Adiós, Álvaro
Historia sin fin o del nunca jamás
Buenas noches. Álvaro Rojas me ha honrado con solicitarme la presentación de su reciente obra La historia sin fin, la ley, los partidos y los políticos, que esta noche nos reúne.
Quien conoce la trayectoria profesional de Álvaro, sabe que este libro es la continuación de una línea de investigación y reflexión permanente ligada a las organizaciones políticas. El primero de ellos apareció en 1982 con el título de Partidos políticos en el Perú. Manual y registro y once años después publicó otro libro con el titulo de Los partidos y los políticos en el Perú, nuevos retos otro rol.
Recuerdo que durante mis estudios universitarios de sociología, especialmente en los cursos de Estructura y proceso social y Movimientos sociales abordábamos la temática de los partidos políticos con interés y complicidad porque pensábamos que eran las materias que nos brindaban la base teórica a un estilo de vida comprometida, con mayor o menor intensidad, a la militancia política. Y no estoy hablando exclusivamente de los
estudiantes de ciencias sociales, sino de todo el espectro universitario. En ese escenario, los libros de Álvaro Rojas eran de consulta imprescindible, al lado de los de Maurice Duverger, especialmente el de Sociología política, Adám Anderle con Los movimientos políticos en el Perú, o Denis Sulmont con su clásico Historia del movimiento obrero peruano.
En esos años, que por cierto no son muchos, parte de la identidad universitaria y juvenil, era pues la pertenencia o simpatía a la organización partidaria. En San Agustín, la cosa era más fácil, precisamente por su radicalismo: o se era prochino o pekinés o prosoviético o revisionista. No había otras posibilidades. Por los años 80, era inimaginable la adhesión a lo que se consideraba de derecha. Esta había desaparecido de las aulas universitarias o existía en medio del secreto y silencio. Con el tiempo, ese radicalismo absurdo (que, por cierto, también afectó la vida académica y que hasta el momento muchas universidades nacionales no pueden superar) mostró su verdadero rostro: calculados engreimientos de tipo infantil dirigidos a controlar la universidad, pues la aparición de Sendero Luminoso, como lo señalara Pablo Macera, fue el aguijón a la conciencia
de las izquierdas, principalmente la que se practicaba en los centros superiores de estudio. No niego que hubo gente que sí creyó en esos ideales, tal como nos los ha contado Abelardo Sánchez León en su novela La puerta de atrás, Nicolás Lynch con Los jóvenes rojos, o más recientemente Maruja Martínez en un precioso libro testimonial Entre el amor y la furia; pero en general, por el saldo que arroja la historia, el otrora radicalismo es hoy el peor de los oportunismos.
Hoy todo eso ha cambiado. Observo que los universitarios nuevamente se movilizan y hacen sentir su protesta, pero sus estilos de organización, íconos y hasta los discursos son diferentes. Veo por ejemplo que ya no existe la polaridad izquierdista (pekinés o revisionista); las células o círculos de antes han sido reemplazados por los grupos de danzas y las figuras de Picachú y Dragón Ball han suplantado a las de Marx, Mao o Stalin.
Y esto no sólo ocurrió en las universidades, sino en la sociedad toda. Al respecto hay muchísimas reflexiones que justamente comprometen a los partidos políticos, ya sea por su activismo o inactividad en la sociedad, por su independencia o dependencia con el poder; por su entrega o desidia frente a los problemas nacionales, etc. El asunto es que en 1993 Álvaro Rojas ya señalaba que los partidos políticos habían pasado a convertirse de instrumentos fundamentales a instituciones intermedias y en 1995 Francisco Miro Quesada nos decía que los partidos políticos en el Perú estaban anquilosados. Para el filósofo, el desarrollo espectacular de la informática y las comunicaciones convertían a los partidos en innecesarios; es más, pronosticaba su extinción .
Es cierto que parte de esa historia no puede entenderse sin la presencia de una variable básica: el fujimorismo que, como lo han analizado varios, además de Rosa María Palacios que prologa el libro, destruyó a los partidos porque sencillamente no le interesaba; en su concepción de orden y vigilancia social no aparecía la figura de la organización partidaria. Era él o Montesinos y punto; es decir, con Fujimori se repite una vez más una constante trágica de la historia política de nuestro país: el espíritu caudillista puede más que el del liderazgo. Sin embargo, tal como nos lo recuerda la prologadora, los partidos también tienen su gran cuota de responsabilidad, pues hacia 1992 más que organizaciones democráticas e impulsoras del bien colectivo, eran entidades oligárquicas, autocráticas y desconectadas de la realidad e interés social.
Con el advenimiento de la democracia hay un reimpulso de los partidos, o como lo llama el autor en sus primeras páginas, Una recomposición partidaria que explica productos tan híbridos como Perú Posible o mixturas tan raras como las nuevas izquierdas; y, lo que es peor, con las mismas figuras que desprestigiaron el sistema partidario y permitió la aparición y ascenso de los outsiders. Si a ellos le sumamos que en el parlamento sigue estancada la ley de los partidos políticos, no de ahora, sino, como lo demuestra Álvaro Rojas en su libro, incluso con un CD que condensa los proyectos de hace ¡veinte años!, estancamiento que cuenta con la complicidad de esos eternos personajes políticos, entonces podemos concluir que la caída de la dictadura ha traído un reimpulso o recomposición, más no una renovación partidaria. Llegado a este punto, es fácil entender mejor el título de la obra: La historia sin fin, o lo que es lo mismo decir, el cuento del nunca jamás.
Los partidos políticos son importantes y necesarios. Nuestra sociedad requiere de ellos, no de clubes o círculos de amigos que se unen coyunturalmente. Los partidos políticos, además de alentar y garantizar la democracia, deberían contribuir a resolver dos problemas vitales que atraviesa nuestra sociedad con el advenimiento de la postmodernidad, que también está tratada en el prefacio por Patricia Robinson, pero que me permito aumentar dos elementos más. La democracia se sostiene en la presencia y fortalecimiento de la ciudadanía, entendida ésta, en su sentido lato, por la existencia de individuos conocedores y practicantes de sus derechos y, más importante aun, de sus deberes. Este es un elemento alejado, e incluso desconocido no sólo en la sociedad peruana sino en las propias organizaciones partidarias. Los partidos deberían ser los primeros promotores o generadores de ciudadanía, pero no ha sido, no son así, pues allí siguen existiendo bases, militantes, camaradas o compañeros, eufemismos que encierran relaciones de jerarquías casi religiosas y por tanto de subordinación
que llega a límites escandalosos cuando está mediado por la promesa del trabajito o el puesto público. Esa es una tarea pendiente de los partidos que deberían empezarla internamente y luego extenderla a la sociedad, pero que se complica no sólo por su inexperiencia sino por la presencia actual de poderes fácticos que vienen diseñando no sólo nuevas formas de intermediación entre la sociedad civil y el poder político, sino de sensibilidades y representaciones. Para decirlo en las palabras de Habermas: ¿Cómo construir hoy ciudadanía, en una sociedad que está diseñada sólo para crear consumidores?
La otra tarea urgente de los partidos en el escenario actual es recuperar el papel protagónico en la construcción de los nuevos espacios públicos, no sólo para formar opinión pública y de esa manera estimular los temas de la agenda nacional, sino, fundamentalmente, recordando a Hannah Arendt, para generar la acción concertada que necesita el país. Es decir, es necesario que los partidos nos ayuden a retomar antiguas e irremplazables fórmulas que nos guíen a la acción concertada para hacer país y que son el encuentro, diálogo; los disensos y consensos. Ese es un camino inevitable que aún sigue vigente en la agenda del país y que los partidos deberían protagonizar, y sólo lo harán si, como lo recomendara Álvaro Rojas hace nueve años, se democratizan, desideologizan, actúan con transparencia financiera y se modernizan.
El nuevo libro de Álvaro que hoy presentamos retoma ese tema. Ojala esta vez los políticos por lo menos lo escuchen, caso contrario, como terco cholo arequipeño, retornará dentro de unos años con una nueva publicación sobre este viejo tema. Los que apreciamos a Álvaro no queremos eso, pues deseamos que su pluma retome los textos trascendentes y los mensajes de esperanza, como alguna vez lo hizo con Ni siquiera son cuentos.