Otro adiós

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Cuando nos sacudíamos de la pena por la injusta partida de Constantino Carvallo, las malas noticias nos vuelven a sorprender: Doris Gibson, la controvertida, la notable Doris Gibson, ha muerto. Una mujer adelantada a su tiempo, así la tildaban muchos para referirse a una mujer de raíces arequipeñas (su padre fue el gran Percy Gibson) que, entre otras grandes obras construyó, a pulso, la mejor revista política de nuestro país: Caretas.

No la conocí personalmente, sólo a través de las fotos que algunas veces salían en su revista, ya en manos, hace algún tiempo atrás, de su único hijo Enrique Zileri. Ese conocimiento fotográfico de Doris, se intensificó con Enrique y su hijo, Marcos, quienes incluso organizaron una muestra titulada Doris, pasión por el Perú que daba cuenta de la gran trayectoria de vida de esta notable periodista y que llegó aquí, a Arequipa. Estuvimos con Marcos en la inauguración y luego con mis alumnos de periodismo a quienes llevé para que conocieran a un personaje que, creo, debe ser modelo para los que pretenden ser profesionales del periodismo en nuestro país, en lugar del de Magaly Medina, que es, lamentablemente, el icono entre los estudiantes de comunicaciones de la UNSA.

Para que conozcan mejor a Doris Gibson, les paso un perfil, entre los miles que existen, de nuestra colega Jimena Pinilla y que apareció en El Comercio hace tres años, justamente cuando se hacía la muestra fotográfica que comento arriba.

Homenaje: Doris Gibson y su universo azul
Tiene 95 años y, aunque Doris Gibson nació para ser una dama de sociedad, decidió ser lo contrario. Posó desnuda para un artista famoso, que además fue su amante; trabajó siempre, cuando las mujeres no lo hacían; y fundó una revista que hasta ahora sobrevive.

La mitad de su vida se la ha pasado en las alturas. En los años cincuenta Doris Gibson se hizo dueña del piso ocho del edificio La Nacional, en el jirón Camaná, cuando era el más alto de la zona, y tres décadas más tarde, cuando el Centro de Lima hacía mucho tiempo que había dejado de ser un lugar de cafés y caminatas, se mudó al piso 18 de un edificio en Pardo. “Ella siempre fue dueña de los aires”, dice

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Drusila, cuando recuerda el temperamento de su abuela. La metáfora es clara: Doris, en realidad, siempre fue dueña del mundo. Y su mundo era azul añil porque de ese color pintaba sus refugios. En ellos sus objetos dispuestos con una especie de horror al vacío siempre hablan de ella mejor que nadie, sobre todo ahora que no recibe visitas y los años han hecho que se encierre en su cuarto. Por eso Luis Repetto apeló a sus objetos para representarla y montar “Doris, pasión por el Perú” en el Centro Cultural de la Universidad Católica. Sus objetos son como las piezas de un rompecabezas.

En su departamento, las paredes están desnudas por ahora, solo se ven clavos desvalidos. Sus peroles de cobre, esos que para muchos eran cacharros viejos, están en la galería, igual que sus cuadros, esos óleos de colores pasionales hechos por Sérvulo Gutierrez, en los que ella es la protagonista. Tampoco están los espejos que compró en el remate del hotel Maury, solo queda uno ovalado y solitario. Charo

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Gibson, la hermana menor de esa tribu de nueve que eran los hijos del poeta Percy Gibson y Mercedes Parra del Riego, es mi guía esta tarde de recuerdos. Ella me hace ver ese altillo de persianas y techo de madera donde todavía queda el piano que Doris nunca supo tocar, pero puso allí para que jueguen con él manos amigas. Hoy está desafinado. Al fondo escucho el vozarrón de Doris que no se apaga y le dice a Chela, su inseparable enfermera: “Estoy enferma”. No me dejan verla y yo comprendo. Recuerdo esa frase rabiosa que le dijo un día a su nieta cuando ella trataba de hincarle la memoria, “como me voy a acordar, no vez que estoy vieja”. Me imagino que debe ser difícil para alguien como ella tener que someterse a la vejez. Porque Doris no está enferma, a ella le pesan los 95 años. Tiene un efisema pulmonar, pero ese mal lo carga desde hace más de dos décadas por tanto fumar y tomar café, y un problema a la cadera que es hereditario y que la obligó a sentarse en una silla de ruedas. Ella, siempre orgullosa, nunca llamó así a ese aparato que la ayudaba a movilizarse, prefiere decirle su carrito.

No hay en la casa ninguna de esas piezas de arte popular que descubrió el buen ojo de Doris cuando la mayoría de los limeños veía el trabajo de los artesanos con menosprecio. Algunas las ha donado, otras están ausentes momentáneamente. Pero están los sillones de flores que hoy extrañan los variopintos personajes que ahí se apoltronaban en almuerzos que duraban horas. Porque Doris Gibson fue una exitosa concertadora. Juntaba a los perros, pericotes y gatos del mundo intelectual peruano y extranjero alrededor de un asunto que no admite discusiones políticas ni discrepancias ideológicas: la comida peruana bien sazonada, unos buenos pisco sour y varios vasos de whisky.

Mamá Sustituta
Charo se arregla su colita de pelo blanco. Ella es diez años menor que Doris y la acompaña desde que se separó de su marido con el que vivía en Chile. Me cuenta entonces que Doris, esa mujer altiva, fuerte e independiente, fue casi una madre para sus hermanos. “Mi mamá se pasaba oyendo los versos de mi papá y Doris se ocupaba de nosotros: cosía muy bien. Todavía recuerdo un vestido que me hizo. También hacía queques deliciosos, nos bañaba, nos llevaba al doctor. Mi mamá era amorosa, pero bohemia”.

Doris nació en Lima por casualidad. Sus padres ya estaban en el barco que los llevaría a Arequipa, cuando doña Mercedes empezó a sentir los dolores del parto y tuvieron que trasladarla a una clínica limeña. Pero ella siempre se consideró arequipeña. Cuando tenía 13 años su padre cargó con toda la prole y se vino a vivir a Lima. No tenían ni un centavo, recuerda Doris en una entrevista que le hizo

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Mario Vargas Llosa para su programa “La Torre de Babel” en 1981, una de las pocas que ofreció, porque a pesar de su temperamento, nunca le gustó exponerse en los medios ni hablar en público. Doris recuerda que su padre Percy era un hombre libre, pero muy celoso con sus hijas, y fue gracias a su vecina Carmen Pizarro, quien la llevó a la Escuela de Bellas Artes, que ella empezó a tener mayores contactos en la capital. Allí estaba José Sabogal, Julia Codesido, Laura Zegarra y ella posaba para todos.

El hijo único
A los 19 años se casó con un argentino, Manilo Zileri, tercer secretario de la embajada de su país. Con él tuvo a su único hijo, Enrique, el actual director de la revista “Caretas”. Con el hijo pequeño la pareja se fue a Chosica por prescripción médica, el niño tenía principios de tuberculosis y debía respirar aire puro. Se instalaron en un departamento sobre un garaje, recuerda Enrique. En esa época Doris ya trabajaba, Charo recuerda que era profesora de gimnasia en un colegio particular. Jorge Vega ‘Veguita’, el vendedor de libros viejos, aumenta salsa a la historia. Sus clases las daba en mallas y en un parque público. Había

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muchos caballeros limeños que viajaban en tranvía para poder admirarla.

“Yo me daba cuenta que era guapa. En la calle andaba preocupado por la atención que llamaba”, confiesa Enrique. El periodista no tiene muchos recuerdos infantiles con su madre porque pasó largos años estudiando afuera. Primero un internado en Chile y luego uno en Estados Unidos obligaron a que, en el último caso, dejaran de verse tres años completos. Se fue a los 15 y regresó a los 18. “Mi madre no me reconoció”, recuerda Enrique. No le dice mamá y no sabe si alguna vez la llamó así. Para él, ella es Doris. “Es como su logo”, comenta. “No me digan abuela, llámenme Doris”, recuerda Drusila que les dijo siempre a los nietos. Solo con los bisnietos cedió, para ellos, Doris es la bisa.

La mujer apasionada
“Es la única mujer que nunca ha hablado mal de sus hombres”, Roberto Cores es fotógrafo y amigo de almuerzos y parrandas. Ella tuvo una vida amorosa agitada, aunque sus parejas fueron estables. Después de separarse de Zileri estuvo con Manuel Mujica Gallo, quien fuera fundador del diario “Expreso”. Pero definitivamente la relación más conocida es la que sostuvo con Sérvulo Gutiérrez. Son varios quienes afirman que el artista fue el amor de su vida. En la entrevista con Vargas Llosa ella habla de él con mucho cariño. “Era muy tierno, tenía esos arrebatos y angustias que le provocaban una gran violencia. Y bebía, eso le servía para pintar”. El sobrino del pintor, Max Gutiérrez, comenta en un documental que “las escenas de celos eran muy fuertes, pero las discusiones terminaban en tremendos encuentros sexuales”. Él la pintaba, no solo en desnudos y retratos, sino que se inspiraba en su rostro para hacer sus Santa Rosas o sus Cristos. Todos tenían la cara de Doris. Algunas las hacía raspando chapitas contra las paredes de algún bar. El tormentoso romance duró tres años, entre 1946 y 1949. “Servulito tan lindo, -le contó alguna vez Doris al escritor Fernando Ampuero- un día que peleamos se subió a un ropero y gritaba ‘me suicido'”. Así era la relación.

Percy Gibson, sobrino de esta mujer legendaria recuerda un encuentro posterior. Ella lo vio golpeado y con la cirrosis avanzada, muy triste, lo tomó de las manos fuertemente y se miraron a los ojos. La amistad continuó después de la relación. Incluso Sérvulo fue a algunos almuerzos cuando Doris ya era la pareja de Francisco Igartua. La de Paco fue una relación estable de más de una década. Él era 13 años menor que ella y esto, según las memorias del periodista, terminó por afectar la convivencia. En el libro “Siempre un extraño” que publicó en 1998, Doris es un personaje escondido bajo un pronombre, es simplemente “Ella”. Demasiado evidente para no ser reconocida. Es claro que para este hombre, que murió el año pasado, ella fue fundamental en su vida.

La epopeya de Caretas
Doris Gibson y Francisco Igartua eran pareja cuando en 1950 consiguieron que un tío de ella prestara 10 mil soles para sacar el primer número de “Caretas”. La experiencia de la revista “Turismo” le servía para manejar este proyecto. “Podía hablar de tú con medio mundo -señala Zileri orgulloso- tenía una personalidad y un optimismo a prueba de balas”. Era una revista apolítica, pero que a los dos o tres meses ya tocaba tema de actualidad en una época de gran represión como fue la dictadura de Odría.

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“Doris nunca se lamentaba -continúa el hijo-. Su actitud era más bien ponerse furiosa y actuar. Esa era su fuerza, además de una suerte de instinto periodístico”. Enrique Zileri no disimula su disgusto por el alejamiento de Igartua cuando iba a empezar el primer gobierno de Belaunde, en 1963. Se fue para fundar una revista que competiría con “Caretas”. “Me parece que Paco la traicionó”. Este cambio de bando coincidió con el rompimiento de la relación.

Se ha dicho mucho de los pleitos entre madre e hijo en las oficinas de “Caretas”. Los gritos e insultos son parte de las leyendas del mundo periodístico, pero Enrique prefiere con discreción no hablar del tema, dice que ya borró esos momentos y se escuda en que los editores son unos lunáticos insoportables cuando llega el cierre. “Además -comenta- hay que admitir que Doris no es fácil. Tiene un temperamento volcánico. Se peleaba con todo el mundo, no solo conmigo, y creo que el problema era que yo trataba de mediar”.

Cuando “Caretas” se enfrentó al gobierno militar de Velasco Alvarado y luego al de Morales Bermúdez ella siempre estuvo ahí, dando la cara. Drusila recuerda que era niña cuando su abuela le daba unos volantes que decían “mala hierba nunca muere” para poner en los parabrisas de los carros. Habían clausurado la revista y ella estaba en pie de lucha. Igual que cuando sacó “Espejo”, una revista de modas, femenina y frivolona para mantener al personal de “Caretas” hasta que esta pudieran volver a salir. Nunca se acobardó. En tiempos de dictadura se la vio en marchas protestando por la libertad de prensa mientras su hijo hacía huelga de hambre o estaba deportado.

Hoy Doris ya no va a “Caretas”. Ni siquiera en esa silla de ruedas que utilizaba para llegar hasta las nuevas oficinas de la Plaza de Armas en el año 2000. Salía a pasear y siempre terminaba respirando gases lacrimógenos, recuerda Enrique con una sonrisa. Tampoco firma los cheques, labor que le entusiasmaba porque la hacía sentirse al mando. Menos aun recorre los viejos restaurantes donde era asidua comensal. Está en su casa y tiene sus días. Esos en los que el tiempo pasa sobre ella sin resistencia y esos otros donde Doris vuelve a levantar la cabeza, hace gala de lucidez y pretende seguir gobernando sus sentidos. “Cuando quiero entender las cosas entiendo y cuando me conviene veo”, le dijo con su vozarrón intacto hace poco a su enfermera.

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