Archivo por meses: octubre 2021

Reforma tributaria e inclusión social

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Nuevas estrategias orientadas a mitigar y revertir el impacto del Covid-19 en las comunidades rurales, pero mejor articuladas a las políticas públicas contra la vulnerabilidad y la pobreza son urgentes tareas del gobierno nacional.

El ministro de Economía y Finanzas, Pedro Francke, ha dicho en la última jornada de la IX Semana de la Inclusión Social, -el foro anual organizado por el Midis- que la reforma tributaria será uno de los caminos para atender la inversión social, la salud y la educación; que la pandemia provocó “un terremoto” que transformó las condiciones socioeconómicas; y que esta situación exige repensar las estrategias de desarrollo e inclusión.

La reforma tributaria, en un contexto de pobreza monetaria que trepó 9,9% entre el 2019 y 2020 (se elevó en total a 30.1% solo en el primer año de la expansión del Covid-19), exige esfuerzo y compromiso, pues la crisis si bien impactó en todos los sectores, sus consecuencias han sido diferenciadas. En lo que va del segundo año, se aprecia una lenta recuperación y aunque tardará en remontar los niveles previos a la crisis sanitaria, le da oxígeno a los agentes económicos y aliento al MEF para asumir el desafío de redefinir la política fiscal y acelerar la inversión pública.

No será fácil. Las brechas de la desigualdad de los ingresos se han profundizado en toda Latinoamérica, afectando a los sectores vulnerables menos calificados, y con mayor severidad a los más pobres.

Un reciente estudio de expertos convocados por el BID publicado a inicios de mes, “¿Cómo afecta el Covid-19 a los niveles de desigualdad?” (descárguelo desde aquí: https://bit.ly/2ZIKdym), recomienda “medidas que favorezcan la creación de empleo formal, la ampliación en la cobertura de la seguridad social, la reducción de los costos laborales no salariales y la protección del ingreso de los hogares mediante transferencias monetarias”.

El documento precisa, además, que la reactivación estará limitada por los recursos fiscales. Sugiere a los gobiernos avanzar por la ruta del crecimiento inclusivo, incentivando las actividades económicas y los emprendimientos.

Recordemos que el INEI reportó que los mayores niveles de precariedad se registraron en la sierra rural (50,4%), en la selva rural (39,2%) y en la costa rural (30,4%).

Sobre estas dramáticas evidencias, los gobiernos locales y regionales no pueden, como hasta ahora, apostar por obra, programa o proyecto que no esté asociado a indicadores de resultados y condicionado a impactos relevantes sobre la población focalizada. Y el gobierno nacional tiene que apresurarse en afiatar su gestión, dejar de ponerse piedras en el camino y meterse bochornosos autogoles, y enfocarse en estrategias innovadoras para optimizar el uso de los fondos destinados a la atención de los sectores más golpeados por la pandemia y la caída del empleo, pero combinando la protección social con la generación de oportunidades económicas pertinentes para las comunidades rurales.

El discurso de la inclusión social

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La inclusión social como una aspiración y compromiso con los que menos tienen es hace una década el soporte de las intervenciones públicas en materia de políticas sociales. Ha transcendido dos periodos gubernamentales y se ha engarzado como política pública de largo aliento.

Expresa la maduración y consolidación de un enfoque de desarrollo humano que comprende decisiones, objetivos, instrumentos de gestión pública, recursos y resultados sustentado en evidencias; una propuesta para que la economía y la política jueguen a favor de las personas y no en contra, y en donde el sector privado debería tener un rol más activo.

Recordemos que la inclusión social es un proceso orientado a mejorar las oportunidades, las habilidades y la dignidad de las personas que se encuentran en desventaja por factores multidimensionales adversos, que los Estados y los gobiernos procuran o deberían procurar corregir y superar.

Se trata de decisiones que requieren mucha voluntad, coordinación y articulación intersectorial e intergubernamental, con intervenciones focalizadas, recursos y acciones priorizadas sobre el territorio, de tal forma que pueda promoverse la inversión pública a favor de los ciudadanos excluidos del desarrollo y de las oportunidades económicas.

Cabe llamar la atención sobre la sustancial diferencia entre las políticas sociales del Estado y sus políticas de desarrollo e inclusión social. Las primeras son de carácter general y permanentes, y las segundas son focalizadas y temporales.

A una década de su creación y siendo el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social el ente rector en esta materia, y más aún, gestor de las políticas y programas sociales para la población en situación de vulnerabilidad, pobreza y exclusión, es significativo incidir en su alineamiento a la gestión por resultados, rendición de cuentas, participación y vigilancia ciudadana.

Esto es relevante considerando el retroceso de al menos diez años en los indicadores de pobreza monetaria a causa -principalmente- de la pandemia del Covid-19, la crisis sanitaria, la caída del empleo y del crecimiento económico, pero también en el contexto de la grave crisis política que afrontamos en el Perú.

La coordinación y articulación arriba pero sobre todo abajo, en el territorio, es una de nuestras más grandes debilidades. Tienen que construirse las mejores rutas para hacer pertinentes y eficaces las políticas, los programas y proyectos, lejos de todo populismo y del aprovechamiento político, muy cerca de la fiscalización, del control social y de los protocolos de neutralidad y transparencia, pues además estamos camino a un nuevo proceso electoral que renovará autoridades regionales y municipales, y con lo que está ocurriendo por ejemplo en Arequipa, da vergüenza anticipada lo que puede venir el próximo año.

Hambre de pan y de esperanza

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El Índice de Inseguridad Alimentaria es un indicador que se utiliza para evaluar las condiciones de nutrición de la población en un rango de 0 a 1, en donde la primera cifra reporta que no existe vulnerabilidad en la disponibilidad, en el acceso, ni en el consumo de alimentos, y la segunda, todo lo contrario.

La disponibilidad está relacionada a la cantidad de alimentos existentes en los ámbitos nacional, regional y local y se vincula al suministro suficiente según los requerimientos estándar, y tiene que ver con los volúmenes de producción en los ámbitos territoriales.

La posibilidad de que las personas alcancen una alimentación adecuada y sostenible depende del acceso a los alimentos, es decir, de su obtención o compra por la familia, la comunidad o el país, y como es obvio está asociada a los ingresos económicos para tales propósitos.

La tercera variable, el consumo, se refiere a la ingesta de alimentos y a las preferencias, actitudes y prácticas, e involucra, naturalmente, criterios socioculturales.

Teníamos para el año pasado 732 distritos con un índice de vulnerabilidad a la inseguridad alimentaria mayor al 0.61, lo que implica impactos adversos en la salud de al menos 4.2 millones de personas, cifra que ha aumentado como efecto de la pandemia. Estos distritos reportan una situación limitada o incierta de disponibilidad de alimentos nutricionalmente adecuados e inocuos.

Mejorar la alimentación y reducir los índices de desnutrición y anemia en el Perú requiere decisiones, compromisos, recursos  y acciones, pero también otro conjunto de condiciones y variables.

Es importante recordar que de manera consensuada entre diversos sectores públicos, la representación de la FAO en el Perú identificó cinco “áreas prioritarias” que el Estado y gobierno peruanos deben tomar en cuenta para enfrentar los desafíos de la alimentación  y la agricultura: seguridad alimentaria y nutricional; desarrollo productivo, conservación y aprovechamiento sostenible de los recursos naturales y de la biodiversidad; desarrollo e inclusión para la población rural; sistemas alimentarios sostenibles y acceso a alimentos inocuos y nutritivos; y gestión de riesgo de desastres, adaptación y mitigación al cambio climático (ver: https://bit.ly/3j1n6FM).

El establecimiento y desarrollo de políticas públicas para superar el hambre y reducir la pobreza en el Perú -en marcha ya hace buenos años- no son suficientes ni en el contexto de los compromisos nacionales sobre los Objetivos de Desarrollo Sostenible al 2030 de la ONU, en particular, el Objetivo 1: Hambre cero.

Perú no logrará este propósito; por el contrario, a diez años del plazo límite, las brechas de la inequidad pre pandemia se han agigantado hoy por las crisis sanitaria, económica y social. Hay más hambre y menos dinero en los hogares peruanos.

A la incertidumbre política debemos sumar, lamentablemente, el lastre que los peruanos somos expertos en arrumar en cada travesía, en esta oportunidad para navegar sobre una ruta de claros oscuros que no se despejan ni con las mejores luminarias. Así recibimos hoy el Día Mundial de la Alimentación.

Agricultura familiar

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La denominada Segunda Reforma Agraria anunciada días atrás por el Gobierno, tiene nueve ejes estratégicos que se entiende deben articularse entre sí para promover el desarrollo y la calidad de vida de la población vinculada a este sector productivo.

Los puntos claves de tal reforma promovida por el Poder Ejecutivo son: seguridad alimentaria, infraestructura hidráulica, asociatividad y cooperativismo, industrialización, servicio civil agrario, compras estatales y mercados de productores, articulación de las intervenciones públicas en el territorio, repoblamiento ganadero, y créditos, principalmente para la agricultura familiar.

Es relevante la voluntad política y el compromiso público de incorporar en la agenda y la acción del Gobierno Nacional una política de desarrollo sobre la materia, sin embargo, los anuncios no incluyeron indicadores ni metas, tampoco los productos finales ni los plazos ni el financiamiento para alcanzarlos, de modo que la iniciativa deja abierta puertas y ventanas e hitos temporales que dilatan la certidumbre y la esperanza, sobre todo entre aquella gran mayoría de la agricultura familiar.

La agricultura familiar hace uso predominante de la fuerza de trabajo de los miembros del hogar campesino, que siendo aún pequeños agricultores tienen precario o débil acceso a los recursos de agua, tierra y capital, y se ven obligados a buscar estrategias para obtener alimentos e ingresos de diverso origen, sacrificando muchas veces sus activos productivos. En su diversidad se encuentran también los hogares rurales con economías de subsistencia.

De acuerdo a la data estadística del último Censo Nacional Agropecuario (CENAGRO 2012), los agricultores familiares constituyen el 97% de las 2.2 millones de unidades agropecuarias existentes.

Generan cerca del 80% de los alimentos que se consumen en el Perú y además concentra el 83% de la fuerza laboral agrícola. Paradójicamente, el territorio donde se practica esta actividad económica reporta los más altos niveles de pobreza: 50,4% en la sierra rural, 39,2% en la selva rural y 30,4% en la costa rural (INEI: mayo 2021).

Una enorme inequidad de los sistemas agroalimentarios y de los ingresos es el drama cotidiano de millones de familias peruanas.

Y no obstante que existe una política específica para este subsector ya desde hace seis años. La Estrategia Nacional de Agricultura Familiar 2015-2021 orienta la intervención integral del Estado “sobre la base del uso sostenible de los recursos naturales y en el marco de los procesos de desarrollo e inclusión social y reducción de la pobreza en las zonas rurales”.

Por ello es tan importante como urgente revisar sus resultados a la luz de la denominada Segunda Reforma Agraria, una propuesta que adolece de muchas sombras pero que el recompuesto Gabinete Ministerial, más temprano que tarde, debe esclarecer.

Impacto profundo

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Tres son los problemas estructurales de las sociedades de América Latina que profundizaron la crisis económica por el Covid-19: la baja productividad, la alta informalidad y una grave desigualdad, de las peores en el mundo, ligeramente superada por las naciones del África subsahariana.

En los estudios de los organismos multilaterales, la deuda pública ya no es la condición crítica que afrontamos entre los años 80 y 90 del siglo pasado pero arrastramos sus consecuencias, sobre todo servicios públicos insuficientes y de baja calidad tanto en las áreas rurales como urbanas, en un contexto que nos recuerda lo que los gobiernos latinoamericanos de las últimas décadas -como el caso peruano- dejaron de hacer en materia de salud, educación y empleo.

Y no obstante la reducción de la pobreza y de la vulnerabilidad que la región experimentó entre los años 2009 y 2017, la pandemia volatizó estos avances en menos de un año y medio.

La estructura productiva, acicalada cíclicamente por el precio internacional de los metales, no se ha diversificado a pesar de la expansión del crecimiento y el desarrollo de los sectores medios. La reacción tardía del gobierno y Estado peruanos tiene hoy sus secuelas, como bien sabemos. Una alta dependencia de la evolución de los commodities y una precaria transformación e industrialización no genera opciones para la extensión del mercado interno, empleo digno y una mayor formalización.

Un reciente estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) publicado bajo el título “La crisis de la desigualdad: América Latina en la encrucijada” (puede obtener el documento desde este enlace: https://bit.ly/3B3cTzG) sostiene que la desigualdad aumentará después que se hayan disipado los efectos de la pandemia sobre el mercado laboral, es decir, cuando inclusive se recupere la economía y el empleo.

El incremento de diez puntos porcentuales de la pobreza monetaria total en el país solo en el 2020 como consecuencia de la propagación del coronavirus -a fines del 2021 sabremos la verdadera profundidad de la crisis- tendrá sus efectos también a mediano y largo plazo, en particular en los niveles de nutrición y salud de los niños, con un incremento de la mortalidad y morbilidad, entre otros indicadores, debido a la pérdida de ingresos familiares.

El impacto del Covid-19 recae sobre todo en la población más pobre y vulnerable, aquella que tiene menor capacidad de resiliencia, que necesita de sistemas de protección social y paralelamente oportunidades para la generación de ingresos autónomos, y un Estado que promueva su desarrollo y bienestar.