La navidad arequipeña de antaño
Nadie mejor que Juan Guillermo Carpio Muñoz, para relatarnos cómo se festejaba la fiesta navideña en nuestra ciudad: una celebración que se planeaba con mucha anticipación; llena de tradiciones, que iban desde la confección artesanal de los nacimientos, hasta la cena de nochebuena, dominada por las ensaladas que sólo esa noche aparecían en nuestras mesas. En fin, una celebración casi intima, sólo invadida por las tropas de los llamados “adoradores”, que hacían que las casas se llenasen de gente para cantar y bailarle al “Manuelito”. Bueno, mejore gocemos del relato del inolvidable Juanito Carpio, tomado de su libro Arequipa. Sus Fiestas y Comida Típica.
“Niño Manuelito/¿Qué querís comer?/buñuelitos fritos,/Envueltos en miel.” (Villancico arequipeño, anónimo y popular)
Comenzando diciembre, empezaban los preparativos de Navidad. Los niños y niñas se dedicaban a juntar latitas descartadas de conservas de todo tipo, que unos quince días antes del 25 las llenaban de tierra, donde sembraban granitos de trigo o granos de maíz y las regaban diariamente. Los maltoncitos, jovenzuelos entre diez y quince años de edad, se empeñaban en organizarse en pandillas de adoradores y a premunirse de instrumentos musicales que ellos mismos fabricaban: chin-chines, pitos de lata, flautines y pajarillas. Los chin-chines los hacían utilizando las tapas corona de bebidas gasificadas a las que quitaban el corcho interior y las hacían aplastar por los tranvías sobre los rieles. Luego, con un clavo y una piedra, les abrían un hueco por el centro, por el que las ensartaban
con una “tira” de alambre que enseguida entrelazaban en sus extremos hasta formar la bulliciosa sonaja que “cantaba”: chin, chin; de ahí su onomatopéyico nombre. Más bien donde los hojalateros compraban las pajarillas, como pequeñas copas de lata con tubito y pico silbador, que al ser llenadas con agua y activadas por el soplido humano, producían dulces gorjeos parecidos a los de los pajaritos.
Faltando una semana para la Navidad, la preocupación de los adultos y sus fatigas era el armado del nacimiento casero que en todos los hogares se hacía y, en muchos de ellos, con características monumentales. En estos casos, se procedía a desocupar una habitación de la casa lo suficientemente amplia y cercana a la puert’icalle. En ella se procedía a armar una especie de proscenio con la utilización de mesas, tableros, sillares, estantes, cajas de madera y cuanto sea útil para obtener superficies a distintos niveles y de sólida estabilidad. Después, con el grueso papel de las bolsas de azúcar coloreado con ocres terrosos y dándoles formas abultadas y arrugadas, cubrían el improvisado proscenio hasta que tome la apariencia de un inmenso conjunto rocoso. Igualmente, con papel crepé de color azul, o con el papel de las bolsas de azúcar pintadas de un color azulacho, tachonados con estrellas hechas de platina, se cubrían las paredes que coronaban el conjunto rocoso y que pasaban a ser el cielo.
Listo el escenario y faltando dos o tres días para la Nochebuena, salían los maltones y los niños de la chacra a conseguir pequeños troncos para armar el pesebre, pajas y espigas de trigo, chambas de pasto que en el nacimiento simularían las chacras y hasta piedrecitas para adornarlo. Luego se procedía a forrar con papel cometa verde las latitas en que se lucían el alegre verde de trigales y maizales tiernos. Limpios los troncos para el pesebre, se les daba algunos brochazos con pintura blanca a la que se adhería purpurina plateada, simulando nieve. Una vez seca la pintura se construía con los troncos y la paja el pesebre que tenía las formas de una ramada, o de una chuclla (como un embudo invertido). Había también “curiosos” que con cartones y pintura “construían” portales. Hecho el pesebre se lo ubicaba en la parte más alta y central del promontorio rocoso.
El 23 o el 24 se procedía a desembalar las imágenes y figuras del nacimiento familiar que muchas veces eran heredadas de generación en generación y que estaban guardadas desde el nacimiento del año anterior. Esta escena familiar era de una ternura incomparable. La madre al descubrir la imagen del Niño Dios, ponía la misma cara de pascua con que vio a su primogénito recién nacido, lo besaba, lo limpiaba y lo hacía besar en los pies por esposo e hijos. Lo mismo sucedía con las imágenes de la Virgen y San José. Los niños al descubrir los carneritos, el burro, los patitos, los angelitos, la vaca, los soldaditos de plomo, las casitas, las ollitas, las mesitas en miniatura y demás, saltaban de contento y entraban de lleno en el paraíso celestial de la candorosidad infantil. Liberada la imaginación y puestos por la fantasía como imaginarios dioses creadores, los miembros de las familias recreaban el mundo en sus nacimientos: con callejuelas de tierra, chacritas de chamba, lagunitas y estanques hechos con espejos o vidrios encimando un pedazo de papel celeste, con carneritos y pastores, con maizales y trigales tiernos, con soldaditos de plomo ordenados en batallones que desfilan. Con ese baño purificador, quedaban todos con sus espíritus limpios para esperar la Nochebuena.
“Esta noche nace el Niño/Entre la paja y el hielo/¡Quién pudiera Niño mío/Vestirte de terciopelo!” (Poesía anónima que recitan los adoradores de Arequipa)
En la Nochebuena, a la hora en que acostumbraba a comer cada familia, cenaban. Esa noche, era la única del año marcada por la tradición, para comer las ensaladas. Las Ensaladas eran variadas, pues las había de liccha, en que el verde oscuro de este vegetal resaltaba los blancos pedacitos de papa que le acompañaban; la de zanahoria anticipaba la tenue dulzura de su sabor, con la anaranjada exposición de su carne a pedacitos; la de palta, con el excitante contraste entre cremosa suavidad verde amarillenta de su pulpa y el picor agresivo de los cuadraditos de cebolla, que se reproducía en el aceite, la pimienta molida y el jugo de limón que la aliñaba; la de “beterraga” como llamaban nuestras madres y abuelas y hasta siguen llamando todavía, cuando su nombre correcto es: betarraga, que lucía en la mesa, para después teñir todo el aparato digestivo de quien la comiese, con su púrpura intenso; la de pallares, remojados por más de veinticuatro horas y cocinados a fuego lento hasta que estén suavecitos. En todos los hogares, en Nochebuena, se comían las ensaladas. Es más, como sucedía con la chicha de frutas, el chancho al horno y las frutas en el carnaval; y con las mazamorras en el Jueves Santo; en Nochebuena, los vecinos y amistades intercambiaban las ensaladas. En la gran mayoría de hogares, esa noche se comía solo ensaladas; pero había algunos que tenían por tradición familiar acompañarlas con costillares de cordero fritos. Otros tenían por costumbre, después de las ensaladas, tomar chocolate acompañado con bizcochos. Llama poderosamente la atención que en la culinaria arequipeña típica haya una noche – ¡y qué noche! – dedicada a las ensaladas, cuando todo el año las verduras sólo sirven, en el mejor de los casos, de adorno a nuestros potajes tradicionales. Esta vieja tradición de las ensaladas proviene de tiempo inmemorial en que los cristianos en noches de vigilia no comían carne.
Después de cenar se acostaba a los pequeñuelos de casa, no sin antes hacerlos dejar uno de sus zapatitos debajo del nacimiento para ver si el Niño Dios les traía el juguetito que le habían pedido en carta enviada con la anticipación debida. Unas familias hacían hora hasta que antes de la medianoche asistían al templo más cercano a escuchar la Misa de Gallo. Otras, preferían quedarse en casa “para hacer nacer” a su Niño. A las doce de la noche, entre rezos y canciones, nacía el Redentor. En los hogares se marcaba el hecho prendiendo un mayor número de velas en la sala del nacimiento o, en otros casos, según la costumbre familiar, descubriendo al Niño del tul o la fina tela que lo tapaba. En la ciudad se echaban al vuelo las campanas de todos los templos y reventaban cohetes y cohetones por doquier. Las imágenes del Niño eran a cual más preciosas. La mayoría eran de yeso. Algunas llevaban vestidos de tela bordada, cabellera hecha de pelos naturales. Las más valiosas tenían al Niño con la boca entreabierta en la que se divisaba el paladar de plata (imitando a éstos, llegaron después los Niños cusqueños con espejo en lugar de plata en el paladar).
El 25 muy temprano se levantaban los niños de casa, quienes por disposición y control de sus mayores guardaban su expectativa y adoraban al Niño Manuelito. Después se metían bajo el nacimiento y sacaban sus zapatos con los juguetes que les “había traído el niñito Dios”. En la Arequipa de antaño sólo se regalaba a los niños en la Navidad y siempre con juguetes. Los juguetes eran sencillos y casi todos de fabricación local. Las mujercitas recibían muñecas (de trapo, de caucho, o las más preciosas que eran de trapo, pero que tenían la cara, las manos y los pies de “biscuit”), ollitas, sartenes, pequeños braseritos. Los niños recibían: soldaditos de plomo, trompos, boleros, una bolsa de bolas con tirallos, o carretas hechas con madera. El día de Navidad, al mediodía o por la tarde, era costumbre hacer y comer buñuelos con miel.
“Buenas noches mi Señor,/buenas noches mi caballero./Tengo el gusto de saludarlo/y encontrarlo muy mejor./Alegría y alegría,/por el día de María,/de María y de José./Las flores del campo,/se han enflorecido/porque el Niño Dios/se nos ha nacido”. (Villancico arequipeño, anónimo y popular)
Desde el 25 de diciembre hasta el 6 de enero, todas las noches, las “Pandillas de Adoradores”, como bandadas de moscardones recorrían las casas del vecindario, preguntando ¿adoramos al Niño? Cada pandilla podía tener entre diez y veinte integrantes, todos varones y entre los siete y quince años de edad. Desde semanas antes se habían organizado bajo las órdenes de un “Capitán” (generalmente el más fortachón de sus integrantes que estaba en capacidad de quiñar o golpear a quien no respetaba las reglas del grupo). Admitidos en una casa, procedían a adorar al Niño cantándoles villancicos, recitándoles poemas y bailándoles el celebrado “A la huachi, huachi torito, torito del portalito. A las bolitas pasando, yo las iré contando. Huachi, torito, torito del portalito”. El anónimo repertorio artístico de los adoradores ha sido mantenido por tradición oral desde tiempo inmemorial. Concluía la adoración con el villancico de despedida:
“Adiós Niño Lindo,/adiós Niño Amado./Ya me voy contento/de haberte adorado./Mañana que vengo/te adoro mejor,/con más alegría,/con más devoción./¡Ay sí! ¡Ay no!/al Niño lo quiero yo,/que nació en pajitas/y murió en la cruz.”
La familia anfitriona aplaudía a los adoradores y los agasajaba con alguna golosina (generalmente con caramelos o galletas, pero casos había en que les convidaban chocolate con bizcochos). Terminaba la visita cuando el jefe del hogar daba al capitán una propina que tenía que ser repartida entre todos los de su pandilla. Muchas veces la propina era de tan bajo monto que era imposible repartirla entre tantos, por eso la mayoría de pandillas acostumbraban a llevar la cuenta de todas las propinas que había recibido el capitán esa noche y al término de la jornada procedían al reparto. No pocas discusiones y trompeaderas producían estos repartos.
El 6 de enero, Día de Reyes, era la última oración anual en que los adoradores realizaban su oficio. Por ello se esforzaban en disfrazar con el mayor realismo posible a tres de sus integrantes como los Reyes magos del Oriente y, cantaban, recitaban la huachi, huachi, con el mayor de los entusiasmos. El 7 de enero se acostumbraba a desarmar los nacimientos que se embalaban hasta las próximas Navidades.
Cuán poderosas son nuestras tradiciones navideñas que aún persisten, aunque simplificadas, y conviven con todos los arrestos que la modernidad nos ha traído a la Navidad contemporánea: los árboles con luces intermitentes, la cena con pavo relleno y panetones, los Papá Noel, el incremento comercial que tiene en la Navidad su mejor venta anual con el cuento de los regalos para todos. En fin, como acostumbraban los alarifes de antaño al concluir sus obras de arquitectura, diremos que todo sea “para mayor gloria de Dios y de María Santísima”.