A través de sus pretensiones alegóricas y su ceremoniosa puesta en escena, Magnolia construye un peculiar mosaico moderno, inquiriendo en las tribulaciones cotidianas de personas promedio y dejando paso a una controvertida, pero necesaria redención. Un día en el Valle de San Fernando se vuelve un ritual de confrontación con nuestros males, nuestros remordimientos y hasta nuestra fe. Es una propuesta arriesgada, por momento conflictiva, pero, como toda buena parábola, parece decir cosas con valor de forma incisiva y memorable, desde lo universal y lo extraordinario.
La motivación de cada personaje está marcada por una culpa inminente y cierta transgresión a los valores tradicionales, temática común en las historias de Paul Thomas Anderson. Conocemos a Earl Partdridge, anciano millonario y productor de TV que se muere de a pocos, arrepentido de haber abandonado a su hijo, Frank, quien, ahora con el sobrenombre de T.J. Mackey, ahoga el odio a su padre a través de Seduce and Destroy, un discurso de autoayuda hipermasculino y misógino. Junto a Earl también está Linda, su esposa trofeo, incapaz de ver a Earl morirse mientras ella recibe una herencia que, debido a sus pecados, no cree merecer. Earl es cuidado por Phil Pharma, un enfermero de buen corazón dispuesto a hallar a T.J. Mackey. Al otro lado de la pantalla, el presentador de TV Jimmy Gator descubre que se está muriendo de cáncer y trata de hacer las paces con Claudia, su hija adulta, adicta a las drogas y resentida con su padre. Claudia atrae la atención del oficial Kurring, un torpe y bienintencionado policía, religioso devoto y comprometido con su trabajo. Mientras tanto, el programa de Jimmy da un giro inesperado, cuando un participante, Stanley Spector, se rehúsa a continuar con el show, mientras Donnie Smith, un antiguo participante, planea desesperadamente una forma de conseguir dinero rápido luego de su despido.
Infidelidad, abandono, resentimiento, deseo, temor, adicción, engaños. Es el tipo de cosas que dirigen nuestro día a día, los detalles que componen nuestras relaciones con el resto. A pesar del incipiente melodrama del relato, Magnolia sigue preocupada en las motivaciones de las personas, perversas o no, y las implicaciones que tienen en el colectivo. Por eso importa su marcado trasfondo religioso. La imagen de sapos y ranas volando por los aires y las continuas referencias a pasajes bíblicos, introducidos violentamente en el film, parecen funcionar como un recordatorio de lo diminuto de cada individuo frente al orden del universo, y el compendio de miles de acciones que provocan una reacción. Por otro lado, la alegoría nos recuerda constantemente de nuestro rol como seres morales, necesitados de una redención individual, de creer en lo imposible, que muchas veces implica creer en nosotros mismos y nuestra bondad.
La bondad, sin embargo, se enfrenta a los códigos sociales. Cada personaje en el film tiene que asumir una performance rígida y decidida por otros. Algunas son más evidentes que otras. Stanley es el “niño bueno” de la televisión, un chico genio dulce y entrañable, incapaz de herir a nadie. El oficial Kurring debe inspirar confianza y respeto como guardián de la ley, lo que implica no cometer errores. Frank T.J. Mackey debe mantenerse como macho desvergonzado en cada minuto público, incluso al bajar del escenario. El problema, como bien sugiere Anderson, es que estas performances son frágiles, poco naturales y dependientes de una serie de circunstancias estrictamente programadas: si estas son perturbadas, la performance no durará mucho. Con el montaje ágil, a veces solemne, Anderson prepara a sus personajes para una “caída de cara”: el momento en que las performances dejan de ser convincentes.
Jimmy Gator no puede mantener la rutina de su programa debido a su progresiva enfermedad; la audiencia, en vez de mostrarse simpática con él, le exige que vuelva a su lugar. T.J. Mickey, afectado por las revelaciones de su familia, no puede continuar con su ponencia y se da cuenta de que en verdad no cree en lo que pregona. El oficial Kerring actúa de forma incompetente al resolver un crimen de rutina, desesperándose ante Dios por su falta de talento. Stanley paraliza el juego en TV cuando decide no jugar más, demostrando que una ventura de millones de dólares puede verse frenada por la negativa de un individuo. La propia Linda Partridge, en su papel de posible viuda desesperada, no puede controlar la enorme culpa que le domina. Cada uno hace lo que puede con una performance caída y sin respuestas aparentes. Allí, frente a la ausencia de oportunidades, cada quien busca en qué creer.
La parábola de Anderson es bastante directa. Construir una performance hace que uno, tarde o temprano, se sienta irremediablemente solo. Cada uno de los personajes acarrea el mismo peso de la presión impuesta por otros. Ninguno parece poder librarse de la carga. Veamos el caso de “Quiz Kid” Donnie Smith, quien lo ha perdido todo al no dejar de ser el niño lindo de TV que conquistaba al público nacional. Irónicamente, se aferra a esa imagen para sostenerse financieramente, a pesar de sus constantes adicciones y su torpeza social. Consigue hallar algún tipo de redención luego de que el oficial Kerring, alguien que no tiene ni idea de quién es, le ofrece una mano amiga. A su modo, este es un contraste impactante: en un film constantemente hiperbólico como este —con ranas volando por los aires y encuentros inesperados— halle su desenlace en pequeños actos de bondad, como la única forma de redención posible: intentar ser buenos, al menos, haciendo como si no se pidiera nada a cambio. Así como Donnie, Earl Partridge necesita de la intervención de un extraño, Phil Pharma, para poder arreglar las cosas con su hijo; y Claudia Wilson Gator necesita de alguien como Kerring, sin intención alguna de juzgarla y con buen corazón, para darse una segunda oportunidad. En una review de Magnolia, se hablaba de la lección central en términos del efecto en cadena: la irresponsabilidad de unos permite el daño de otros. Pero quizás deberíamos ver al film desde una perspectiva diferente, más cercana al clímax: finalmente, parece que la bondad de unos es capaz de salvar a los otros, o de darles una oportunidad, una mejor. Eso parece decirnos Aimee Mann con Save Me, excelente elección para cerrar el film y dar los créditos finales.
Hablemos también de tiempos. Dicen que Magnolia dura demasiado. Ese parece ser un cálculo errado, que presume que historias sobre el dolor, la culpa y la incertidumbre deben contarse de forma precipitada y sin mucho tacto, sin el tiempo necesario para hacer las preguntas correctas y sugerir alguna respuesta razonable ante ellas. Magnolia realiza numerosas preguntas sobre el determinismo, la culpa, la redención y más. Tiene sentido que se tome un tiempo razonable en absolverlas a través de sus personajes.
El ritmo de Magnolia, a través del montaje rápido, la elección de planos secuencia de Anderson y la música de Aimee Mann hace que las tres horas se condensen de forma adecuada. Si debería discutirse alguna controversia alrededor del film no tendría que ser el tiempo, sino el exceso en cada escena. Anderson está dispuesto a cargar con el simbolismo religioso, los diálogos que funcionan como dardos, los momentos climáticos que funcionan de forma caótica, siempre ceremoniosos y nunca sutiles en su exploración del drama. Tres horas de esas mismas escenas, terminan atosigando a los espectadores. Aun así, creemos que el efecto en conjunto de Magnolia termina por valer la pena. Es una experiencia demandante y a veces demasiado suntuosa, seguro, pero suficientemente reveladora y genuina como para recordarla, tal y como un ritual religioso o un pasaje bíblico.
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