Tomado de http://www.redescristianas.net/2007/03/04/seguimiento-de-jesus-y-opcion-por-el-pobre-gustavo-gutierrez-teologo-de-la-liberacion/
********
La Quinta Conferencia del Episcopado Latinoamericano tendrá lugar en Brasil. El tema escogido para dicha asamblea es el seguimiento de Jesús, punto central en el mensaje evangélico, sobre el que hay que volver constantemente, porque hablar de discipulado es hablar de algo dinámico, cambiante en sus opciones y vertientes concretas.
Seguir a Jesús
Ser cristiano es caminar, movido por el Espíritu, tras los pasos de Jesús. Ese seguimiento, la sequela Christi, como se decía tradicionalmente, es la raíz y el sentido último de la opción preferencial por el pobre.
Un sentido global y cotidiano
Esa opción -la expresión es reciente, el contenido es bíblico- es un componente esencial del discípulado. En el núcleo mismo de ella hay una experiencia espiritual del misterio de Dios, que -según decía el maestro Eckhart- es, simultáneamente, el “innombrable” y el “omninombrable”. Hasta ahí es obligado ir para captar el sentido profundo de esa opción por los ausentes y anónimos de la historia. El amor gratuito y exigente de Dios se expresa en el mandato de Jesús: “Amense como yo los he amado” (Jn 13,34).
Amor universal, del cual nadie está excluido, y, a la vez, prioritario por los últimos de la historia, los oprimidos e insignificantes. Vivir, simultáneamente, la universalidad y la preferencia revela al Dios amor, y hace presente el misterio escondido desde todos los tiempos y desvelado ahora: la proclamación de Jesús como el Cristo, como dice Pablo (cf. Rom. 16,25-26). A ello apunta la opción preferencial por el pobre, a saber caminar con Jesús, el Mesías.
Puebla recuerda, por eso -de alguna manera lo hizo igualmente Medellín-, que “el servicio a los pobres es la medida privilegiada aunque no excluyente de nuestro seguimiento de Cristo” (n.1146). La vivencia tenida por muchos cristianos, en los diferentes caminos emprendidos en la solidaridad con los marginados e insignificantes de la historia, hizo percibir que, en última instancia, la irrupción del pobre -su nueva presencia en la escena histórica- significa una verdadera irrupción de Dios en nuestras vidas. Es así como la han experimentado, con las alegrías, vacilaciones y requerimientos que ese hecho implica.
Decir esto no quita a la presencia del pobre su carne histórica de sufrimiento, su consistencia humana, social, cultural y su reclamo de justicia; no es una “espiritualización” de corta mirada y olvidadiza de esas dimensiones humanas. Hacer ver, eso sí, lo que está en juego en el compromiso con el prójimo según la Biblia. Justamente, porque valoramos y respetamos la densidad del acontecimiento histórico de la irrupción del pobre, en tanto que tal, estamos en condiciones de hacer de ella una lectura de fe. Vale decir, comprenderla como un signo de los tiempos que debemos escrutar a la luz de la fe para discernir la interpelación del Dios que ha puesto su tienda en medio de nosotros, como dice Juan (1,14). La solidaridad con el pobre es fuente de una espiritualidad, de un caminar colectivo -o comunitario si se quiere- hacia Dios. Ella sucede en una historia que la inhumana situación del pobre muestra en toda su crueldad, pero que permite también descubrir en sus posibilidades y esperanzas.
El seguimiento de Jesús es una respuesta a la cuestión del sentido de la existencia humana. Es una visión global de nuestra vida, pero que incide en lo cotidiano y menudo de ella. El discipulado permite ver nuestras vidas en relación con la voluntad de Dios, y nos plantea metas que se viven, y hacia las que nos encaminamos, a través de lo diario de la relación con el Señor, que implica la relación con otras personas. La espiritualidad se mueve en el terreno de la práctica de la vida cristiana, de la acción de gracias, de la oración y del compromiso histórico, de la solidaridad, especialmente con los más pobres. Contemplación y solidaridad son las dos vertientes de una práctica animada por un sentido global de la existencia que es fuente de esperanza y de alegría.
Reconocer el rostro de Jesús en los rostros de los pobres
El sentido más hondo del compromiso con el pobre es el encuentro con Cristo. Haciéndose eco del pasaje del juicio final en Mateo, Puebla nos invita a reconocer en los rostros de los pobres “los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela” (n.31). Y Santo Domingo afirma que “descubrir en los rostros sufrientes de los pobres el rostro del Señor (cf. Mt 25,31-46) es algo que desafía a los cristianos a una profunda conversión personal y eclesial (n. 178). El texto mateano es, sin duda, capital en la espiritualidad cristiana y, por consiguiente, para comprender el alcance de la opción por el pobre, de allí su carácter central en la reflexión teológica latinoamericana y caribeña. Nos proporciona un elemento fundamental para discernir y encontrar el camino de fidelidad a Jesús.
Monseñor Romero decía en una de sus homilías: “Hay un criterio para saber si Dios está cerca de nosotros o está lejos; todo aquel que se preocupa del hambriento, del desnudo, del pobre, del desaparecido, del torturado, del prisionero, de toda carne que sufre, tiene cerca a Dios” (5/2/1978). El gesto hacia el otro, la aproximación al más desvalido, decide la cercanía o lejanía de Dios, hace comprender el porqué de ese juicio y lo que el término espiritual significa en un contexto evangélico.
En su primera encíclica, acerca del amor como fuente de la vida cristiana, Benedicto XVI se expresa en términos netos acerca de este punto: “El amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados”. Así, el “amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios” (Deus caritas est, n. 15). La identificación de Cristo con los pobres lleva de la mano a percibir la unidad fundamental de esos dos amores y plantea exigencias a sus seguidores. Es una afirmación de gran alcance.
La perícopa mateana del juicio final nos habla de seis acciones (el texto las enumera, letánicamente, cuatro veces). Es una invitación a alargar la lista actualizando su mensaje. Dar de comer al hambriento, en el mundo de hoy significa atender directamente al necesitado, pero también comprometerse a suprimir las causas que producen personas hambrientas. El “combate por la justicia”, para emplear la expresión de Pío XI, forma parte de los gestos hacia el pobre que nos hacen encontrar a Jesús. El rechazo a la injusticia, y a la opresión que ella supone, está anclado en la fe en el Dios de la vida. Esa opción ha sido rubricada por la sangre de quienes, como decía Monseñor Romero, han muerto con “el signo martirial”. Ese fue su propio caso, pero lo ha sido también el de numerosos cristianos en un continente que se pretende cristiano. No se puede dejar de lado esta situación martirial en una reflexión sobre la espiritualidad en América Latina.
En forma precisa, el documento Opción preferencial por el pobre de Puebla señala que la solidaridad con el pobre requiere una conversión, seis veces se menciona el asunto en el documento. Es un cambio de mentalidad y de vida, convertirse es una condición, según los evangelios, para acoger el Reino tras las huellas de Jesús. Vale para cada persona, pero incluso para la Iglesia en su conjunto. “Afirmamos -se dice en dicha Conferencia- la necesidad de conversión de toda la Iglesia para una opción preferencial por los pobres, con miras a su liberación integral” (n. 1134). Esto supone afrontar las dificultades abiertas y solapadas, la hostilidad y las incomprensiones que forman parte, junto con la vivencia de las paz del Señor, de las alegrías y las cercanías personales, del camino del discípulo, como lo señalan los evangelios. No todos los han entendido de este modo, de ahí intentos de olvidar o, más sutilmente, de orillar esta demanda. Es cierto que no es fácil asumir lo que Bonhoeffer llama el costo del discipulado. Muchos en la Iglesia de América Latina y el Caribe lo saben bien, y los que llegaron hasta la entrega de sus vidas son testigos privilegiados de ello, pero lo son, también, de la esperanza que viene del seguimiento de Jesús. La Quinta Conferencia, al escoger su tema, nos pone en ruta para retomar y ahondar lo que significa ser discípulo de Cristo en el momento presente.
La opción por el pobre es parte capital de una espiritualidad que se niega a ser una especie de oasis, y menos todavía una escapatoria o un refugio en horas difíciles. Al mismo tiempo, se trata de un caminar con Jesús que, sin despegar de la realidad y sin alejarse de las trochas que recorren los pobres, ayude a mantener viva la confianza en el Señor y a conservar la serenidad cuando la tempestad arrecia.
Una Hermenéutica de la Esperanza
El seguimiento de Jesús está signado por la opción preferencial por el pobre, también lo está la inteligencia de la fe que se elabora desde esas vivencias y urgencias. Esta es la segunda dimensión de la opción por el pobre que queremos subrayar.
Teología e historia
La fe es una gracia, la teología es una inteligencia de ese don. Es un lenguaje que intenta decir una palabra sobre esa realidad misteriosa e inefable que los creyentes llamamos Dios. Es un Logos sobre Theos.
Pensar en la fe es algo que surge naturalmente en el creyente, esfuerzo motivado por la voluntad de hacer más honda y auténtica la vida de la fe. La fe es una fuente última de la reflexión teológica, ella le da su especificad y delimita su territorio. Su propósito es -debe ser- contibuir a hacer presente el evangelio en la historia humana a través del testimonio de los cristianos. Una teología que no se nutra del caminar en el que Jesús nos precede, pierde su horizonte. Eso fue lo que entendieron muy bien los llamados Padres de la Iglesia, para quienes toda teología era una teología espiritual.
Por otro lado, no es una obra simplemente individual, tanto la fe como la reflexión acerca de ella se viven en comunidad. El que lleva adelante la inteligencia de la fe es finalmente un sujeto colectivo: la comunidad cristiana; es decir que, de un modo u otro, todos los miembros de la Iglesia participan en ella. Esto hace del discurso sobre la fe una labor que está en relación con el anuncio del Evangelio, cometido que da su razón de ser a esa comunidad. El sujeto de esa reflexión no es el teólogo aislado de su
comunidad.
Todo discurso sobre la fe nace en un lugar y en un momento preciso buscando responder a situaciones e interrogantes históricas en que los cristianos viven y proclaman el Evangelio. Es una tarea permanente, en tanto esfuerzo de comprensión exigido por el don de la fe, y simultáneamente, cambiante en la medida en que responde a interpelaciones concretas y a un mundo cultural dado. Esto explica el surgimiento de nuevas teologías en la historia del cristianismo, la fe es vivida, pensada y propuesta de modos distintos según las diversas condiciones históricas y los retos que se desprenden de ellas para la vida cristiana.
De allí que, rigurosamente hablando, decir que una teología es contextual resulta tautológico; de una manera u otra, toda teología lo es. También la que se elabora en Europa, por cierto; aunque no faltan todavía quienes se resistan a admitirlo. Es probable que esa inexacta y reductora expresión venga de que, por largo tiempo, en las iglesias cristianas, ha dominado una teología distante, cuando no ajena, a la conciencia histórica. No hay unas teologías contextuales y otras que no lo son, la diferencia está, más bien, en que unas toman en serio su contexto y reconocen esa situación y otras no lo hacen.
El reto de la Pobreza
Postular, como lo hace la teología de la liberación -y otras reflexiones sobre el mensaje cristiano que parten del universo de la insignificancia social-, que el discurso sobre la fe significa reconocer y, en cierto modo, acentuar su relación con la historia humana y con la vida cotidiana de las personas -estar alertas a la interpelación de la pobreza- supone un cambio importante en el quehacer teológico. En efecto, por largo tiempo hemos visto
la pobreza como alojada en el casillero de las cuestiones sociales. Hoy la percepción que tenemos de ella es más honda y compleja. Su carácter inhumano y antievangélico, como dicen Medellín y Puebla, su condición, en última instancia, de muerte temprana e injusta, hacen aparecer con toda nitidez que la pobreza desborda el ámbito socio-económico y se convierte en un problema humano global y, por consiguiente, en un desafío a la vivencia y al anuncio del Evangelio. Es una cuestión teológica. La opción por el pobre toma conciencia de ello y proporciona una vía para considerar el asunto.
Como todo desafío a la fe, la condición del pobre pregunta y cuestiona y, al mismo tiempo, suministra elementos y categorías que permiten emprender nuevos itinerarios en el entendimiento y profundización del mensaje cristiano. Es capital tener presente el anverso y el reverso de toda interpelación. El trabajo teológico consiste en mirar cara a cara los retos, por radicales que puedan ser, reconocer los signos de los tiempos que los albergan y discernir en ellos, a la luz de la fe, el nuevo campo de interpelación de la fe que se presenta para pensar la fe y para un hablar de Dios dicente a las personas de nuestra época.
En esa perspectiva, la opción preferencial por el pobre juega un papel importante en la reflexión teológica. La teología es la fe en búsqueda de inteligencia, según reza la fórmula clásica: fides quaerens intellectum, que Jon Sobrino nos invita a entender como una inteligencia del amor por los pobres (intellectus amoris) en la historia. Dado que la fe “opera por la caridad” (Gal 5,6), según la sentencia de Pablo, es una reflexión que intenta acompañar la andadura de un pueblo en sus sufrimientos y alegrías, en sus compromisos, frustraciones y esperanzas; así como en su toma de conciencia del universo social en que vive y en su determinación por conocer mejor su propia tradición cultural. Un lenguaje teológico que no tenga en cuenta el sufrimiento injusto y que no proclame en voz alta el derecho de todos y cada uno a ser felices no adquiere espesor y traiciona al Dios de quien se quiere hablar, el Dios de las bienaventuranzas, precisamente.
En última instancia, la teología, toda teología, es una hermenéutica de la esperanza, es la inteligencia de los motivos que tenemos para esperar. La esperanza es, en primer lugar, un don de Dios, Jeremías lo recuerda, transmitiendo el mensaje del Señor: “Yo conozco mis designios sobre ustedes: designios de bienestar -hebreo: shalom- y no de desgracia, de darles un porvenir y una esperanza” (29,11). Acoger ese don abre al futuro y
a la confianza al seguidor de Jesús. Ver el trabajo teológico como una comprensión de la esperanza se hace más exigente cuando se parte de la situación del pobre y la solidaridad con él. No es una esperanza fácil, pero por frágil que pueda parecer es capaz de echar raíces en el mundo de la insignificancia social, en el mundo del pobre; y de encenderse, aun en medio de situaciones difíciles, y de mantenerse viva y creativa.
Sin embargo, esperar no es aguardar, debe llevarnos al empeño de forjar activamente razones de esperanza. Precisemos que es una vivencia que no se confunde, estrictamente hablando, con una utopía histórica o un proyecto social, pero los supone y los genera, en la medida en que ellos expresen la voluntad de construir una sociedad justa y fraterna.
Una Palabra Profética
La opción preferencial por el pobre es, también, por cierto, un componente esencial del anuncio profético del Evangelio, que incluye el nexo entre el amor gratuito de Dios y la justicia. Parte importante de ello es la búsqueda de que los excluidos sean agentes de su destino.
Evangelización y lucha por la Justicia
Es imposible entrar en el mundo del pobre que vive una situación inhumana y de exclusión y no percibir que el anuncio de la buena nueva es un mensaje que libera y humaniza y, por eso mismo, portador de un reclamo de justicia. Tema nuclear en la tradición profética del Primer Testamento y que reencontramos plantado en medio del sermón de la montaña, como un mandato que lo resume y da su sentido ala vida del creyente: “Busquen el reino de Dios y su justicia” (Mt 6,33).
El corazón del mensaje de Jesús es el anuncio del amor de Dios que se expresa en la proclamación de su reinado. Reino que transporta el sentido de la historia humana más allá de ella misma, a su pleno cumplimiento; y, al mismo tiempo, está presente en ella desde ahora. De su “cercanía” nos hablan, precisamente, los evangelios. Esa doble dimensión, a la que apuntan las parábolas sobre el reino, se expresa en la fórmula clásica del “ya, pero todavía no”. Ya presente, pero todavía no plenamente. Por eso mismo, el reinado de Dios se manifiesta como un don, una gracia y, simultáneamente, como una tarea, una responsabilidad.
En el marco de la relación, por momentos tensa, pero siempre fecunda, entre don gratuito y compromiso histórico, se sitúa la vida del discípulo de Jesús; y, por consiguiente, el hablar sobre el Dios del reino, que acogemos en la fe. El pasaje de las bienaventuranzas de Mateo contiene la promesa del reino para todos aquellos que, al aceptar en su vida cotidiana el don gratuito que les es ofrecido, se convierten en sus discípulos. El reinado es considerado, en los evangelios, de manera multiforme, con expresiones e imágenes de una gran riqueza bíblica: la tierra, la consolación, la saciedad, la misericordia, la visión de Dios, la filiación divina. La nota dominante de esos vocablos es la vida, la vida en todos sus aspectos. Por su parte, la condición de discípulo está indicada fundamentalmente en la primera y capital bienaventuranza: pobres de espíritu, las otras presentan variaciones y matices de ella. Los discípulos son aquellos que hacen suya la promesa del reino poniendo sus vidas en manos de Dios, el reconocimiento del don del reino los hace libres frente a cualquier otro bien. Y los dispone para la misión evangelizadora, a la cual está ligada, según el consejo que recibió Pablo en Jerusalén, el “acordarse de los pobres” (Gal 2,10).
¿Cuál es la ubicación de la construcción de un mundo justo en la proclamación del reino? Si se considera retrospectivamente el recorrido que esa relación ha tenido en teología y en el magisterio de la Iglesia, en las últimas décadas, se puede comprobar una evolución interesante hacia una concepción cada vez más unitaria, unidad compleja, sin confusiones fáciles.
Hacia la mitad del siglo anterior, Y. Congar reconocía dos misiones de la Iglesia: anunciar el Evangelio y, derivada de ella, la animación (en el sentido cabal de dar alma) de lo temporal. Era un paso adelante respecto de teologías que postulaban que evangelización y promoción social iban, se podría decir, por cuerdas separadas. La posición de Congar tuvo una vigencia muy grande y se encuentra, asimismo, en varios documentos del Vaticano II.
Pero diversos factores apuraron la definición del alcance de la evangelización para la historia humana y la convivencia social. En el tiempo que siguió al Concilio, diferentes reflexiones teológicas insistieron en la necesaria presencia del mensaje cristiano en la esfera pública y en considerar la relevancia del anuncio de la fe desde el reverso de la historia, desde el mundo de injusticia e insignificancia social en que viven los pobres. Como es natural, estas preocupaciones y perspectivas se reflejaron en diversos textos del magisterio eclesial. Medellín (1968) dice que Jesús vino a liberarnos del pecado, cuyas consecuencias son servidumbres que se resumen en la injusticia (cf. Justicia 3). Muy poco después, el Sínodo romano sobre Justicia en el mundo (1971) afirma que la misión de la Iglesia “incluye la defensa y la promoción de la dignidad y de los derechos fundamentales de la persona humana” (n. 37).
Pablo VI, en el texto que corresponde al Sínodo sobre la evangelización, dice: “La evangelización lleva consigo un mensaje explícito sobre los derechos y deberes de toda persona humana, sobre la vida familiar. la paz, la justicia, el desarrollo; un mensaje especialmente vigoroso en nuestros días, sobre la liberación” (Evangelii nuntiandi / 1974 / 29). En el discurso inaugural de Puebla (1979), Juan Pablo II, inspirándose en la parábola del samaritano, sostenía que la misión evangelizadora de la Iglesia “tiene como parte indispensable la acción por la justicia y la promoción del humano” (III, 2). Afirmación que influirá en varios documentos de esa Conferencia.
Como se puede ver, los términos para hablar de la tarea evangelizadora se han ido precisando y ha ganado terreno una comprensión global y unitaria. La buena nueva proclamada por Jesús -calificado de profeta repetidas veces en los evangelios- recupera su carácter de palabra profética que proclama el amor de Dios por toda persona y de modo prioritario por los insignificantes y oprimidos, y que por eso mismo denuncia enérgicamente la injusticia en el trato con el pobre, no sólo en el nivel personal, sino también y, en cierta manera, especialmente, en el campo social.
La promoción de la justicia es vista, en forma creciente, como parte esencial del anuncio del Evangelio, ella no es, claro está, toda la evangelización; pero tampoco se ubica en los umbrales de la proclamación de la buena nueva, no es una pre-evangelización, como alguna vez se dijo. Forma parte, más bien, de la proclamación del reino, aunque no agota su contenido.
No fue fácil llegar a ese resultado; pero es claro que su formulación actual evita tanto empobrecedoras separaciones como eventuales confusiones.
Gestores de su destino
La solidaridad con los pobres plantea una exigencia fundamental: el reconocimiento de su plena dignidad humana y de su condición de hijas e hijos de Dios. De hecho, crece entre los pobres la convicción de que les corresponde, como a todo ser humano, tomar las riendas de su vida. La Iglesia, con Juan XXIII, Vaticano II y Medellín, dio un paso importante en esta ruta, inspiró compromisos, planteó urgentes discernimientos y desbrozó rutas; algunas se han cerrado o angostado, otras se estrenan.
La cuestión de ser gestores de su destino no es un postulado teórico o un recurso retórico, sino una vivencia, difícil y costosa, es verdad, pero obligada. Y urgente, si tenemos en cuenta que, en Latinoamérica, después de un largo período represivo de las organizaciones populares, hoy se busca, más sutilmente, sembrar el escepticismo, por ejemplo, respecto de la capacidad de los pobres para lograr su propósito o de persuadirlos de que, frente a las nuevas realidades, globalización, situación internacional de la economía, unipolaridad política y militar, es necesario cambiar radicalmente de rumbo. Pero ello no ha impedido que la perspectiva asumida por muchos pobres, golpeada y magullada, siga presente y viva a través de nuevas rutas.
No hay un verdadero compromiso solidario con los pobres si se les considera sólo como personas que esperan pasivamente una ayuda. Respetar su condición de actores de su destino es una condición indispensable de una genuina solidaridad. Por ello, el propósito no es convertirse, salvo en caso de extrema urgencia y de corta duración, en “la voz de los sin voz”, como se dice a veces -y sin duda con generosidad-, sino de contribuir, de alguna manera, a que quienes hay están sin voz, la tengan. Ello supondrá saber callar para escuchar una palabra que pugna por ser oída. Para toda persona, ser agente de su propia historia es una expresión de libertad y dignidad, punto de partida y fuente de un desarrollo auténticamente humano. Los insignificantes de la historia fueron -todavía lo son en gran parte- los silentes de ella.
Para esto es importante anotar que la opción por el pobre no es algo que deban hacer sólo aquellos que no son pobres. Los pobres mismos están llamados a optar prioritariamente por los insignificantes y oprimidos. Muchos lo hacen, pero, hay que reconocerlo, no todos ellos se comprometen con sus hermanas y hermanos de raza, género, clase social o cultura. Viven, como todos, la presión ambiental y mediática que postula metas individualistas, promueven la frivolidad y desmerecen la solidaridad. La senda que tomen para la identificación con los últimos de la sociedad será distinta a las de personas pertenecientes a otros estratos sociales, pero es necesaria y es un paso importante para ser sujetos de su propio destino.
Los primeros pasos hacia la consideración de los pobres como gestores de su destino en el plano social tiene un correlato eclesial en el surgimiento de las comunidades cristianas (o eclesiales) de base. Es más que una simple coincidencia cronológica, las comunidades forman parte de un acontecimiento histórico amplio, sin el cual se hace difícil comprender su nacimiento. La Iglesia no vive en otra historia, está compuesta por seres humanos que pertenecen a universos sociales y culturales en los que conviven con personas de otros horizontes humanos y espirituales.
De allí que, tanto las comunidades cristianas como la teología que se hace en el continente, pongan el acento en el papel que cabe al pobre como portador, y no sólo destinatario, del Evangelio, vinculado al derecho del pobre a pensar su fe y expresar su esperanza. Es una perspectiva que viene de las experiencias de las iglesias locales latinoamericanas, así lo reconoce Puebla: “El compromiso con los pobres y oprimidos y el surgimiento de las comunidades de base han ayudado a la Iglesia a descubrir el potencial evangelizador de los pobres” (Puebla, 1147). Vivencias fundamentales que Medellín había confirmado y reforzado, y que nos recuerdan que el discipulado se vive en el compartir comunitario.
La opción preferencial por el pobre forma parte del seguimiento de Jesús -del “caminar según el Espíritu” (Rom 8,4)- que da sentido último a la existencia humana y en que damos “razón de la esperanza” (1 Pe 3,15). Nos ayuda a ver la inteligencia de la fe como una hermenéutica de la esperanza, interpretación que debe ser hecha y rehecha, constantemente, a lo largo de nuestras vidas y de la historia humana, forjando motivos de esperanza. Y nos impulsa a encontrar los caminos apropiados para una proclamación profética del reinado de Dios, una comunicación respetuosa y creadora de comunión, de fraternidad, de igualdad entre las personas y de justicia.
En coherencia y continuidad creativa con Medellín, Puebla y Santo Domingo, la Conferencia que tendrá lugar en Aparecida (Brasil) se propone repensar el tema del discipulado en las nuevas y viejas condiciones que se viven en América Latina y el Caribe. La Iglesia, como el samaritano, debe salir constantemente de su camino, practicar la solidaridad con los más pobres y renovar su cercanía -su proximidad- a ellos, en busca del reino y la justicia. Y como el escriba que se hizo discípulo del reino, debe sacar de su tesoro “lo nuevo y lo viejo” (Mt 13,52). Lo nuevo y lo viejo.
Páginas Nº 201 / Reflexión y Liberación Nº 71