Bonos de la segunda ola

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Las medidas de emergencia ante la segunda ola del Covid-19, entre ellas las orientadas a mitigar el impacto del nuevo confinamiento en Áncash, Apurímac, Callao, Huancavelica, Ica, Junín, Lima Provincias, Lima Metropolitana y Pasco, comprende la entrega de un nuevo bono de 600 soles para 4.2 millones de hogares en situación de pobreza y pobreza extrema.

Las condiciones de la primera cuarentena del 2021 -no sería la única- abren la oportunidad para revisar el sistema de subsidios que ha venido entregando el Estado.

La transferencia de activos monetarios no es nueva ni en el Perú ni en Latinoamérica. Hace ya 25 años que se inició en Brasil con los programas Erradicación del Trabajo Infantil, y prosiguió con Garantía de Renta Mínima, Bolsa Escola, Bolsa Alimentação y Bolsa Família. Y hace 23 años en México con el programa Progresa (1997), llamado ahora Oportunidades.

En el Perú empezó 15 años atrás con el programa Juntos. Se trata de transferencias económicas condicionadas al uso de los servicios educativos y de salud en las áreas rurales, y hoy en algunos territorios, se incluye una nueva condición relacionada al número de hijos de las familias y a su desempeño escolar. Este enfoque de corresponsabilidad es un valioso instrumento operativo para el logro de resultados sociales.

Los bonos por la pandemia tienen otra naturaleza, son de emergencia pero se aplica la misma modalidad, el Sistema de Focalización de Hogares que administra el Padrón General de Hogares, de modo que su propósito es llegar a quienes realmente lo necesitan, y más allá de las filtraciones y suplantaciones, es un mecanismo efectivo de salvataje temporal ante el hambre.

Sin embargo hay problemas que deben resolverse. La mejora de la información estadística, su registro y actualización en línea tiene que ser una tarea articulada y sostenida del Inei, Ministerio de Salud, Sistema Informático Nacional de Defunciones, Midis, Reniec, gobiernos regionales y locales.

Otra barrera. Una amplia mayoría de ciudadanos no tiene una cuenta de ahorros en el sistema bancario (apenas el 39,7% según ENAHO 2019), lo que genera dificultades para canalizar la ayuda estatal de manera más efectiva, segura y transparente. La Política Nacional de Inclusión Financiera de 2019 aceleró el acceso a las cuentas de ahorro y tarjetas de débito, pero aún la brecha es enorme. La pandemia acortó la diferencia, no obstante, se requieren reportes alentadores en los indicadores sobre el uso y calidad de esos servicios en condiciones más pertinentes a la realidad rural, y en ese sentido, un mayor compromiso del sector privado.

Hambre cero

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Los impactos de la pandemia del Covid-19 en el mundo hacen muy probable que la pobreza aumente considerablemente, retrayendo la reducción lograda en las dos primeras décadas del nuevo milenio. Un reciente estudio del Banco Mundial de enero 2021, estima que tendremos entre 143 y 163 millones de nuevos pobres en todo el planeta, y habrá un aumento significativo de la desigualdad, un hecho que “verdaderamente no tiene precedentes en la historia moderna”.

Aunque el incremento de la pobreza será mayor en Asia; América Latina no escapa a esta realidad que ya comenzamos a experimentar en la región. La proyección más pesimista es que la pobreza extrema trepará a un 27.6% en el presente año. La proyección de referencia es de 26.6%. Recordemos que la pobreza extrema se mide como la cantidad de personas que viven con menos de 1,90 dólares al día.

La semana pasada recordábamos los ejes para retomar la lucha contra la pobreza, en particular, la pobreza rural, en un escenario previo a la pandemia: el fomento de la agricultura familiar; el impulso al empleo rural no agrícola; una nueva relación con los recursos naturales disponibles; extender y articular la infraestructura de servicios clave (vías, agua y saneamiento, energía y conectividad), e intervenciones para ampliar la protección social entre los más pobres y vulnerables. A estas recomendaciones de la FAO y CEPAL se suma, en el Perú, una estrategia de contención que debe priorizar la seguridad alimentaria.

El gobierno promulgó el último 20 de enero la norma que crea la Intervención Temporal Hambre Cero, a cargo del Midis, que pone énfasis en la lucha “contra la inseguridad alimentaria de manera focalizada, diferenciada y gradual” ante la vulnerabilidad de la población como efectos de la pandemia del nuevo coronavirus, alineado en estas circunstancias al Objetivo 2 de la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible de la ONU proclamada en setiembre de 2015.

Tiene tres componentes: desarrollo productivo, apoyo alimentario y articulación territorial. Es una iniciativa que va a requerir consensos previos en un contexto electoral que agita intereses políticos, y supone una tarea enorme para un gobierno de transición al que se le agota el tiempo. Focalizará su población objetivo en base a tres indicadores clave: índice de vulnerabilidad a la inseguridad alimentaria, pobreza monetaria, y ruralidad y distribución poblacional.

Hogares más vulnerables fortalecen capacidades productivas y de suministro de alimentos, y tienen acceso efectivo a los alimentos. Estos son los dos primeros resultados que se esperan. El tercero, es uno de los mayores desafíos, la gestión territorial de las intervenciones en 188 distritos de 7 regiones (primera etapa): Ayacucho, Cajamarca, Callao, Huancavelica, La Libertad, Lima Metropolitana y Loreto.

Bicentenario, punto de quiebre

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No hay forma de decirlo de otra manera. El 2021 tiene que convertirse en un punto de quiebre, una inmejorable oportunidad para hacer lo que no hemos hecho -o dejamos de hacer- en doscientos años de historia republicana: el inicio de una nueva etapa para construir un país integrado, más equitativo, menos excluyente, más cohesionado y con mayores oportunidades para todos, es decir, más inclusivo.

Es retórica, cierto, pero siendo tal confluye hacia una aspiración común que debe guiar la acción política y las decisiones gubernamentales; del gobierno que se instaure en julio y de los que lo sucedan en adelante. Seremos los ciudadanos igual de responsables como las autoridades elegidas si dejamos pasar la oportunidad. Es poco probable que haya un cambio sustantivo en los decires y en las prácticas políticas de los próximos años si la ciudadanía no articula sus demandas de modo que se inserten y se sostengan en la agenda pública, ejerciendo su derecho al bienestar.

La lucha contra el hambre y la pobreza, en el contexto del Covid-19 y su impacto en la vida de las personas es hoy la prioridad; es la única certeza en medio de la incertidumbre sobre el curso que tomará la pandemia en el Perú y en América Latina no obstante la vacuna contra el SARS-CoV-2 y sus nuevas cepas.

Como sabemos, luego de dos décadas de progresos significativos en la reducción de la pobreza rural, los avances de los indicadores en la región se han ralentizado desde el 2016.

La CEPAL y la FAO recomendaban antes de la crisis sanitaria cinco ejes de acción: fomentar la agricultura familiar; promover el empleo rural no agrícola; una nueva relación del Estado, sector privado y ciudadanos con los recursos naturales; un sistema de protección social más amplio; e inversión en infraestructura. Pero combatir la pobreza en medio de la expansión del nuevo coronavirus, necesita sumar a estos ejes una estrategia de contención priorizando la seguridad alimentaria, mejorando los servicios de salud, y ampliando y diversificando la base productiva.

Supone otra mirada a lo rural, reconocerlo como espacios económicos y sociales, que más allá del incremento de la inversión pública, pueden generar recursos y ofrecer mayores oportunidades para su población si se articulan la producción agropecuaria y agroindustrial con los servicios y otras actividades económicas complementarias, promoviendo el desarrollo rural sostenible.

Hay pues, en este sentido, mucho que exigir a los candidatos presidenciales y congresales, quienes, por sus propias ambiciones políticas, deben nutrir mejor su menú electoral.

Pobreza multidimensional

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Los distritos más pobres de Arequipa son Puyca, Tisco, Alca, Tapay, Cayarani, Huaynacotas, Cahuacho, Andagua, Caylloma y Pampamarca. El primero de esta lista reporta un índice de pobreza total de 52.2% y el último, 40.0%. Al nivel departamental la pobreza total es del 6.0% y la pobreza extrema 0.4%, pero la vulnerabilidad se eleva a 36.3%.

Los últimos datos del INEI sobre la base del Censo Nacional de Población, Vivienda y Comunidades Indígenas, y de la Encuesta Nacional de Hogares, muestran las grandes brechas de la pobreza monetaria, pero esta es solo una parte de la realidad, compleja y dolorosa, que nos envuelve. Sólo mide el ingreso/gasto de las familias en relación a la canasta de alimentos y canasta básica (alimentos y no alimentos).

Como bien sabemos la pobreza se manifiesta también en otras dimensiones: salud, educación, saneamiento, vivienda, empleo, entre otros aspectos transversales, además, a la territorialidad rural/urbana (que añade a su vez otras particularidades como el acceso a la infraestructura de transporte) y, por tanto, pueden expresar avances o retrocesos en el progreso, bienestar y oportunidades de desarrollo individual, familiar y colectivo.

Conocer estos indicadores es clave para la formulación e implementación de políticas públicas que contribuyan a enfrentar y superar la pobreza, pobreza extrema, vulnerabilidad, desigualdad y exclusión. El Instituto Nacional de Estadística e Informática y el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social tienen el compromiso público de implementar en este 2021, el año del Bicentenario, el Índice de Pobreza Multidimensional para un diagnóstico certero de las carencias y necesidades de los ciudadanos, de modo que la focalización de las intervenciones permita atacarlas con inversiones sociales más eficaces, más eficientes y más pertinentes.

Ganar capital humano y social que empuje hacia adelante y hacia arriba un desarrollo productivo sostenible e inclusivo es una urgencia.

Recordemos que el INEI dio cuenta que en junio de 2020 éramos 1 millón 497 mil 438 habitantes, y su estimación y proyección para el año 2030 es de 1 millón 755 mil 684 pobladores. Todos, ahora y después, merecen un mejor horizonte.

Son estos algunos de los desafíos que tiene Arequipa, sus autoridades, líderes, instituciones, y ciudadanos. El contexto electoral es una oportunidad para demandar a los candidatos nacionales y departamentales una agenda prioritaria para avanzar hacia una región más justa, equitativa y solidaria, y debería encarnar el discurso de aquellas organizaciones y líderes políticos que pugnan por llegar a los poderes públicos.

Pobres y vulnerables

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Iniciamos un nuevo año con el doble de desafíos del que acaba de irse. La crueldad de la pandemia todavía no se vislumbra del todo y con seguridad asomará sus mil cabezas en el año del Bicentenario. Y la población más golpeada seguirá siendo la más vulnerable y peor aún, aquellos que ya se encontraban en pobreza y pobreza extrema antes que la guadaña del Covid-19 nos cercenara las últimas esperanzas de un país políticamente caótico.

Las aproximaciones estadísticas son aterradoras, y parecen echar por la borda los enormes esfuerzos y los significativos logros de las últimas dos décadas en materia de reducción y alivio de la pobreza. Uno de cada tres peruanos es susceptible de caer en ella, de acuerdo a la última Estimación de la Vulnerabilidad Económica a la Pobreza Monetaria del INEI, lo que equivale a más de 11,2 millones de peruanos. Con las cifras que previamente ya veníamos arrastrando (20,2% de pobreza total) es probable que tengamos que sumar ahora entre 8 y 9% más.

Esta situación cambia definitivamente las perspectivas para el próximo quinquenio, que se inicia en un año electoral a flor de piel y con las precariedades, carencias y debilidades de un sistema político rasando la línea de flotación y con organizaciones políticas y candidatos presidenciales que esperan interesadamente la evolución de los acontecimientos para ajustar sus decires y apretar el acelerador en ruta hacia Palacio.

Volvemos a lo mismo entonces. En momentos dramáticos, cuando los ciudadanos necesitan tener una luz más clara al final del túnel de la incertidumbre, la clase política -si es que la tenemos- no ayuda, una vez más, a construir una agenda de emergencia nacional.

Como ya lo comentamos, en materia de política pública es urgente replantear una política social habilitadora y promotora de oportunidades económicas inclusivas, ampliado la base productiva de los pequeños agricultores familiares por ejemplo y, la infraestructura económica en el ámbito rural, articulando y coordinando las intervenciones estatales y privadas con un enfoque multidimensional, que ayuden a cerrar las brechas de la desigualdad y la exclusión. Esto no es ninguna novedad, se ha venido haciendo, pero se requiere un papel más activo de los ciudadanos, y un mayor compromiso de los líderes con políticas de Estado de largo aliento, reconociendo la heterogeneidad de un país grande y diverso como el que nos cobija.

Mejores políticas sociales

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Las políticas sociales como articuladoras de las intervenciones que favorecen el desarrollo humano, ampliando y fortaleciendo las capacidades de la población vulnerable,  en situación de pobreza y de exclusión, sigue siendo un desafío histórico para la sociedad peruana. Parece no haber manera de lograr políticas públicas de largo aliento que se renueven y mejoren cada periodo de gobierno, que supongan estructuras de oportunidades transparentes, asociadas a las evidencias que se necesitan para evaluar su pertinencia, eficiencia y eficacia.

Ocurre que los buenos propósitos enfrentan todavía dos grandes vallas: por un lado, las limitaciones del Estado en recursos, infraestructura y calidad de gestión; y de otro, las malas prácticas e intereses que coquetean alrededor de las ambiciones personales y de aquellos grupos organizados e intencionadamente distantes del bien común, y, por cierto, de los objetivos estratégicos que dan origen a esas políticas.

Contrario a lo que uno pueda imaginarse, existen, no obstante, experiencias valiosas desde la sociedad civil, el sector privado y del propio Estado que requieren ser reforzadas y promovidas, particularmente en el ámbito de los gobiernos locales. Las lecciones aprendidas dan cuenta que la participación y el control ciudadano no es sólo un discurso de la academia, es una práctica milenaria bastante extendida, por ejemplo, en las comunidades andinas: el ayni, (cuyo origen no es inca sino preinca, ojo); y en particular la minka, como bien sabemos. El uso de los fondos debería, asimismo, estar sometida a una mayor vigilancia comunitaria, y su asignación, igualmente, debe partir de acuerdos socialmente validados, como las que aplican los Comités Locales de Asignación de Recursos hace ya hace bastante tiempo en varios proyectos y programas públicos.

Otros elementos claves parten del diseño de las intervenciones. Los Programas Presupuestales expresan, sin duda, políticas sociales de última generación, asignación y uso de fondos públicos directamente comprometidos a logros basado en evidencias, es decir, objetivos y metas alineados a indicadores desempeño y de impacto, que lamentablemente no ocurre con los programas ediles del Vaso de Leche, por ejemplo.

Un aspecto relevante es la incorporación de los enfoques que sustentan estas políticas, entre otros, el de interculturalidad, igualdad de oportunidades, y en particular, de corresponsabilidad, de modo que el “beneficiario” no sea sólo sujeto receptor de los servicios sino un “usuario”, un ciudadano consciente de sus derechos, pero también de sus deberes ante el Estado y la sociedad.

Nueva ruralidad, viejos problemas

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El discurso de la descentralización parece haberse agotado entre los líderes y agentes locales del desarrollo, golpeados por la precaria institucionalización, la corrupción y en los últimos tiempos, por el Covid. Ha sido en efecto una cara demanda por décadas, pero los avances desde los espacios locales no han encarnado las necesidades y expectativas de los más pobres, aquellos con precarios activos productivos, ni de la pequeña y mediana agricultura familiar, proveedora de alimentos y gran generadora de empleo.

Aun cuando existen experiencias valiosas desde el Estado, -gobierno nacional, gobierno regional y gobierno local- las prácticas políticas no han contribuido al desarrollo territorial ni a la ampliación de la base productiva y, no obstante, pequeños productores agropecuarios dan la batalla cotidiana, con mayor especialización y habilidades para la producción orgánica de alimentos, y muy dedicados a la transformación primaria.

En perspectiva, sin embargo, estos procesos que devienen de dinámicas internas -el esfuerzo de supervivencia, la lucha contra la pobreza y la búsqueda de nuevas oportunidades en un escenario de despoblamiento- le están dando sentido al discurso de la “nueva ruralidad”, que supone una ruptura a la mirada romántica del campo como proveedora de alimentos naturales, vida ajena a la contaminación y la negación de sus potencialidades renovadoras. Pero, por otro lado, muestra la articulación de los espacios rurales y urbanos, el surgimiento de servicios diversos, el empleo y autoempleo no agrícola, y un mayor activismo de las comunidades y organizaciones que reclaman su espacio en la vida productiva, social, cultural y política.

Dos modelos en pugna, el desarrollo rural sobre la base de la participación en el mercado, y el desarrollo rural endógeno, que se sustenta en la autonomía y la autogestión, y, sin embargo, ambos atravesados por la desigualdad en los ingresos y la desigualdad en el acceso a los servicios públicos.

Ampliar la estructura de oportunidades para el desarrollo territorial rural con políticas habilitadoras, y con productos y servicios diversificados de las agencias públicas -Agroideas, Agrorural, Haku Wiñay, Procompite- como del sector privado, de modo que oferta y demanda se encuentren en territorios favorables a los mercados locales e intermedios, es tarea prioritaria para el próximo quinquenio.  Es decir, apostar por un modelo alternativo centrado, primero, en los hogares rurales con economías de subsistencia, en el fortalecimiento de las capacidades productivas, el desarrollo de los emprendimientos rurales y en su acceso a las cadenas de valor para la mejora sostenible de los ingresos en el mundo rural.

Negocios de altura

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En Ancomarca, la comunidad altoandina escindida por la guerra con Chile, vive y trabaja don Enrique, un alpaquero que trepó los primeros peldaños del emprendimiento propio, desechando y esquivando los miedos. Lidera hace 8 meses un pequeño negocio en los que han puesto empeño también dos socios. Su producto, el charqui de alpaca, no llega más a los compradores chilenos que lo buscaban siempre en la feria internacional de Tripartito -en la confluencia territorial de Bolivia, Chile y Perú- para llevárselo por apenas 10 mil pesos el kilo.

Prefiere ahora transformar la carne del camélido y venderla en territorio patrio a mejor precio. Tras secarla bajo el sol y con sal al 3%, la envasa al vacío en presentaciones de 250 y 500 gramos, sellada y etiquetada.  No ha sido fácil para Ernesto Quispe Catunta, su esposa Veridiana Mamani Alave, y Catherine y Adelaida de 8 y 9 años, sus hijas. Tampoco para Yanet Sanga Mamani y María Catunta Cruz, pero las Carnes del Sur “YEM” (el acrónimo que unifica los nombres de los asociados), como así se marquetean, ingresa de a pocos a competir en los hogares tacneños.

Esteban Talase Estaca, vive en Challaviento, otra comunidad del mismo distrito, Palca, y aprendió de pequeño a elaborar quesos con leche de cabra; ganado caprino que la familia cría, curiosamente, en el altiplano fronterizo. Tiene tres hijos ya profesionales, formados como resultado de una tenaz y prolongada lucha contra la pobreza. Asociándose con dos coterráneos ampliaron el negocio familiar y diversificaron la producción. Incorporó nuevas técnicas y desarrolló otras variedades, como el queso con hierbas aromáticas.

El orégano, el romero y otras especias le tributan aroma y sabor. Puede satisfacer las exigencias de su paladar si contacta con el emprendimiento “8 de Diciembre”, y llegar a casa con la bendición de la Virgen de la Inmaculada Concepción, de la cual don Esteban es devoto.

Dos pueblos distintos unidos por la pobreza en el extremo sureste, tienen desde hace un año a familias campesinas en una historia común. Se organizaron, fortalecieron capacidades productivas y desarrollaron habilidades para incursionar en el mercado. Aprovecharon una plataforma de asistencia técnica que ofrece el Estado y desplegaron esfuerzo y creatividad.

Y este no es un cuento de Navidad, sino la evidencia que no se necesitan políticas sociales asistencialistas sino más bien habilitadoras e inclusivas, ahí donde algunos agentes económicos no pueden o no quieren llegar.

Un encuentro feliz*

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Al hermano mayor, Rubén, médico veterinario y desde hace poco muy lejos, en una fábrica de automóviles al sur de Tokio, le frotaron los pies con los cuernos de venado que había en casa del abuelo para que caminara antes que aprendiera a pedir la pila. La madre relata orgullosa que por esa razón a los ocho meses de venir a este mundo ya andaba por cuenta propia. Desde niño fue un mataperro: salía de casa sin avisar y sin compañía del hermano menor, por lo general, siempre empecinado a seguirlo a todo lado.
Mucho antes de morirse de un paro cardíaco, el abuelo Manuel Oliden, un hacendado que se libró de la Reforma Agraria no se sabe cómo, solía ir de caza una vez al año a las lomas de Casma, y regresar entrada la noche no sin antes darse  una vuelta por la plaza de armas con los venados colgados del viejo jeep que los amigos le envidiaban.
Aún recuerdo que en el salón principal de la casa de los Oliden, las astas de los venados servían para colgar los sombreros de los visitantes. Una de estas -con la que le restregaron los pies al hermano veterinario- se vino con nosotros por el sur y aunque terminó por perderse de tanta mudanza familiar, fue motivo del error maternal: el hijo mayor se convirtió en un andariego empedernido y debe ser precisamente por eso que hoy está al otro lado del planeta.
Había visto venados en el zoológico de Lima y en el Tierpark de Berlín pero fue en Sajonia, al sureste de Alemania, donde pude saborear su carne ahumada al fuego de una barbacoa en un paseo de fin de curso al que fuimos invitados los estudiantes extranjeros del Instituto Ernst Thällman, un año antes de la caída del Muro.
En su hábitat natural, libres y felices, sólo los he visto dos veces en Arequipa. En la primavera del 2005 en las alturas de Viraco, frente a la cara sur del Coropuna, camino al Valle de los Volcanes. Era una tropilla de diez venados comandados por un macho de respetable cornamenta. La segunda, ocurrió el sábado 1 de setiembre de 2007, hacia las siete de la mañana, poco después de partir de la ciudad de Arequipa hacia Lloque, un pueblo de la cuenca alta del río Tambo, en la sierra moqueguana, a donde se llega sólo después de trepar las faldas del Pichu Pichu, vadear las orillas saladas de la laguna Salinas y torear la bravura del Ubinas, en
dirección sureste.
Fue un encuentro breve pero feliz. Por la oportunidad de verlo a corta distancia y por la fortuna de fotografiarlo. El bello ciervo –separado quizá de alguna manada- levantó la cabeza, nos miró con una eterna curiosidad y se protegió luego detrás de una roca. Sin perder el buen talante, se alejó de a pocos pero se volvió varias veces midiendo el peligro ante nuestro asombro. Puso así a prueba su espíritu silvestre y trotó para guarecerse entre el ichu y los queñuales de Yareta Apacheta, un escarpado paraje dos kilómetros arriba de El Cimbral, en San Juan de Tarucani, territorio de la Reserva Nacional Salinas Aguada Blanca. Algunas de las imágenes se ven en esta página.
La taruca (hippocamellus antisensis), frecuente víctima de los cazadores furtivos, que como el abuelo materno colocaron a la especie en la ruta de la extinción, hoy está en estado vulnerable. Este venado andino, de la familia de los Cervidae, se desplaza entre los 3 mil 500 a 5 mil metros sobre el nivel del mar, a diferencia del venado cola blanca que habita en los bosques subtropicales del norte peruano. Tiene al puma como su depredador natural y vive entre las estepas andinas y las montañas del sur del Perú, oeste de Bolivia, y el norte de Chile y Argentina.
En el año 2000 el gobierno peruano declaró a la taruca “en peligro de extinción”, pero en el 2004 pasó a estado “vulnerable”, clasificación de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.
(*) Versión resumida de una crónica publicada originalmente por el autor en setiembre de 2007, y que inspira el nombre de este blog.