vuelve el escenario posible -adecuado no, pero sí posible- de una revelación: Ana, por fin segura, puede revelar, a lujo de detalle, los estragos que la dictadura han dejado en ella. La cámara se va acercando a su rostro contrariado, aún eclipsado en ese momento de horror. Los cortes entre close up y close up se van sucediendo sin tapujos. La música, con armonía melancólica y tensa, aumenta. Las palabras, como martillazos en el pecho, como ruidos secos que resuenan por las paredes, son demasiado cercanas, demasiado honestas. Es casi imposible no estallar en lágrimas. Puenzo nos cuestiona, nos confronta, nos desarma. La cámara se hace demasiado personal, escarba con violencia, indaga sin pedir permiso, forzando una evidente confrontación entre las dos mujeres, cada quien con su condena: Alicia, en el sopor de la ignorancia, cobijada por el régimen; Ana, herida de por vida, llevando la tragedia como un sello permanente.
Luis Puenzo filma así sus escenas: con dramatismo, tensión, firmeza: como fragmentos anecdóticos que permanecen en la memoria, remilgos de emociones contrariadas, de alguna forma reunidas bajo la excusa del cine. Su cámara es íntima, pegada siempre al deambular melancólico de Alicia. El film empieza a hacerse de puertas cerradas, asfixiando a Alicia en un drama doméstico, confrontándola con el horror de su intimidad. En ese proceso se da una suerte de efecto paradójico. Aquel espacio seguro para Alicia, lejos de la dictadura, se torna su prisión. Puenzo, con la cámara filma, así lo deja.
En un momento cotidiano, Alicia se deja llevar por sus sospechas e inspecciona las ropas con las que recibió a Gaby, guardadas celosamente en empolvados cajones. La ternura maternal se confunde extrañamente con el voyerismo y una inusitada curiosidad, un morbo que lleva a la vergüenza. Se contrapone efectivamente el horror maternal, la carga femenina, y el drama político, la presencia de la dictadura. En otra escena, Alicia, rebosante de culpa, va a pedir consejo a una parroquia local, solo para ser acallada de forma inesperada por el cura de turno. A él le conviene el silencio. En una tercera escena, ya no es Alicia, sino su marido, Roberto, quien, en un amplio travelling se ve cuestionado por su familia, anarquistas antidictadura, a quienes él acusa de celosos por ser el “ganador”. Claro que esa revelación nos incomoda: es un ganador a costa de hacer desaparecer a los “perdedores”. Puenzo, entonces, intercambia la ficción política por el drama psicológico, confrontando a los sujetos en un constante espiral de dudas y temores, en la culpa creciente. Cada quien la enfrenta como pueda.
De a pocos, la vida de Alicia se va desdibujando y así, cual resumido cliché, el poderío de la clase alta que vive a espaldas del pueblo se desmorona con ella. Roberto deja su pose de padre y marido ausente para mostrarse como un burócrata frío y despreciable. La palabrería banal de la high class parece un eco hueco y aprehensivo. Nada le consuela. Las dudas se amontonan en protagonista y espectador. Un matrimonio que se quiebra ante el crimen del pasado, cuya mancha afecta el placer del presente.
La cuestión, por supuesto, radica en Gaby, la pequeña. Gaby que, sin saberlo, es objeto de disputa. Gaby que, a su forma inocente y descuidada, crecerá en otra Argentina, ajena a los estragos del odio y la persecución. El canto de Gaby, leitmotiv en numerosas escenas del film, apunta a eso: yuxtaponer la inocencia infantil con la brutalidad de la guerra; contrastar la apacible vida en casa de Alicia con la crisis colectiva en las calles. Los cantos angelicales de la pequeña son un anuncio doloroso de que, al final, todo se conoce, incluso lo silenciado por la dictadura. En una escena, ella juega y es interrumpida por niños jugando a las pistolas. La dictadura recreada. Que Gaby, con su ternura, haya sido concebida a partir de la tragedia, solo refuerza la contradicción central del film y lo hace más difícil de ver.
La historia oficial, entonces, funge como testimonio histórico, pero más como un mecanismo necesario de expiación. Es a través del cine que uno puede narrar lo inerrable, contar lo censurable, explorar en lo prohibido. De a pocos, la verdad duele, pero cura. La última escena del filme así lo demuestra. Ambos padres de Gaby, enfrentados a la verdad, se refugian como pueden. Roberto, azuzado por la crisis nacional y familiar cae en la ira, lo que se gana nuestro más justificado desprecio. Alicia se refugia en el silencio. Gaby, al otro lado de la llamada, canta, sana y salva, pero, aun así, nos genera inquietud. La misma incertidumbre permanente en el pecho de madres y abuelas de los desaparecidos. Por unos instantes, opresores y oprimidos cambian de lugar. El cine, impotente y compulsivo, inicia una conversación. Un tipo de enfrentamiento con verdad que, décadas después, sigue siendo tema común en la Argentina. La historia oficial, pues sigue siendo objeto de defensa.
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