Cada día resulta más seguro afirmar, y con certeza, que estamos hechos para el sexo. Es lo que nos define. El sexo es, por partes iguales, poder y sumisión, libertad y dependencia, delicadeza y dolor; es la prueba tangible de aquella contradicción inherente en los seres humanos. Somos así. Hechos para el deseo y decididos a vivir alejados de él, o pretender que así lo hacemos. Y, sin embargo, de alguna forma, siempre regresamos a eso: a descubrirnos, y confrontarnos mediante lo carnal. Entonces, no resulta mundano atrevernos a definir a la película de Cuarón como una sobre sexo. No de, sino sobre. La diferencia, a priori, puede parecer ínfima. No es tan difícil: un film sobre sexo busca entenderlo, darle un matiz diferente, hallar todos aquellos carices que lo definen, entender a las personas a través de sus fetiches y restricciones. Le interesa el sexo que humaniza y que deshumaniza; el que interconecta y el que desune. Una película de sexo no es porno, sino, algo aún más presumible: una historia de emociones primarias, aburridas, poco cambiantes. En general, bajo esta trama, el filme de Cuarón pudo ser cualquiera. Por fortuna, eligió bien.
Por supuesto, esa diferencia todavía no la comprenden Tenoch y Julio para el inicio de Y tu mamá también. Para ellos, el sexo es solo sexo. Pasan sus días en la misma rutina: acostarse con sus respectivas novias, hablar sobre eso entre ellos, compartir tardes en la piscina, masturbarse cada cierto tiempo. El sexo es, en verdad, un acto ingenuo e inmaduro: ambos saben que el tiempo de juventud se les acaba pronto y que más vale disfrutarlos. Tal vez, la solución sea el sexo desenfrenado, la exploración adolescente, resistirse al hecho de ser hombres. Aquí, rompiendo con la tradición clásica, el sexo no es una prueba de hombría o el paso a la adultez, no es hacerse hombre; para el film, sexo es permanecer entumecido en la adolescencia. Implica distraerse. Aferrarse a aquello que nos evita pensar. Luisa, sin embargo, piensa diferente. Durante un road trip por el México profundo, la española —mucho más experimentada, pero igual de temerosa— les mostrará a los chicos que no siempre el sexo es negación. A veces, significa enfrentamiento. Eso puede que no les guste. Aun así, se atreven a experimentarlo.
De arranque, quizás ya tengamos el tema central del film: perderse y no querer crecer. Todo por eso el sexo. Por eso Cuarón elige la nouvelle vague. Pensamos en filmes como Bande à part o Cleo de 5 a 7: películas hechas, en esencia, por el desencanto juvenil. Una explicación de la sociedad, del rechazo a esta, del rol que tiene una juventud, aburrida y hastiada, en ella. Allí, se rechaza el mundo adulto, sus cánones. Se planea un estado de adolescencia absoluta, de rebeldía perenne. La nouvelle vague es justo eso. Es rebelión permanente. Es riesgo y contradicción juvenil. De alguna forma, sirve para hacernos entender, por las buenas o por las malas, que no somos seres sistemáticos: en verdad, somos estacionarios, espontáneos, impredecibles. Y así, pertenecemos a un mundo que nos será agreste si queremos ir contra la corriente. Podríamos pensar, entonces, que nos fuerzan a ir contra natura.
Tenoch y Julio, sin embargo, no son como los chicos franceses de Godard: en vez de lúcidos y críticos, terminan resultando distraídos, inconscientes. Para ellos se trata de sensaciones, no de emociones; al menos, no de las maduras. Amor es un concepto que estos mejores amigos todavía desconocen. Para ellos, lo que sienten por sus novias es poco más que atracción. Cuando aparece Luisa, es una especie de admiración platónica, casi edipista: es madre y objeto de deseo. Pero, otra vez, no es amor. Sin darse cuenta, el único amor que conocen es el de uno al otro. Por eso, al expresarlo libremente —en pleno trío con Luisa—, apenas si pueden pretender que no ha pasado nada. La compinchería se confunde con el tacto. El deseo se escapa de las reglas, pero eso implica una cierta responsabilidad. Es en este momento, cuando se liberan, cuando se exploran libremente el uno al otro, es cuando se dan cuenta de que el tiempo, inexorablemente, los ha cambiado y va a seguir haciéndolo. Por primera vez, el sexo significa novedad, riesgo.
Para transmitirnos todo esto, por supuesto, Cuarón no escatima en recursos. Hace de su película un compendio de escenas calientes, explícitas; presenta personajes ambivalentes, aparentemente vulgares y repetitivos, pero quebradizos por dentro; es fiel a su estilo de tomas largas, donde la cámara en mano es protagonista. A esto le añade un elemento poco evidenciable en su canon habitual: humor. Los personajes se ríen de sí mismos; se permiten ser vulgares, vanos y sarcásticos. Su forma de crítica es evitando tomarse las muy cosas en serio. De esta forma, los personajes son mucho más creíbles; sus situaciones bizarras, plausibles; y las variopintas reacciones frente a estas, convincentes. Esta suerte de realismo inesperado, funciona. Otro clásico de Cuarón: la técnica, inteligentemente, sirve a la narrativa.
El montaje rápido, fresco, es un plus. La narración, plana y documental, sirve para entender, a breves luces, un trasfondo mínimo del retrato que se nos pinta. El amateurismo —o en todo caso, la simulación del amateurismo— también nos impone ese concepto de jovialidad. Todos los factores, entremezclados entre sí, generan un efecto profundo y arriesgado: cada detalle, por más mínimo que sea, presenta un efecto que lo arraiga al resto; el cine ya no se trata de grandes historias, sino de grandes —y atrevidas— formas de narrar lo cotidiano. La escena de sexo en el auto, la secuencia de la playa o los episodios dentro del hotel; todos funcionan de una manera similar. Todos aparecen espontáneamente y aun así, se insertan de forma precisa en el texto.
Al final, el concepto de sexo funciona a la perfección. El sexo como efecto revelador. Como un mecanismo de verdad y confrontación; de esos procesos que cuestionan y perduran. Una relación permanece así, expuesta y cuestionada. Eso les sucede a los muchachos. Resulta curioso. Puede que así sea con todos.
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