París, pero no el París del glamour ni el París de los suburbios. Este es París como un estado de ánimo, el París del invierno. Un París gélido y distante, descorazonado y, en el fondo, poco esperanzador con sus habitantes. Ese es el París de Sinónimos. El filme, ante todo, quiere someternos a él. Quiere que sintamos el arrastre de los marginados, la marcha cabizbaja por la avenida, con nada más que el abrigo y la incertidumbre de nuestro futuro. Lo hace bien. Comprendemos los efectos de la soledad y el abandono en la ciudad, como un sistema de cuidadosos engranajes que comprime y castiga a quien no encaje. Entendemos los estragos en la psique del individuo. Entendemos la paradoja del mundo moderno: dinámico, libre e híper-desarrollado y, a su vez, cada vez más decadente, solitario.
Sinónimos parte desde lo simple: un hombre enfrentado a la naturaleza, esta vez, la urbana, en estado de crisis. Yoav es judío, pero ya no quiere serlo. Ha dejado su tierra natal —y su tiempo en el ejército— para vivir una nueva identidad en París. París, por otro lado, no es un lecho de rosas. La ciudad, con su cruento invierno y su naturaleza agreste, no le ofrece buena compañía. Así, Yoav es prácticamente rescatado por Emile, niño rico y bien situado en la sociedad, un aspirante a escritor con una vida bohemia pagada por sus padres. Con Emile viene Caroline, su novia, que pronto empezará a agarrarle cariño a Yoav. Lo que comienza como una genuina amistad se va transformando en una inquietante rivalidad cuando Yoav decide hacer todo lo posible, inclusive lo que detesta, para encajar.
Sinónimos es una película extraña. Quiere decirnos muchas cosas, y nos las dice, pero de forma atolondrada y apabullante. Busca forzar que numerosas temáticas lleguen a ser parte, como piezas de un puzle, de sus dos horas de película. Sin embargo, en la peculiar forma de Nadav Lapid, esta conjunción de temáticas dispares termina hallando cierto sentido. Ello, por otra parte, requiere de una audiencia curiosa, dispuesta a todo. El estilo de Lapid es frío y directo: parco a la hora de tocar piel y carne en el espectador, exagerado cuando la escena lo amerita, juguetón con los colores cuando es imperante serlo. La primera escena, filmada casi a oscuras y con un eco inquietante de fondo, es la prueba de entrada: un hombre que casi muere congelado en un apartamento vacío. Sus gritos resonantes en medio del silencio son capaces de aterrar a cualquiera. En un mundo de corrección política y tabú, un film como Sinónimos no pasa desapercibido. El particular rechazo a las convenciones fílmicas —en cuanto a lo que “se debe” y “no se debe filmar” y en el “cómo” filmarlo—, ya la hace una película que trasciende el canon actual. Pero esa es la punta del iceberg. Como dijimos, en tiempos de revolución política y enfrascamiento, los temas siempre sobran.
Partimos de la idea de identidad. La identidad de Yoav, al parecer, siempre ha sido decidida por otros. Vemos cómo es acosado desesperadamente por su padre, quien aún cree tener suficiente control sobre él. Vemos cómo le rehuye a su pasado hebreo y al discurso patriótico que es impulsado en su país de origen, a través de objetos, panfletos y rezos. Vemos, además, cómo su tiempo en el ejército —una guerra despótica en Gaza— le ha dejado marcado. Lo curioso es que, a la hora de rechazar esas identidades impuestas, Yoav vuelve a depender de otros. La relación de cercanía que mantiene Yoav con Emile —un recuerdo de las tensiones homoeróticas entre Tom Ripley y Dicky Greenleaf en la obra de Patricia Highsmith—responde a eso: hallar un ideal al cual aferrarse, incluso con obsesión. Emile es, a fin de cuentas, su antítesis. Un tipo rico, intelectual, con la vida resuelta, que le acoge como suyo. A Yoav, irónicamente, esto le ayuda y, a la vez, le disgusta. Lo vemos conforme avanza el filme, con los diálogos tensos y reveladores, con la necesidad que él siente de hacerse con una vida propia. Pero no puede. A dónde sea que vaya —a servir favores sexuales, a trabajar para la embajada israelí, a buscar a Caroline— sigue atado a lazos más fuertes que su voluntad. Al final, cuando Yoav decide que quiere a Francia por sobre todo lo demás, decide introducirse en un curso intensivo de “nacionalidad”: vemos, entonces, el proceso efusivo, casi sectario, de introducción al idioma. Yoav grita el francés, adoctrinado por una sociedad que, desde su modelo de inmigración, necesita reducir la identidad a un bien intercambiable.
Lo que parece ser una sátira a la sociedad francesa —a su paternalismo, a su frialdad y a sus inevitables desconciertos— se convierte, a ratos, en una exploración psicológica y muy íntima por lo retorcido de su personaje principal. La cámara sigue a Yoav por su día a día, conduciendo a la audiencia a numerosos enfrentamientos entre el protagonista y el mundo hosco que lo rodea. Todo eso, por supuesto, lo somete al límite. En la tradición de filmes como The King of Comedy (1982) o La haine (1995), vemos la degradación del individuo frente a un mundo que se encierra en sus contradicciones. El estilo silencioso y muy vívido de Sinónimos —con una cámara en HD que resalta hasta el más inusitado detalle de la periferia urbana— nos hace dependientes de cada acción, nos hace inmersos en cada escenario de París y, con eso, en la mente de Yoav. Los personajes secundarios siguen representados esos aspectos incontrolables de la realidad humana: la ambición y la soberbia con Emile, la extrema ingenuidad e indecisión con Caroline, el odio y venganza con los extremistas israelíes, el control y abuso de poder con las fuerzas del orden o el egoísmo y paternalismo con la familia de Yoav. Parece que vemos una suerte de fábula urbana, con cierta dosis de moralismo. Los personajes actúan en función a Yoav, a su estabilidad y, de a pocos, lo van fragmentando por dentro.
Hay, además, ese toque preciso de narrativa magicorrealista: escenas sacadas de contexto, casi surreales, entrecruzándose con la historia original. Tenemos para escoger: una escena de baile en un club que se vuelve una especie de ritual sexual y delirante; la grabación de una película porno que roza lo enfermizo al despertar el posible PTSD del ex soldado; una persecución férrea por callecitas desoladas para detener a un terrorista pro Israel...Con ellas, Lapid abre cuestionamiento. ¿Estamos ante una proyección de la atormentada cabeza de Yoav? ¿O es que el mundo es en verdad así de desesperante, de inusual e impredecible? No sabemos qué es mejor. Sabemos, más bien, que escenas como estas —crudas pero bellas, modernísimas pero aún así insoportables— permanecen.
Volvemos a lo mismo. La película de Lapid son muchas películas en una sola. Es identidad, soledad, presión política, rivalidad y, sobre todo, contradicción. La ciudad más elegante es la más salvaje. El tipo más honesto es también el más desquiciado. Así como las Flores del Mal de Baudelaire incendiaron la idea romántica de París, el film de Lapid acaba con el París glamouroso e intelectualoide, afable y socialista, con el que nos quedamos en estos tiempos.
A modo de anécdota, pudimos corroborar que el estilo de Lapid da resultados. En una función del Festival de Lima, justo para el clímax violento, la pantalla se pausa. Vuelve a la normalidad; vuelve a pausarse. Sigue sucediendo. Es un error de distribución. La audiencia, por otra parte, se desvive en histeria. Reclaman, gritan, mantienen la vista en la pantalla. Necesitan saber más. Un cierre. Eso es, seguramente, los límites que cuestiona el cine.
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