Abdellatif Kechiche —como sello personal en su carrera — busca realidad, cueste lo que cueste. Ante esto, el asunto no está en cuán real sea lo que veamos, ni lo preciso de su representación; lo que interesa, finalmente, es qué tan veraz se sienta. Importa qué tanto podamos involucrarnos en la vida de sujetos marginado de tipos corrientes, adolescentes en este caso: sus desventuras, sus deseos, su pensamiento. Implica, también, involucrarnos con el espacio: que la cámara movediza nos introduzca por calles y plazar, que podamos entender París como los parisinos, pero no cualquier parisino: nos importan esos que no salen en el cine.
Hablemos de espacio. París, pero no es el París que conocemos. El glamour de los bistró y las rues, la visión a la boheme de la capital francesa, no existe dentro de los toscos edificios de concreto, los espacios habitacionales despintados y alicaídos, los páramos desvirtuados que componen los suburbios parisinos. En lugares así —marginados, tambaleando entre lo urbano y lo no urbano— los chicos hacen lo que se les permite. Dentro de una preparatoria local —con estudiantes de variado origen étnico— se desarrolla un programa distinto: sumir los talentos y necesidades expresivas de los alumnos dentro del arte. Y para ello, Marivaux. En la adaptación de “Juegos de amor y fortuna”, Lydia, muchacha entusiasta, adquiere el rol principal. Esto, por otra parte, repercute definitivamente en Krimo, un estudiante taciturno y solitario —de origen musulmán, además— que queda prendido de ella. Para acercársele, decide tomar uno de los roles protagónicos. Tal medida, sin embargo, trae una serie de tribulaciones: entorpece el posible éxito de la obra —porque Krimo no es histriónico en lo absoluto— y desata una maquinaria de chismes y enfrentamientos entre estudiantes, todos, alrededor de la disputada Lydia, objeto de deseo y duda, la esquiva.
No tiene sentido medir la capacidad fílmica de L´esquive con base en su simplicidad narrativa. Estamos, pues, ante un film de arquetipos. Un drama social, en la tradición de los Dardenne, sobre los grupos alejados del progreso europeísta. Un coming of age sobre estudiantes al margen, sobre lo que implica ser el “perdedor”. Una comedia romántica jovial, simplona, sobre el trampas del amor. Todos, lugares comunes. Quizás, eso explique por qué L´esquive ha pasado sin pena ni gloria por el canon fílmico contemporáneo. Sin embargo, los esfuerzos de Kechiche merecen una segunda lectura. Existen ciertos ejes temáticos —y una forma inventiva de filmarlos— que sugieren, o exigen, que esta fábula francesa sea revisada a ojo crítico y, sobre todo, con espíritu abierto.
Un primer punto, desde la puesta en escena, es la construcción de los escenarios. Estamos ante un microcosmos de interculturalidad: un compendio de identidades tradicionales y sociales. Vemos, por ejemplo, la escuela, como el lugar inevitable de rencillas jerárquicas y culturales. Hay normativas, “un deber ser”, algo a lo que aspirar (en cuanto a mujeres, éxito, atributos), que es motivo para que los personajes discutan constantemente. Hay, además, los lugares de escape: el prado donde los niños juegan a ser aristócratas de otros tiempos, las comunas populares, donde cada quien se vale cómo puede, y, lamentablemente, están los espacios de opresión, los encuentros con la autoridad (la policía) y el rechazo. El punto está en la reacción: la forma de responder de un solitario y reprimido Krimo no es la misma que la de sus amigos, conscientes de su identidad y la “rebeldía” que esta exige, o la de Lydia, que, por su actitud, parece ser de otro lugar, vivir en otro tiempo, ajeno al submundo de marginalidad y hastío.
A eso se le suma una especie de dualidad narrativa. Pensémoslo, quizás, como una dialéctica del colectivo. La idea es sencilla: poder establecer, desde dos escenarios diametralmente opuestos, un mismo mensaje cohesionado, que pueda decirnos algo relevante sobre la comunidad que los utiliza. En este caso, es el cine y el teatro dentro del cine: historia dentro de una historia, personaje haciendo de personaje, diálogo en un diálogo. El contraste es evidente: niños vestidos con trajes de la aristocracia borbónica en medio de un escenario de cemento, sumidos en la estética post-industrial y el triste color granito de las calles. Escenas que intercambian exquisitos diálogos del siglo de oro del teatro francés con el slang popular del París juvenil, combativo. En ambas realidades, priman los mismos temas: pasión e identidad. Identidad perdida en las delicias cortesanas del siglo XVIII e identidad impuesta en el estricto orden social que nace espontáneamente en el París de las barracas. Pasión desmedida —el sello de la literatura moderna, como las historias de amor de Flaubert o Stendhal— evidenciada en los pomposos diálogos de los protagonistas, al igual que en el peculiar triángulo amoroso que se forma entre los adolescentes. Al final, Kekiche deja el mensaje claro: los tiempos pueden ser diferentes, pero las tribulaciones y los conceptos son los mismos. Cambiamos de código, más no de mensaje.
Tal idea de pasión, por ejemplo, nos conduce a pensar en el primer amor. Kechiche no tiene tapujos: si lo que quiere es mostrar los vericuetos y contradicciones del amor estudiantil, más le vale mostrarlo de forma pura, naturista. Requiere entender de códigos y rituales. Códigos, en la posibilidad de adentrarnos en la jerga cotidiana, en el lenguaje hipersexualizado y el entorpecimiento de los jóvenes al hablar. Rituales, como las confrontaciones evidentes entre dos chicas por el amor de un novio, en la “unión” entre chicos para protegerse de ellos o en los espacios de cuchicheo entre adolescentes. La mirada etnográfica a la adolescencia no se guarda nada.
Ojo, que esta “naturalidad” puede ser un reto al espectador: puede alejarnos de lo que vemos. Kechiche no es tan comprensivo con su audiencia. Las escenas que contienen códigos y rituales se extienden más de lo debido: están filmadas con pocos cortes, con una cámara demasiado móvil y sin ningún recurso visual que nos distraiga de los conflictos latentes en la pantalla. Las temáticas están explícitas en la pantalla, casi demasiado evidentes.
La principal temática es la idealización. Kechiche nos habla desde Lydia, su personalidad y sus matices. Construye a la escurridiza de forma evidentemente diferenciadora: tanto estética como narrativamente, Lydia no es sino una outsider, una representación arquetípica de “belleza” entre aquellos que, supuestamente, “no lo son”. Ahora bien, ¿hay aquí una evidente crítica a los ideales de belleza preconcebidos? A fin de cuentas, Lydia se destaca del resto por las mismas condiciones estructurales que separan al barrio de la ciudad: tiene las facciones (pelo dorado, ojos azules) y el capital social (gusto por el arte, talento actoral) que la hacen”especial”, “de élite”. Lydia también se idealiza a sí misma. Esta idealización, trae la confrontación. ¿Cómo podrían reaccionar las otras chicas sino con firmeza y rechazo, buscando hallar “sus carencias” y desmereciendo su capacidad de encantar a los chicos?
El ideal, entonces, ya no es solo amoroso, sino también social. Volvemos a la idea del microcosmos. Kechiche nos explica que, incluso desde los marginados, aún existen jerarquías. La jerarquía entre hombre-mujer, explícita en el trato machista de los amigos de Krimo; la jerarquía entre musulmanes y locales, explicada en la inquietante presencia policial; la jerarquía entre alta cultura y la ausencia de ésta, como es con el teatro; y la jerarquía en el mundo del amor, sobre lo que es “correspondido” o no, lo que es “legítimo” o lo que, ante todo, parece no serlo.
Todo esto, como ya dijimos, no está explícito en el filme. Tan poco lo necesita. La realidad desnuda, dialéctica, no necesita de explicaciones: en teoría, es capaz de valerse por sí misma. Otro sello de Kechiche. La realidad recreada, no reconstruida. El estilo de Kechiche, a la vez que acerca —con el realismo latente en diálogos y situaciones comunes— también aliena: la cámara en mano, frenética e inestable, desestabiliza la mirada del espectador y le exige más. La audiencia en un filme de Kechiche no es pasiva ni recibida con paternalismo: no se les va a dar las respuestas que ellos podrían hallar por su cuenta. Kechiche pone a prueba a sus espectadores. Les presenta una historia lineal, demasiado cotidiana, como para que la audiencia se esfuerce en entender, más allá de lo evidente de lo que filma, qué quiere decir. Utiliza todos los recursos del manual (filmación “amateur”, montaje rápido, ausencia de compasión musical, jerga dura, escenas larguísimas) para mantener ese aire jovial, underground y “realista”. Mantiene las ambigüedades en cuanto a los personajes, sus deseos y el impacto que generan en nosotros. Nos gusta. El cine ya no es escape, sino reflejo: una reflexión crisálida y perturbadora, dulce y juvenil, de un París que no conocíamos pero que ahora reconocemos y que, en su contradicción, se hace real. Bueno. Menos mal que sí permanece en el celuloide.
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