¿Cómo nace el lenguaje? ¿Es necesidad o imposición? Si es la primera, ¿por qué siempre buscamos formas de rehuirle, evitando conversaciones astillosas y heridas, es decir, las más importantes? Si es la segunda, ¿por qué siempre pedimos desesperados una palabra de alivio, un término de consuelo? Parece, entonces, que el lenguaje es contradictorio, inconsistente. Jean Luc Godard filma de la misma manera: yuxtapone lo extraño y lo cotidiano, juguetea con el lenguaje fílmico y con cualquier otra forma de expresión artística y compone, a su estilo, una reflexión sobre el lenguaje, el cine y la intersección entre ambos.
Como el propio francés nos comenta, la idea es bastante sencilla. Dos parejas, completamente distintas entre sí, que sufren las tribulaciones de la era moderna. La primera, enfrentándose a las complicaciones intrínsecas de la juventud, sin saber cómo reaccionar ante los impulsos que los gobiernan. La segunda, frente a un affaire de tipo mayor, salpicado por esa intensidad propia de la incorrección. Dos parejas y un mismo lenguaje, lenguaje que cada vez se tergiversa, que se difumina entre el dolor y el silencio, entre reproches y alteraciones. En medio del conflicto, un perro, mascota fiel y dedicada, que busca solucionar la situación a su propia manera.
Otra vez, Jean Luc Godard, hombrecillo particular: otrora crítico del templo del cine, Cahiers du Cinéma, y, hoy por hoy, una de las mentes brillantes del cine contemporáneo. Godard es Nouvelle Vague, Mayo del 68, frescura, vanguardia y experimentación. Un sinónimo del art-house, la rebeldía ante lo comercial, la irritabilidad del espíritu. Quizás, hasta un poeta. Un cineasta que, con este filme, demuestra lo que siempre ha sido capaz: crear historias complejísimas gracias a una simple idea; tener, desde un par de pinceladas, imágenes espectaculares. Tiene sentido. Con alrededor de 80 años a cuestas, Jean Luc había hecho de todo. Aun así, no había realizado una cinta 3D; una cinta, además, sobre el cine mismo, llevado a su punto máximo de abstracción: el valor del lenguaje, de la comunicación.
El tema central está claro desde el arranque: la ausencia de interconexión, la pérdida de las palabras. Olvidarnos de ser receptores y transmisores. A veces, es lo más humano. Porque, en las más complejas situaciones, ni el propio lenguaje puede hacer que una persona exprese lo que siente. Y es aquí que debemos echar mano al cine. Godard explora esa necesidad de comunicarse, una necesidad que odiamos y de las que preferiríamos prescindir, aunque esto resulte imposible. Nos pone en situaciones comunes, conversaciones del día a día, escenas naturales: personajes desnudos que discuten junto a la mesa de la cocina. Un paseo por la playa por la mañana. Una escena de mudanza se vuelve escena de conflicto.
Estamos, pues, una obra construida con delicadeza, con imágenes aparentemente sin relación unas con otras, con un estilo inventivo, veraz. Para Godard parece hasta sencillo delinear un romance sin mostrarnos contexto alguno, sentimentalismos sin sentimientos en la pantalla.
Esta es una película difícil de seguir. Tiene sentido: lo que Adiós al lenguaje ofrece es, sin más, un producto que trasciende cualquier convención normal en la industria. Aquí las cosas funcionan como una pieza de Tchaikovski o un cuadro de Pollock: caos, desorden fílmico; al final, la imagen liberada, en su forma, quizás, más pura. Godard parece no aceptar los tapujos premeditados de la narrativa, esos esquemas frígidos, insensibles. Quiere arrancar las emociones en espacios en los que, aparentemente, no hay. Y es que, en un filme de Godard, los sentimientos se descubren de a pocos, y, muchas veces, de manera implícita. Su cine funciona de forma sensorial, instintiva; ya hablamos de esta dialéctica entre un estilo armonioso que también resulta salvaje. Es, sin duda, un cine que no subestima al espectador, que no es condescendiente con su audiencia; un cine que confía y reta a quien la ve.
La audiencia, entonces, debe desentrañar la historia, buscar las intenciones de los personajes, el mensaje detrás de la pantalla. Adiós al lenguaje tiene esa peculiaridad: es una experiencia inmersiva para el espectador, quien debe armar él mismo el filme, entrometerse en la historia y darle sentido, sentir como los protagonistas. No es sencillo frente al estilo frenético y poco lineal de Godard. Supone, entonces, que mantengamos nuestra atención al máximo.
El montaje, virtud única para el cineasta, termina demostrando que, ante todo, este es un film humano, de corazón y no de cerebro. Jean Luc no busca una serie de imágenes borrosas y difusas que simulen “lo experimental”, sino que, manejando el poder del subtexto, consigue —o intenta— que cada pequeño pedazo de celuloide tenga validez. Si las palabras se ausentan, si el lenguaje hablado falla, mejor que los colores, gestos y símbolos de mantengan. Corta y pega con maestría las escenas de las parejas, el conflicto con el perro y también ciertas escenas que, aparentemente, no poseen mucha relación: una muestra del fascismo ilustrado o un decálogo de pensamiento socialista. La idea, sin embargo, es la misma: en una sociedad tan “libre pensante” como la francesa, igual la comunicación es falible, tan falible, que el odio invade a la políticas y los “buenos” no pueden controlar su discurso marcado por la furia.
Así funciona este film: engranaje tras engranaje, lectura sobre lectura, dejando a los espectadores con muchas opciones, con chances de seguir escarbando en la historia en más de un vistazo. La belleza y profundidad de esas escenas es tan amplia como sus interpretaciones. Es un Godard lírico, humano y, aunque resulte extraño creerlo, también tierno. Son menos de 80 minutos, quizás demasiado, o muy poco, según el humor de quien la vea. Aún cuando la ausencia del 3D pueda distorsionar la imagen, la sinfonía de colores se mantiene, se muestra firme y decidida, cálida y dulce, reveladora en cuanto a sus intenciones de manipularnos.
Funciona, entonces, como música para nuestros oídos, rozando el melodrama, también poema para sanar, si algo así puede ser concebible. De todas formas, sugiere mucha ironía: un testimonio de la incomunicación comunicado de forma inmarcesible.
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