Espíritus restringidos – Contracorriente (2010)

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¿Qué implica amar? ¿Se trata, acaso, de un sufrimiento permanente, de un encomiable acto de sacrificio y desinterés que debe perdurar en el tiempo? Si es así, ¿en dónde trazamos la línea? ¿Qué se permite o se invalida exclusivamente por amor? Es a través de estas preguntas que Javier Fuentes León funge de inquisidor con la audiencia, la interroga con respecto a sus inclinaciones morales y amorosas -que en muchos casos son lo mismo- y los somete a la incertidumbre. Elabora un pequeño y fantasmagórico cuento de amor, muerte y redención, y lo filma con simpleza y honestidad. Consigue plasmar las tribulaciones del amor, el compromiso y hasta la masculinidad en este sencillo lienzo que es su film, que se vuelve una peculiar odisea emocional que, a su modo, nos exige paciencia, comprensión y, sobre todo, perdón.

Contracorriente no es una historia de amor convencional, ni tampoco quiero serlo. Se plantea, más bien, filmar un amor marginalizado, a escondidas, un amor que subyace en la censura y la culpa. La culpa la vive Miguel, pescador y esposo, amigo y confidente, un sujeto corriente en una pequeña aldea pesquera en la costa del Perú. Pero Miguel, como todo el mundo, guarda secretos. Está enamorado de Santiago, pintor y gay sin tapujos, sujeto despreciado en el pueblo, viviendo a espaldas del resto. Su relación florece y se estrecha. Pero sigue sometida a la clandestinidad. Sin embargo, casi de forma inevitable, Santiago, luego de una pelea, se lanza a la mar, ahogándose y despareciendo. Miguel, con un hijo en espera y una esposa demandante, le llora. Pero las cosas parecen complicarse cuando Santiago aparece, hecho espíritu, exigiéndole un último favor: tiene que hallar su cuerpo y llevarlo al mar en una ceremonia tradicional en el pueblo, dejándolo descansar. Miguel se debate sobre qué hacer y cómo cumplir con su amado.

Contracorriente sabe cómo conjugar pasado y presente, tradición y modernidad, en una extraña puesta en escena que, a su modo, es lo suficientemente convincente. En vez de enfrentar, se preocupa por conciliar. Conciliar las leyes impuestas por la religión y la comunidad con la homosexualidad, que -se acepte o no- es tan natural como lo otro. ¿Cómo explicar, si no, que la única razón que permite el florecimiento del amor entre Miguel y Santiago sea que el segundo regrese hecho espíritu? La presencia de este elemento espiritual no es presentada de forma grandilocuente ni extrema. El fantasma es de carne y hueso, es un sujeto corriente que, de a pocos, se acerca a la comunidad. Es a través de este velo espiritual que, irónicamente, Santiago se reconecta con el pueblo que siempre se negó a reconocerle. Santiago aparece en el mercado, en la iglesia e incluso en casa de Miguel. Hay algo excesivamente poderoso de esa escena, filmada con melodrama y firmeza, en la que Miguel y Santiago, sabiéndose seguros, caminan de la mano, sin temer la reacción del pueblo. Por una vez, un gesto libre, un gesto sincero de amor, prohibido por una rígida moral que no les comprende. Por una vez, lo espiritual parece estar de su lado.

Es importante entender que, en pueblos en los que occidente no ha impuesto una racionalidad a rajatabla, lo espiritual -incluso, desde su forma más radical- está naturalmente insertado en los acuerdos sociales. Son parte de la rutina. La gente vive acorde a esas leyes y las hace costumbre. Así como Fausta cree que evitará la violación insertándose una papa en la vagina en La teta asustada (2009) y Clemente espera el milagro del Señor de los Milagros en Octubre (2009), así también la gente en Contracorriente decide permitirse la fe: las tradiciones le dan sentido a sus días, incitan a la tranquilidad del espíritu, permiten el orden social. Por eso, algo como “dejar descansar” a los muertos cobra una relevancia inusitada, implica el último compromiso -y por eso, el más importante- que tenemos con el otro. No es coincidencia que Fuentes León abra su película con este ritual: refuerza la fe individual, une al colectivo y calma la crisis espiritual. Es parte, pues, del realismo mágico: hacer que algo extraordinario parezca ordinario, elevar lo terrenal a lo celestial o viceversa. Y hacerlo sin ninguna otra pretensión detrás, sin exceso, para dejarnos satisfechos.

Aquí comienza el dilema. ¿Qué cosas le debemos a los muertos? ¿Qué tipo de compromiso mantenemos con la memoria de otro? Entendemos que, si existen lazos que trascienden lo temporal -a través de la emoción y el recuerdo-, entonces las promesas surgidas de tales vínculos no pueden irse tampoco. Entonces, Miguel tiene un compromiso pendiente, uno inevitable. Cumplirlo, sin embargo, le costará todo. Tendrá que confesarse con su esposa. Tendrá que perder el respeto del pueblo. Aquí entramos en una fortísima disputa sobre la masculinidad y lo que implica. En teoría, el rol principal de Miguel está en ser padre y esposo, en cumplir con su mujer y su familia, en ser un buen cristiano, un hombre fiel. Pero aquí, su masculinidad entra en disputa. ¿No es incluso más –“varonil”-si debemos usar este término- enfrentarse a toda su comunidad, ser respetuoso con su amado difunto y hacer que pueda descansar?

La mirada de Fuentes León es una que no juzga. Es un acercamiento compasivo, tolerante, que reconoce la fragilidad de sus personajes y todo lo que ello significa. Cada uno, a su modo, merece el perdón. Miguel merece el perdón por sus mentiras. Santiago merece perdón por su rencor. Mariela, mujer de Miguel, merece perdón por su ira. El pueblo, por más que cueste, merece perdón por su intolerancia y odio. Vemos a cada uno sufrir con lo suyo, los entendemos y, de alguna forma, nos permitimos sufrir a su lado. Eso es lo que obtienes con una puesta en escena sin grandes pretensiones, sin drama sintético y lastimero -que no es lo mismo que melodrama- y sin ningún tipo de intención maniqueísta. Fuentes León tan solo filma. Con eso es suficiente. Veamos, si no, la escena en que Mariela, conociendo lo sucedido con Miguel decide ir un paso más allá, hacer un lado el dolor y la culpa, y perdonarle. No solo le perdona, sino que se pelea con medio pueblo, exigiéndoles que hagan lo mismo. Ojo, que estamos ante una decisión voluntaria: Mariela podría vivir sin Miguel, con e apoyo de todo el pueblo. Incluso si necesitara a su marido, podría aceptar tenerlo cerca, pero en apariencias, sin genuinamente tener que perdonarlo como ella.

Por eso, el final de Contracorriente es tan doloroso como sabio. Miguel decide hacer lo correcto. Pone en jaque su relación con Manuela, con el resto del pueblo y hasta con la familia de Santiago, quienes quieren llevárselo a Lima. Se pone el cuerpo en astas y decide ir hacia al mar. A través de la bellísima fotografía de Mauricio Vidal -de colores brillantes, casi de poesía- vemos a Miguel cumpliendo con quien ama. Entonces, por una vez, prima la empatía. Por más caricaturescos que sean los personajes de la villa, son convincentes en su acercamiento. Apoyan a Miguel y se meten con él al mar. A pesar de todo, sigue primando el contacto, la comprensión. Dejamos Contracorriente un poco más seguros. Seguros de amar.

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Acerca del autor

Anselmi

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