Tu nombre, Victoriana. Tu vida, una lucha. Con sabor a victoria. Y aunque un día tuviste que partir, en realidad, nunca nos despedimos.
Hoy, 8 de abril, a veinte años de tu adelanto en el camino, escribo esto porque sabes bien que ya no dibujo, fuiste la única persona para quien alguna vez lo hice, y aunque quizás lo vuelva a hacer algún día, en esta oportunidad espero me alcancen estas líneas para expresar esa sensación que llevo dentro.
No puedo dejar de decir que fuiste quien me enseñó a saludar con la sonrisa. La tuya siempre sincera, amable y con esperanza, reflejo fiel de la manera en que tomabas la vida, ya sea lo favorable o adverso del camino. Una como la de aquel primero de enero, que a la postre sería el último. Llegar muy temprano, entrar en tu cuarto, imaginar que estuvieras dormida; y sin embargo, fue todo lo contrario, estabas allí, esperando, lista para darme ese feliz cumpleaños y desearme un muy buen feliz año. Nuevamente, fue tu sonrisa, el mejor de mis regalos, a pesar de las circunstancias.
También, y dándole total libertad a mi memoria, un recuerdo vuelve a mi mente: ¡cuánta ropa me tejiste!. Te sabías mil y un puntos. Con o sin dedal, para ti era lo mismo. Y el saquito que me regalaste, ese que tanto me gustaba. Hasta ahora recuerdo que me permitías jugar con el pedal de tu máquina de coser, como simulando estar al volante de un carro. Hoy con seguridad te sonreirías de que voluntariamente no tuviera uno, sé que no te extrañaría. Tú supiste aquello de los aviones.
Un día en tu casa. Verte cocinar era una delicia, pero probar tus potajes era un verdadero regalo de vida. Tus detalles, tu paciencia y tus secretos, alimentaban mi curiosidad. El momento de la mezcla, el cuidado del tiempo, el balance del fuego, la sutileza del corte, el equilibrio en las porciones, todo un arte desde tus manos. A todo eso, si soy un limeño mazamorrero, sabes bien que eso empezó en tu cocina con tus tardes de picarones. En definitiva, compartir y dar, así como el respirar. Tú sabías de eso. Tú nos dejastes eso.
Hoy, veinte años después, nos sentaríamos a conversar, me preguntarías sobre mis sueños, si todavía los tengo. Me darías un consejo. Un aliento. Una palabra bien dicha. Una sonrisa. Te gustaba que leyera, pero tú eras la experta leyéndome el alma. Y al conversar, me preguntarías sobre el amor. ¡No cabe duda de eso!. Conociste el primero en mi vida, y te agradaba aquella chica, adecuadamente señorita para tu gusto. Tuvo tu aprobación desde el principio y me diste más de una ayuda en ese tema. Esta noche volveríamos a hablar de ello y conversaríamos de quien ocupa mi corazón noche y día. No dudarías en conocerla, y al hacerlo, hasta su nombre te gustaría -amén de su sonrisa-, tanto y como me gustó a mí desde aquel momento en que la conocí.
Hablaríamos nuevamente de lo que creemos. Tú siempre segura de tu fe y de todo lo que implicaba. Sin embargo, a pesar de eso, nunca impusiste tus ideas sobre las mías. En ese aspecto tan delicado del ser que en momentos de total humanidad lleva al límite toda razón y entendimiento, permitiste que buscara por mí mismo esa verdad. Tu hábito morado siempre me dio que pensar sin saber que a lo largo del camino de mi vida, a veces parejo, a veces no, compartiría luego tu misma elección. Las personas que me conocen saben de eso, y allí donde estés, sé que tú también.
Finalmente, es cierto, nunca nos despedimos, hoy añadiré que fue así porque en realidad, nunca nos separamos.