En cuerpo y arte – The House That Jack Built (2018)

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The House That Jack Built funciona a modo de confesión. Es el testimonio de un realizador que, dedicado casi exclusivamente al escándalo, reconoce los limites morales de su obra y la natural controversia alrededor de su propuesta. Lejos de pedir perdón, Lars von Trier se apropia de esos cuestionamientos y los hace aún más difíciles de absolver, seleccionando el escenario más perturbador de todos -las memorias de un asesino en serie- como excusa para una fábula contemporánea sobre el rol violento del arte, la amoralidad del sujeto moderno y la responsabilidad moral del creador. El resultado final, a pesar del exceso y la pretensión, termina por irrumpir violentamente en la audiencia, como un martillazo en el cerebro, que incita a la constante resignificación, morbo y fascinación entre quienes la soportan. No es cosa sencilla, pero el cine moral casi nunca lo es. Por eso vale la pena.

The House That Jack Built, como casi todos los films de Lars von Trier, parece haber sido concebida como una novela, narrada a través de capítulos y determinada por cierta progresión lineal en el devenir del personaje principal, desencadenado en un desenlace fabulesco y moralizador. La historia está dividida en 5 incidentes y un epílogo. Cada uno tiene a Jack, ingeniero y fallido arquitecto, como protagonista. Cada uno involucra un crimen horrendo, filmado con total naturalidad y narrado cómodamente por Jack, con la voz fija en los detalles. El testigo de los hechos (y la única audiencia de Jack) es una suerte de Virgilio moderno. Entre un incidente y otro, Jack habla sobre arte, moralidad y el proceso creativo: expresa su fascinación por la música de piano, la arquitectura gótica, la liberación mediante el arte moderno, el método de creación y su propio sueño de construir la casa de sus sueños.

La idea central del film es fácil de intuir. Violencia que es arte y arte que es violencia. Una relación simbiótica, hasta natural, que conscientemente buscamos evadir, pero que, a la larga, quizás de forma inconsciente, retomamos. El trabajo de asesino es metódico, disciplinado, perspicaz, conceptualmente comprometido, creativo. Sigue el mismo patrón de la vocación artística. Y, así como el artista, el asesino parece estar involucrado en una suerte de “ego social”: reconoce (y se sensibiliza) ante el exterior y los sujetos que los rodea, pero, aun así, debe distanciarse moral y subjetivamente de ellos para garantizar el éxito de su producción. El artista crea a través de la manipulación y la violencia. Para von Trier, ello parece venir desprovisto de consideraciones morales. El asesino sigue una línea parecida. Se compromete con las víctimas, pero no lo suficiente. Ambos persisten a través de su creación que, bien que mal, se mantiene inmarcesible en el tiempo, aun cuando es reinterpretada constantemente por ellos mismos, ya sea a través de la culpa o la admiración. Su creación les persigue y puede volverse su condena.

Así como en Nymphomaniac (2013), y releyendo a Dante, von Trier retoma la tradición de la novela filosófica, dividida en diálogos y alegorías sencillas de seguir, confrontando a la audiencia a través de un tercero objetivo, esta vez, recreado en una suerte de Virgilio neutro, quien, así como el crítico de arte, solo pregunta ocasionalmente y permite que el autor se apodere de la narración. El resultado, repulsivo, por supuesto, vuelve a sugerir la supuesta distancia entre el producto artístico y el ideal ético, en la medida en que el primero solo parece ser razonablemente comprendido abandonando el segundo. Virgilio, como el crítico, identifica cada acto manipulador de Jack, y, por tanto, filtrando lo grotesco a través de lo alegórico, es capaz de seguirle el juego, fascinarse ante los crímenes, darles algún sentido mayor. El crítico, necesitado de validación, busca la disrupción y nada parece más disruptivo que la violencia en su estado más puro y vil. La violencia en la pantalla busca tener un significado que, negado por Jack, solo puede provenir de un tercero objetivo.

Las cosas son cómo se leen, dice von Trier a través de Jack, quien, según Virgilio, “lee a Blake como el diablo lee la Biblia”. La responsabilidad, entonces, no es del creador, sino del receptor, en este caso, la audiencia, específicamente de aquellos que, en contra de toda intuición moral, se quedan hasta el final. Del Dogma 95 hasta aquí parece existir una suerte de giro conceptual (el cine ya no es del autor, sino del público), aún bajo el mismo presupuesto lógico: delegar responsabilidades en la percepción de la obra y encontrar el lado más puro (incluso perverso) de lo artístico, sin importar lo que cueste. Esto, al parecer, solo se alcanza sin conscripciones ni límites arbitrados: en este caso, a diferencia del Dogma 95, la limitación ya no es estética, sino moral: el cine, en su estado más vivaz y honesto, parece existir ajeno a un orden valorativo dominante. La discusión no parece zanjada. Cerca al clímax, un Virgilio con mayor consciencia moral confronta a Jack, y justifica que el arte es capaz de producir humanidad, empatía y cuidado. Si este es pervertido, eso no parece responsabilidad del creador y, además de irónico, resulta reprochable. Astutamente, von Trier contrapone este diálogo con un montaje de sus propias películas, particularmente las escenas más perturbadoras (en Antichrist, Dogville o Nymphomaniac). Por un lado, niega que se consideren sus películas como una extensión de sí mismo. Por otro lado, casi inconscientemente, decide ponerse a juicio una vez más, esperando ser absuelto.

El film, como metatexto, está constantemente determinado por el lenguaje alegórico, por distintos discursos que interpelan el rol de lo perverso en el cine y cualquier manifestación audiovisual. Miremos, por ejemplo, a las víctimas, que son en su mayoría mujeres. Von Trier subvierte roles: por primera vez en su cine, el protagonista es hombre. Aun así, como en película anteriores, la relación entre feminidad y trauma se mantiene: es la mujer lo que origina el trauma (y su potencial víctima), y es Jack quien media ese trauma a través del suyo propio. Quizás von Trier intenta explotar su propia relación problemática con las mujeres que decide filmar, convertidas en objeto de perversión, exceso y deshago emocional. Quizás busca, a través de las acciones de Jack, algún tipo de expiación. Quizás solo quiere forzar la tensión. Al parecer, incluso cuando existe violencia en el cine, hay también una serie de reglas por cumplir. No se filma la muerte de niños, ni de animales, ni de mujeres. Una vez más, apenas por el placer de la provocación, von Trier pregunta por qué. ¿Qué le da la condición moral especial a unos agentes por sobre otros, a tal punto de permanecer en un estado inmaculado, intocable para el producto artístico? Construimos esas diferencias socialmente, asociándolas, seguro, con la vulnerabilidad de los sujetos. ¿Es esa razón suficiente? Para Jack, no. La audiencia empieza a dudarlo también.

Pensemos en la estética de la violencia. Nos parece repugnante que Jack filme sus crímenes, casi de forma sofisticada y bajo pretensiones artísticas. Pero, ¿acaso no es ese el modus operandi de Von Trier y de buena parte del cine de autor? Aquí Von Trier no confronta al cine de masas, sino al cine alternativo, “intelectual” aquel que, en sus pretensiones disruptivas y sugerentes, tiene permitido todo. Jack, al igual de realizadores como Gaspar Noé, Darren Aronofsky o Bong Jon Hoo, tiene una intención discursiva detrás de la violencia que realiza. Jack es Mr. Sofisticación y su producción es exhibida en el periódico local. Notemos que la repulsión no parte de que Jack cometa los crímenes, sino de que los explote visualmente. Si no fuera el asesino, la reacción podría ser parecida, incluso si los cuerpos son falsos. Parece que lo que legitima a unos y no a Jack es, el tipo de discurso, la presunción de empatía y orden moral de los autores, cosa que no podemos darle a Jack.

Eso nos lleva a una siguiente pregunta. ¿Qué hacer con la violencia en la pantalla? Una mayoría notable tendería al inmediato reproche: la censura, el repudio y la negación son reacciones habituales. Esto, sin embargo, sería tratar al film como un todo coherente, interrelacionado de forma permanente, en el que, cuestionado un elemento, la propuesta parece perder su relevancia. No parece el caso. Incluso cuando la violencia llegue a extremos (y sea motivo de condena) es lo que está detrás de esa violencia (o rodeándola constantemente) lo que goza de suficiente valor. La violencia no existe por sí sola, como casi ninguno de los excesos de von Trier existen por simple capricho. El uso de violencia también se relaciona con el culto al violento. ¿Qué tan evidente es la forma en que Jack abandona el look de papanatas sin gracia para exhibir -paulatinamente, eso sí- características asociadas al seductor de telefilm? La gruesa montura se va. También la gabardina y la camisa. La barba crece, el pelo se despeina. La ropa es más deportiva. La actitud, más confiada y seductora. Esto, si somos rigurosos, parece ser parte de la serial killer culture hollywoodense, que embellece al asesino, quizás para jugar con la percepción de la audiencia (contraponiendo la belleza con lo aberrante) o simplemente por mero morbo.

Hay quienes ven a The House… como una suerte de manifiesto nihilista. Esto hay que analizarlo con cuidado. Es cierto que, si lo pensamos bien, el pesimismo en el film funciona casi totalmente desde lugares comunes: no existe ninguna moral teleológica y no es cierto que los malos sean generalmente castigados por sus acciones; el egoísmo es un imperativo social, por lo que las víctimas se encuentran irremediablemente solas; nuestra naturaleza privilegia al tánatos, lo perverso y lo amoral, y no hay régimen moral que lo cambie. Cada idea en el film, por más que se presente como nueva, parece haber sido dicha antes. Aun así, puede que importe más el cómo se filma antes que lo que es filmado, al menos, al hablar de pesimismo. Notemos cómo von Trier va virando el tono del film, desde la comedia ácida del incidente 1 hasta la depresiva aceptación de la violencia en el incidente 5. De alguna forma, critica la noción de que el pesimismo pueda entenderse desde lo cínico y lo satírico, como muchas obras de arte modernos nos quieren hacer creer. Al parecer, asumir el pesimismo como imperativo no implica la liberación, como piensa Jack, sino una completa (e intolerable) condena, misma condena que parece sufrir von Trier al realizar sus películas.

Todas estas discusiones no serían posibles si el film resultase imposible de ver, condición que, dadas sus pretensiones, casi parece conseguir. Aun así, seguimos viendo. El estilo, aún dentro de ciertos recursos repetidos, busca distanciarse de otras propuestas de von Trier y para bien. El montaje es rápido, las tomas son cortas, la cámara en mano no aturde: la historia es ágil, fácil de seguir, lo que mantiene el estado de tensión y la pulsación de la historia, contrapuesta a la frigidez de la narración y lo repulsivo de lo narrado. La voz en off, ligera y cargada de ironía, sugiere un par de cosas sobre la retorcida mente del protagonista y -bien que mal- lo acerca a la audiencia. Matt Dillon, años de cine encima, triunfa con el rol más difícil de su carrera: un Jack perturbador, pero carismático; un Jack sin piedad, pero atormentado; un Jack que, impasible ante sus actos, todavía tiene algo valioso para decir.

El cierre de The House that Jack Built nos haría pensar que, luego de tanto, von Trier necesita de algún tipo de lección moral en su audiencia. Irrumpiendo en el realismo visual del film, y con ecos a Jean Louis David y otros pintores clásicos, el epílogo funciona para castigar a los malvados y aliviar la carga moral de la audiencia. Jack es trasladado al círculo primigenio del infierno. Allí, más por codicioso que por sus crímenes anteriores, Jack es condenado. Pero su obra, o arte, persiste. Lo que sigue ya depende de la audiencia.

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Anselmi

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