Los noticieros en TV y los titulares de la prensa amarilla nos presentaron recientemente los hechos de violencia en La Parada, exagerando la violencia y resaltando la brutalidad de los atacantes, sin hacer notar –por ejemplo– que hubo por lo menos dos personas tratando de contener a los sujetos que golpeaban a un policía tirado en el suelo. Detrás de ello está no solamente la morbosidad de los noticieros en TV, sino también su antipatía por la alcaldesa Villarán. De todas maneras, no debemos menoscabar la importancia de estos hechos, sino más bien examinarlos con cuidado.
Es obvio que tales hechos no son puramente policiales o delincuenciales, y debemos mirarlos como un evento político de importancia, no tanto por sus consecuencias inmediatas, sino porque nos piden prestar atención a un problema muy serio en nuestra sociedad, como es el problema de la marginalidad.
El sector marginal existe tanto en áreas urbanas como rurales, y no debe ser confundido con el sector de independientes e informales, aunque tengan muchas características en común: el color de la piel, bajos niveles de ingreso, exclusión del mercado de trabajo asalariado, bajo acceso a servicios públicos (educación, salud, seguridad) e infraestructura (transporte vial, electricidad, agua y alcantarillado), etc. Estas características establecen una clara distancia o alejamiento entre estos sectores y el resto de la sociedad.
Las características propias del sector marginal son sus carencias aún mayores, que puede llevarlos casi a la indigencia, a involucrarse en actividades ilícitas, incluso criminales si se trata de áreas urbanas, pero sobre todo a un mayor aislamiento del resto de la sociedad y una pérdida total de esperanzas o expectativas, pues no esperan nada ni sienten que le deben nada al orden establecido. No tienen –pues– qué perder, y su renuencia a acatar la ley y las autoridades viene de su disposición a enfrentarse con un orden con el que no se identifican porque sienten que no solo no los beneficia, sino que incluso los perjudica. De esta manera, su distanciamiento del resto de la sociedad es aún mayor.
Ese distanciamiento explica –en el caso de los hechos de violencia en La Parada– la manera cómo la reacción de los comerciantes informales y grupos de marginados sorprende totalmente a la policía, pues ello refleja no tanto la ineptitud o falta de tacto de las autoridades, sino más bien el aislamiento en que viven el sector marginal y el sector moderno –empresas y gobierno– en nuestra sociedad.
Pero la violencia asociada con la marginalidad no es un fenómeno sobre el que tenemos la exclusividad, pues existe incluso en los países ricos, donde en los últimos años se han dado hechos de violencia y saqueos que han durado incluso varios días, siendo el último ejemplo los “riots” de Londres durante cinco días en agosto del año pasado. Tales hechos de violencia también han sido protagonizados por los sectores marginales.
En todo caso, ¿qué es lo que podemos esperar o debemos hacer? Aunque la marginalidad tiene que ver con muchos factores históricos, sociales, económicos, e incluso tecnológicos, el hecho que más destaca actualmente es la incapacidad del sector capitalista moderno de la economía de siquiera empezar a absorber al sector informal e imponer en él sus reglas de juego. Y todo esto, luego de más de veinte años de reformas económicas. Esta incapacidad se refleja en el estancamiento de los salarios reales durante los últimos veinte años, lo cual restringe el interés de los jóvenes por incorporarse al sector moderno de la sociedad.
La clase propietaria no se incomoda con la marginalidad porque no se siente amenazada por la violencia, como sí teme el aumento de las aspiraciones de la población por mejores condiciones de vida. Es decir, una clase propietaria que rechaza cualquier aumento de las expectativas de la población en general, va a estar aún menos interesada en que los sectores marginales aumenten sus expectativas, que es la condición básica para la solución de sus problemas. Este temor de la clase propietaria al aumento en las expectativas de la población acaba de ser ilustrada por el ex–presidente de CONFIEP, Roque Benavides, quien en la Conferencia Anual de Ejecutivos (CADE) 2012, declaró que los conflictos sociales son producto de las expectativas generadas ante el crecimiento económico, pero que las empresas privadas no tienen la responsabilidad de satisfacer dichas expectativas.
Desde luego, habría que aclararle al Sr. Benavides que las mayores expectativas no vienen solamente de un crecimiento económico que no llega los pobres, sino también de las promesas incumplidas de candidatos presidenciales. Así pues, el problema no es averiguar de dónde salen las expectativas, sino encontrar cómo satisfacer las aspiraciones mínimas de los trabajadores. Visto así, parte del problema es la renuencia de la clase propietaria a considerar horizontes temporales más largos al momento de realizar sus inversiones, que la lleva a concentrar sus inversiones en las actividades más rentables y seguras del corto plazo. Esta es una actitud que podríamos llamar el “Síndrome de Alan García”, en alusión a su proclama “la plata llega sola”.
Una actitud similar a la de los empresarios es la que toma el Estado en lo que concierne a combatir el aumento de las expectativas de los trabajadores. A pesar de su holgura económica, el gobierno ha resistido las huelgas en el sector público, haciendo muy costoso para los trabajadores la obtención de mayores salarios, precisamente con la intención de evitar que cunda el “mal ejemplo” y que aumenten las aspiraciones de los demás trabajadores.
En relación específicamente a los sectores marginados, el Estado se limita a obligarlos a portar un carnet de identificación (DNI) y votar en las elecciones, pero eso nunca va a romper su alejamiento del resto de la sociedad, pues para sacarlos de la marginalidad se requiere –en primer lugar– despertar en ellos la esperanza por una vida mejor.
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