A febre es un sutil testimonio sobre la identidad —colectiva, individual y familiar— que, sin decir mucho, consigue convencer a la audiencia con una visión severa y dolorosa de un Brasil en permanente contradicción. A medio camino entre una fábula magicorrealista y un drama sociopolítico, esta pequeña película escarba cuidadosamente en los odios, remordimientos y demás cuestiones irresolutas de la sociedad latinoamericana, todavía incapaz de reconocerse en su totalidad y marcada estructuralmente por el prejuicio y la desigualdad.
La historia de Justino, contada en un montaje repetitivo de unas cuantas escenas de su rutina, es la historia del hombre común frente a la incertidumbre, la soledad y un cierto malestar permanente. Como un trabajador más en una poderosa empresa local, Justino dirige operaciones de carga día a día, mientras intenta mantener una relación sólida con su hija, Vanessa, quien, como tantos otros indígenas que habitan en la urbanidad, ha decidido migrar, ir a Brasilia para estudiar medicina. Con el pasar de los días, la inminente partida de Vanessa, la llegada de un nuevo trabajador a la compañía, la amenaza de una bestia en los bosques donde vive y una serie de visiones extrañas afectan a Justino, quien pronto es presa de una extraña fiebre sin explicación alguna, que poco a poco toma su vida por completo.
A su forma, Maya Da-Rin ha elaborado una compleja radiografía del Brasil contemporáneo, explorando los estrechos vínculos entre las diferencias étnicas, el auge de la ultraderecha y la abrasiva fe religiosa, elementos que, una vez conjugados, establecen una extraña identidad conflictiva y contradictoria, en la que indígenas como Justino no tienen mucha cabida, al menos, no como una identidad definida. Que Da-Rin necesitara una historia tan común para conseguir tal efecto solo sugiere el estado de extrema polarización de la sociedad brasileña, capaz de afectar las interacciones sociales más insospechadas. Cuando el nuevo compañero expresa su rechazo a las comunidades indígenas y su cercanía a Bolsonaro, la audiencia no se sorprende: parece ser un día normal en un Brasil que desesperadamente busca alejarse de sí mismo. Cuando Vanessa expresa sus ganas de abandonar Manaos y la selva, está expresando la fractura identitaria de tantos indígenas que no se reconocen como tales, forzados por la modernidad a negar su origen.
Por supuesto, existe un film emotivo detrás del film político. Más allá del discurso social, A febre se mantiene como un pequeño drama espiritual sobre las relaciones entre el pasado y el presente, el conflicto entre la tradición versus la modernidad, reflejada en la inevitable brecha generacional entre Justino y Vanessa, que es la misma brecha que Justino parece percibir en el mundo que lo rodea. Justino no puede abrazar profundamente sus raíces indígenas sin sufrir el ostracismo del Brasil occidental y viceversa, lo que parece ponerle en un estado de paria permanente. Vive en permanente letargo, como rendido, sin ofrecer resistencia. Su enfermedad, daño del día a día, es un drama sin tregua.
A febre funciona porque su crítica nunca es explorada de forma explícita en la pantalla, sino que se lee a través de pequeños cambios en la rutina del protagonista: palabras dichas de forma casi robótica, acciones que revelan un cambio de humor repentino y vinculante, pequeñas distorsiones, físicas y emocionales, en su cuerpo y espíritu. La mirada repetitiva del film permite que podamos enfocarnos en lo cotidiano, en la continua degradación de Justino, cada vez más consumido por los extraños efectos de su fiebre. El absurdo cotidiano de Da-Rin (una enfermedad invisible que acaba con el personaje más inocente que vemos en la pantalla) parece recordarnos a algún tipo de propuesta existencialista, marcada por la constante interrogante de sentido, Pero, a diferencia de las desesperadas observaciones de Gregor Samsa y Antoine Roquetin, el drama de Justino nunca se dice abiertamente, nunca es sujeto de escenas desesperadas y locuaces, sino que parece vivirse como una condena silente, como un pesar que, al ser invisible, no puede ser explicado por quien lo sufre, lo que lo hace sentirse siempre solo.
Maya Da-Rin tiene un ojo efectivo para el detalle, capaz de concentrar su cámara de forma paciente en el ambiente de Justino, dejando que los personajes evolucionen por sí mismos, sin la excesiva intromisión del texto. El guardia que comparte casillero con Justino parece un tipo como cualquier otro. Vanessa parece ser una de tantas jóvenes que escapan del seno paterno para aumentar su movilidad social. El propio Justino, impotente y parsimonioso frente a lo que le sucede, parece ser uno de tantos de los que viven su dolor en negación, con mirada afable, intentando encontrar alguna razón para seguir con su rutina. Los personajes, desde su lado más íntimo y su simpleza, revelan una peculiar cercanía con la audiencia, lo que nos convence de su peripecia constante.
¿Qué tanto podemos conocer de una persona en una conversación casual, en los cuchicheos de la cena? Las escenas de Justino con sus parientes, que le recuerdan su vida en el Brasil rural, es una confrontación permanente con el pasado, un pasado cargado de dolor y duda. Así, parece que Justino es un extraño en la jungla de concreto, eficazmente filmado por Da-Rin en tomas fijas, en silencio, planos detalles de gesto cualquiera.
Es difícil no emocionarse con un filme que indaga sobre temas universales de forma tan personal, aunque ello implique un cierto riesgo. Por momentos, A febre puede caer en un estado soporífero, propio de la desidia de su protagonista, como si la necesidad de realismo de Da Rin implicase transmitir de forma demasiado fidedigna los desvaríos del hombre común. Que Justino no hable mucho, si bien aviva el misterio, termina haciendo poco por satisfacer nuestras dudas alrededor de su figura, dudas que buscamos resolver para acercarnos al personaje y darle relevancia a su historia. Sin embargo, parece que el riesgo vale la pena. Y es que, hasta cierto punto, la peculiar atmósfera del film hace que su historia permanezca memorable, al no absolver las preguntas que los personajes y la audiencia se siguen haciendo.
La kafkiana pesadilla de Maya Da-Rin nos envuelve en un aura de tensión permanente, en un estado de dominante melancolía frente a un pasado condenado al olvido y un futuro demasiado incierto para darle algún tipo de relevancia. Y a pesar de todo, siempre queda Justino, firme en su extraña creencia. Su común resiliencia es la plegaria permanente.
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