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Al hermano mayor, Rubén, médico veterinario y desde hace poco muy lejos, en una fábrica de automóviles al sur de Tokio, le frotaron los pies con los cuernos de venado que había en casa del abuelo para que caminara antes que aprendiera a pedir la pila. La madre relata orgullosa que por esa razón a los ocho meses de venir a este mundo ya andaba por cuenta propia. Desde niño fue un mataperro: salía de casa sin avisar y sin compañía del hermano menor, por lo general, siempre empecinado a seguirlo a todo lado.
Mucho antes de morirse de un paro cardíaco, el abuelo Manuel Oliden, un hacendado que se libró de la Reforma Agraria no se sabe cómo, solía ir de caza una vez al año a las lomas de Casma, y regresar entrada la noche no sin antes darse una vuelta por la plaza de armas con los venados colgados del viejo jeep que los amigos le envidiaban.
Aún recuerdo que en el salón principal de la casa de los Oliden, las astas de los venados servían para colgar los sombreros de los visitantes. Una de estas -con la que le restregaron los pies al hermano veterinario- se vino con nosotros por el sur y aunque terminó por perderse de tanta mudanza familiar, fue motivo del error maternal: el hijo mayor se convirtió en un andariego empedernido y debe ser precisamente por eso que hoy está al otro lado del planeta.
Había visto venados en el zoológico de Lima y en el Tierpark de Berlín pero fue en Sajonia, al sureste de Alemania, donde pude saborear su carne ahumada al fuego de una barbacoa en un paseo de fin de curso al que fuimos invitados los estudiantes extranjeros del Instituto Ernst Thällman, un año antes de la caída del Muro.
En su hábitat natural, libres y felices, sólo los he visto dos veces en Arequipa. En la primavera del 2005 en las alturas de Viraco, frente a la cara sur del Coropuna, camino al Valle de los Volcanes. Era una tropilla de diez venados comandados por un macho de respetable cornamenta. La segunda, ocurrió el sábado 1 de setiembre de 2007, hacia las siete de la mañana, poco después de partir de la ciudad de Arequipa hacia Lloque, un pueblo de la cuenca alta del río Tambo, en la sierra moqueguana, a donde se llega sólo después de trepar las faldas del Pichu Pichu, vadear las orillas saladas de la laguna Salinas y torear la bravura del Ubinas, en
dirección sureste.
Fue un encuentro breve pero feliz. Por la oportunidad de verlo a corta distancia y por la fortuna de fotografiarlo. El bello ciervo –separado quizá de alguna manada- levantó la cabeza, nos miró con una eterna curiosidad y se protegió luego detrás de una roca. Sin perder el buen talante, se alejó de a pocos pero se volvió varias veces midiendo el peligro ante nuestro asombro. Puso así a prueba su espíritu silvestre y trotó para guarecerse entre el ichu y los queñuales de Yareta Apacheta, un escarpado paraje dos kilómetros arriba de El Cimbral, en San Juan de Tarucani, territorio de la Reserva Nacional Salinas Aguada Blanca. Algunas de las imágenes se ven en esta página.
La taruca (hippocamellus antisensis), frecuente víctima de los cazadores furtivos, que como el abuelo materno colocaron a la especie en la ruta de la extinción, hoy está en estado vulnerable. Este venado andino, de la familia de los Cervidae, se desplaza entre los 3 mil 500 a 5 mil metros sobre el nivel del mar, a diferencia del venado cola blanca que habita en los bosques subtropicales del norte peruano. Tiene al puma como su depredador natural y vive entre las estepas andinas y las montañas del sur del Perú, oeste de Bolivia, y el norte de Chile y Argentina.
En el año 2000 el gobierno peruano declaró a la taruca “en peligro de extinción”, pero en el 2004 pasó a estado “vulnerable”, clasificación de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.
(*) Versión resumida de una crónica publicada originalmente por el autor en setiembre de 2007, y que inspira el nombre de este blog.