Constantino Carvallo
ganando porque sentía que era un lujo estar, en directo, con el que consideraba el filósofo educativo más notable del país, no sólo por sus reflexiones regadas en cientos de artículos y en un libro notable Diario educar, sino también por su práctica, pues todo su rollo lo plasmó en su colegio Los Reyes Rojos, convertido hoy en uno de los mejores centros educativos del país.
Empecinado en voltear la mala imagen de la educación pública, se metió a fondo en la elaboración del Proyecto Educativo Nacional, pero nadie duda que su fama creció, a pesar de que le gustaba trabajar en la sombra, cuando puso en marcha su proyecto de educar, en su colegio, a los jóvenes jugadores de Alianza Lima, pues creía apasionadamente que si a esas promesas deportivas no se les enriquecía pedagógica, filosófica y socialmente, eran proyectos frustrados, diamantes en bruto, como diría mi abuela.
Pero, como lo suelo decir en clases, más importante de lo que piense y diga, en este caso de Carvallo, es que conozcan al personaje directamente a través de su obra. Creo que no hay mejor manera de recordarlo y homenajearlo, por eso les paso uno de sus ensayos.
El Mundial es de ellos, no mío
De muchos modos enfrento día a día la distancia que me separa, cada vez más, de las nuevas generaciones. Uno pasa súbitamente de un mundo a otro. Cuando creo compartir el mundo de los niños y jóvenes, ser parte de él, sentir y hablar del mismo modo, un giro de la pasión, un quiebre del interés común, nos sitúa a cada cual en su propio territorio.
El último Mundial muestra esa diferencia y los cambios que se han producido en la relación con la nación del alma infantil. Para mí el Mundial Corea-Japón no solo es propiedad exclusiva de ellos, los jóvenes, sino que lo es de una manera distinta de cómo, por ejemplo, me perteneció el Mundial de México 70 o el Argentina 78. Yo tenía 13 años cuando se realizó el Mundial de Inglaterra en 1966 y no me interesó. Recuerdo la polémica del gol de Inglaterra de la final con Alemania como un asunto de la historia, como la Segunda Guerra o el conflicto de los Balcanes. Asuntos seguramente importantes pero que nada tenían que ver con nuestras vidas aquí en el Perú. No conmovían, no nos emocionaban.
Puede decirse que ello se debía a la falta de televisión, pero esto no hace en verdad la diferencia. De hecho el Mundial se transmitía por un medio quizá más extendido y cálido, la radio. Recuerdo a los curas del colegio escuchando, ellos sí tomados por el nerviosismo y el interés, el España-Argentina, aterrados con el gol de Onega
que escucharon con sus pequeños radios a transistores forrados con cuero agujereado. Ocurría que el fútbol tenía rostro nacional. Incluso podía decirse que se situaba en una esfera social menor, la de los afectos personales, la solidaridad con la tribu pequeña: el club del cual uno era hincha. Yo, por ejemplo, no tenía interés en un seleccionado nacional cuya delantera no estuviera integrada por tres o cuatro jugadores del Alianza Lima. Cuando esto ocurría, rara vez felizmente, el combinado no era ya plenamente patrio y me interesaba poco su destino final. Inconcebible era entonces interesarse en una competencia que no solo no tenía a los ágiles aliancistas –así los llamaba La Prensa– sino que ni siquiera contaba con la participación del “combinado patrio”. El Mundial de Inglaterra, con todos sus Eusebios, no significaba nada en el corazón y los afectos de un adolescente que valoraba el fútbol como expresión de la afirmación de un orgullo personal, intransferible, ligado irremediablemente a los compatriotas y, entre ellos, a los miembros de la misma pasión por unos colores que significaban la comunidad real. Si no estaba el Perú era solo fútbol, movimientos desprovistos de afectividad, un espectáculo tedioso, desespiritualizado, encarnado por extranjeros talentosos pero que no convocaban la identificación o la identidad.
Lo grande de México 70 no fue Brasil ni Italia; la trascendencia de Argentina 78 no fueron los goles argentinos o la elegancia holandesa. Todas las virtudes de esos mundiales importaban porque el Perú era parte de la fiesta. Y no solo el Perú; estaban allí el poeta Cueto, Cubillas, Velásquez, Duarte. Los ídolos del estadio de Matute, los parientes más admirados que uno veía con la tribu íntima estaban allí mostrando lo que éramos al mundo entero. Cuando Perú quedó eliminado tras su derrota infame con la Argentina de Kempes, igual que tras el partido
magnífico contra el Brasil de Pelé, el Mundial se terminó para nosotros. Quedaban partidos, claro; la final, nada menos, pero ya era otra cosa. Una competencia objetiva, fría, con simpatías discutibles, sin una solidaridad clara que ayudara a galvanizar las expectativas. Todos queríamos que ganase el Perú, nos reuníamos desde temprano para verlo. En cambio, en el fondo, daba igual si ganaba Holanda o Argentina. Podíamos querer una u otra cosa, pero no lloraríamos por ninguno. El fracaso no sería nuestro.
Hoy un cambio notable ha ocurrido en la afición que los jóvenes mantienen todavía con el fútbol. Perú no asiste a un Mundial desde la tarde fatídica en que los polacos terminaron por romper a la complicada escuadra que, plagada de pleitos intestinos, asistió al Mundial de España 82. El gol inútil de Guillermo La Rosa puso fin a un modo de vincularse con el fútbol que es también expresión riesgosa del modo de vincularse con la patria. ¿Ha visto usted las camisetas que se venden en Ripley o Saga, en Polvos Azules o en Gamarra? Están Brasil, Francia, Alemania. También Inglaterra, Argentina y hasta Corea. No está Perú; su camiseta no se vende. Y no se la ponen. Pero lucen con orgullo la camiseta de Francia, sobre todo antes de empezar este Mundial. Son tan usadas que los grifos y otras tiendas las han entregado en sus ofertas para los niños y jóvenes. ¿Nos habríamos puesto la camiseta de Inglaterra o Portugal hace veinticinco años? Ni siquiera se vendían; teníamos la nuestra o las nuestras, la de Alianza y la del Perú.
Cuando he visto el Mundial con muchachos, obligado en realidad por el trabajo o el deber familiar, he tenido que fingir, como con algunas películas para niños, un interés que en verdad no sentía. Pero ellos no solo parecían festejar los goles y jugadas sino que conocían al detalle a los jugadores más increíbles, el centro delantero de Senegal o el arquero de Turquía. Y no solo eso: sabían de sus equipos, sus costos de fichaje, su currículo. La verdad es que su erudición era superior a la que teníamos en los setenta. Yo conocía a los veintidós jugadores del Perú y punto. A los demás los apreciaba cuando chocaban con nosotros. De Alemania a Müller, porque nos clavó
dos goles; el resto no lo recuerdo; quizá Libuda porque no pudo con Nicolás Fuentes o Beckenbauer porque tenía carisma y podía uno identificarse con su presencia y valor. ¿Quiénes eran los búlgaros? ¿Quiénes eran los escoceses, fuera del tal Jordan que venía precedido de la fama inquietante de borracho y mujeriego? Ahora los conocen a todos. Arman en juegos de Nintendo sus equipos ideales, los compran, los venden. Saben más de ellos que de los patéticos ídolos del campeonato nacional. Pero su afición es, para bien o para mal, más solitaria, menos parte del calor y la identidad con la patria que vivimos sus padres. No se agrupa ya la gente, la familia, los amigos para ver al escuadrón nacional saltar a la cancha. No hay ya cebiches, almuerzos, ni se paraliza la vida pública como en ese extraordinario cortometraje que filmó Robles Godoy en uno de esos días de paro nacional. La tribuna no se llena con los muchachos esperanzados en ver al Perú ganar o perder pero mostrando el talento y el valor que puede uno admirar. Nada de eso. Se va al estadio a silbar, a manifestar el rencor y la frustración y, si se puede, también la violencia y la destrucción.
Es el triunfo de la Internet, la globalidad sumada a la caída vertiginosa de la educación y el deporte. Sin nada que apreciar en casa, sin modelos de victoria y coraje, no queda sino satisfacer fuera esa necesidad. No se es hincha del Perú sino de Inglaterra o de Brasil. No se es de la U o el Alianza, en términos mayores, sino del Bayern, del Real Madrid o, mejor aún, del equipo Pepsi cuyas camisetas se agotaron en las tiendas de vídeos del Blockbuster. ¿Pero puede sentirse lo mismo por Senegal o Francia desde aquí que lo que sentíamos por los colores del Perú? ¿Puede gritarse un gol de sabe dios qué nombre impronunciable, un checoslovaco-alemán o cosa semejante, del mismo modo como gritamos el gol de Cubillas en el Mundial del 70 o el de Perico a la Argentina de Cejas desde el cemento ardiente de tribuna norte en 1969?
El problema por supuesto es que uno no quiere pasar por chauvinista ni, menos, defender alguna forma nefasta de nacionalismo. Tampoco pretender que en el fútbol se juega el destino de la patria, ni que es mejor hinchar por los colores nacionales que por los de cualquier otro club o selección que a uno le venga en gana. El problema es, precisamente, que no se dan las condiciones para hinchar por nadie, ni aquí ni fuera. Sostengo que el interés de los jóvenes por el Mundial Corea-Japón es una diversión pero no seduce a la pasión, no emociona porque para ello debe comprometerse la identidad, la conciencia de una cosa común que une a quienes luchan en la cancha y a quienes los contemplan luchando de otro modo desde la tribuna.
El fútbol es hoy un espectáculo, como el automovilismo o el tenis, pero no es un evento afectivo en el que triunfando o ganando se construye una historia compartida con quienes comparten una misma nacionalidad. Puede uno encontrarse con otro cincuentón y, como escribía Cohn-Bendit, hablar del fútbol que vimos o, mejor
aún, del fútbol que vivimos juntos. ¿Te acuerdas del pase de Chumpitaz, largo como un cohete a la Luna, del túnel de Cueto a los argentinos, de las manos flojas de Rubiños, la insolencia indispensable de Challe, la sencillez de Didí? En el futuro, ¿conversarán sobre los goles de Rivaldo, las atajadas del turco de las sombras bajo los ojos, el pelo pintado del modelo Beckham? Falta algo para darle sustancia al recuerdo, para que permanezca gozoso en la memoria, para que sirva como un misterioso lazo de unión con el prójimo más cercano, el peruano como yo.
Porque incluso ahora que escribo el nombre de Chumpitaz siento vergüenza y no pude escribir el de Cubillas para que la corrupción no actúe también mancillando y pudriendo los recuerdos. El deporte peruano es una vergüenza. ¿Es que acaso no significa nada ver en los medios los triunfos del deporte internacional y vivir diariamente el fracaso de los nuestros? Y no es solo que Chile nos saque de un mundial goleándonos 4-0 o que Ecuador nos gane en un día de fiesta en el Monumental, 70 mil personas aguardando regresar al pasado victorioso. Lo peor es la conciencia de que esas derrotas expresan una realidad inocultable: la del país en que nos hemos convertido. Solano enfrentado con el Chorri, los jugadores pidiendo más y más y cuidándose cada vez menos, los dirigentes peleando con la prensa, la prensa buscando en la basura, la afición disfrutando del insulto y la venganza. Un técnico apoyado por Fujimori pasando el tiempo en el hipódromo; el otro, Uribe, disfrazando el fracaso, mintiendo y mintiéndose. Los deportistas no son ya ídolos de nadie, no alcanzan la estatura de los mitos. Y los que fueron han caído borrando incluso su propia gesta histórica. Cubillas entregando polos por orden de Montesinos se enfrenta al Nene que cimbreante encajó ese gol a Bulgaria.
No podemos admirarnos entre peruanos. Ramón Ferreyros o el tenista Horna andan lejos de la multitud, no levantan la moral como lo hacían Johnny Bello, Mauro Mina o el gran Ricardo Duarte. El deporte se ha desacralizado, se ha banalizado, ha perdido ante el comercio y la globalidad. A los jóvenes no les queda sino apreciar a los monstruos del deporte internacional y al hacerlo la realidad más cercana se reduce, se mira empobrecida, sin verdadero orgullo o con desprecio y malestar. ¿Por qué el Perú no gana en nada? ¿Por qué ni siquiera va a un Mundial? ¿Es culpa de Delfino, de Reynoso, de Maturana, de Oblitas? Nada de eso. Es una manifestación de una decadencia larga y profunda, de un cuestabajo que se muestra en sus niveles altos en los vídeos de Montesinos pero también se siente en las fuerzas negativas que habitan en el fútbol nacional. Lo sano,
lamentablemente, es no identificarse con los colores del Perú, con sus derrotas humillantes, con su mediocridad y su falta de valor moral. Lo triste es que se vive aquí y que despreciar lo que es nuestro es, de algún modo, despreciarnos a nosotros mismos. Por lo menos hasta que se disuelva la conciencia nacional y el mundo se vuelva la aldea global sin patrias ni raíces. Todos seremos entonces del equipo Pepsi, hinchas simultáneos de Ronaldo y de Zidane, de Oliver Kahn y la Bruja Verón. Mientras ese horrendo cosmopolitismo, el que pronostican los autores de Imperio, se impone, debiéramos hacer algo para asistir al próximo Mundial. O por lo menos para que podamos estar en el del 2010. Ello supone que la comunidad deportiva –prensa, deportistas, técnicos, dirigentes y aficionados– comparta una meta común y busque sinceramente conseguirla.
No es un asunto baladí. Los jóvenes y los niños necesitan de facilitadores de la vida en comunidad. Motivos para estar orgullosos de la nación en la que se vive, estímulos para quererla y valorarla. Ha escrito Rilke que la única patria del hombre es su infancia. Alimentar la patria, engrandecerla, es dar a esa infancia recuerdos gratos del país en el que se está. Entre esos recuerdos aparecen las tardes soleadas en las que la camiseta nacional se impuso a la adversidad, al rival y logró con su entrega y capacidad un triunfo imposible con el que resulta dulce entregarse por la noche a rememorar. No importa si fueron las morenas del vóley o el peleador que tumbó a su contrincante o, simplemente, el magnífico pase que se lanza hacia la portería rival. No importa. Necesitamos héroes para nuestros hijos, hazañas emocionantes, proezas del hombre del Perú en la competencia internacional. Lo que en verdad requerimos del deporte son motivos para agradecer haber nacido aquí y no allá lejos, junto a Zidane.