Descubrir y sentir
Fin de semana, 20:30. Regresar a casa después de ver Piratas del Caribe y descubrir las puertas violentadas; la reja que costó una millonada y las chapas otro tanto, para ahuyentar a los ladrones, rotas como waflers (para los cacos no hay imposibles, te dirá más tarde la policía); es decir, descubrir que has sido pirateado, que te tocó, algo que jamás imaginaste. Sentir miedo, rabia, impotencia, todo entremezclado. No saber qué hacer en ese momento y sólo, por instinto, quedarse afuera, no ingresar, pues tal vez, los ladrones, hijos de la gran puta, siguen adentro.
Acordarse de la policía, cuyo número no guardas en tu smart 7. Llamar a los familiares y amigos más próximos y ninguno contesta, como si todo se confabulara para que ese momento sea punzante e hiriente sólo para ti, hasta que uno de ellos lo hace y te da el número de la policía que te contesta con un denso interrogatorio telefónico cuando tú, lo único que quieres, es que venga ¡ya! Aún nervioso dirigirte a quienes caminan por la calle de tu casa informando que has sido víctima de un robo y descubrir que esas personas que nunca ves, son tus vecinos, que uno de ellos es juez y el otro, incluso, fiscal. Todos, en coro, quejándose de la inseguridad reinante en el país y todos confesando que no vieron ni oyeron nada. Mientras escuchas quejas, justificaciones y promesas que se organizarán para asegurar más la urbanización, tú imaginándote que dentro de tu casa no hay nada, que se lo han llevado todo y la angustia, tristeza y rabia crecen.
Pasada la hora, ves llegar a la policía que te anima a ingresar, por fin, a casa; él con arma en mano y tú con los nervios en punta. Sentir que en la sala ocurrió un terremoto, todo revuelto y varios espacios vacíos. Descubrir que no están los Smart tv, los reproductores dvd. Subir al segundo piso y sentir que por allí pasó un huracán: todo regado por los suelos; ropero y cajonerías, todo abierto y roto. Descubrir que no están las joyas, dinero; todo aquello fino que guardabas con celo. Sentir que la pena te invade mucho más porque no está el reloj que tu padre te dejó como recuerdo o el anillo que tu madre te regaló cuando te graduaste.
Ingresar inmediatamente a tu estudio y quedarte paralizado porque no están tus computadoras. No saber qué es peor: haber perdido las joyas familiares o la memoria, tu historia, aquella que guardabas en los ordenadores. Adiós a los cursos, las clases, fotos y música acumulados por años; los libros que publicaste, los que estaban a medio hacer. Respirar aliviado porque algunas cosas las guardaste en la nube o ya pusiste las notas algunas materias. Quieres alzar algunas cosas y ponerlas en su sitio, pero el policía te advierte que no lo hagas, que no toques nada hasta que vengan los peritos. Te pide que lo acompañes a la comisaría para hacer una denuncia primaria preguntándote qué te robaron y cuánto calculas que vale todo eso. No sabes, lo que tus padres te regalaron o tu información es incalculable, pero ellos insisten en que des una cifra.
De la comisaría, a la búsqueda de los peritos para regresar a casa y volverles a explicar qué pasó, pero esta vez con fotografías e impresión de huellas, de por medio. Doce de la noche y, por fin solos, sin vecinos movidos por la curiosidad o el chisme y sin policías que se retiran previa cita a la comisaría. Ya solos, intentar reparar todo el desbarajuste y descubrir que faltan más cosas. Lo mismo sucederá los siguientes días: no está tu maletín de trabajo por ejemplo, aquel que contenía los papeles de la oficina o los apuntes de la semana.
Sentir que no puedes dormir esa noche por los nervios o el miedo de constatar que tu casa es más vulnerable porque no hay chapas o cerrojos. Levantarse somnoliento y buscar al cerrajero, investigar sobre sistemas de seguridad y concertar visitas para saber cuánto te costará reasegurar tu casa, la misma que sacrificará su estética para volverse un fortín y vivir así, siendo víctima de esta variante terrorista: aquella que te obliga a estar encerrado, autosecuestrado.
Es lunes y la vida continúa. En el trabajo, los que saben de tu tragedia, te consuelan y todos te cuentan que han pasado por lo mismo; es decir, no eres la única víctima de la inseguridad reinante en el país. Todos ellos coinciden, también, en que, al fin y al cabo, estás sano. “Las cosas se compran”, te repetirán insistentemente, y tú asientes como si sintonizaras con lo que dicen, pero en el fondo sabes que no es así, por esas no son “cosas”, son parte de tu vida que han sido arrebatadas violentamente y violando, además, la intimidad de tu casa.
Siguen pasando los días, estás reconstruyéndote y recuerdas tienes que asistir a la cita policial. Esperas una hora (como en toda instancia pública, piensas). El policía, el mismo que fue a tu casa el día de los hechos, te vuelve a interrogar para asentar la demanda “formalmente”. Quiere más detalles de lo ocurrido: porqué y cuánto tiempo saliste; por qué no instalaste cámaras en tu casa; lo pienso hacer ahora, dices; pero que sean de alta resolución, para identificar bien a los rateros, replica el policía quien está frente a la computadora escribiendo y tú, ido, recordando los hechos y enumerando las cosas que has descubierto que te han robado, hasta que el policía te dice que eso no ha ocurrido, mientras no demuestres que realmente han existido. Tú, incrédulo, pues no entiendes qué quiere decirte, y él te lo repite lentamente: “mientras no haya evidencia concreta que eso ha ocurrido, no ha ocurrido”. Cómo, pero si Ud. estuvo allí ese día, digo; y él, sí, pero puede haber sido montado.
Muestro mi enfado, no sé qué hago allí, digo y el policía me advierte que la denuncia pasará a la fiscalía, que me citará y pedirá demostrar con facturas, documentos y otros que lo que digo que me han robado, existían; si no es así, no pasará nada, que si por algún milagro encuentran al delincuente, éste podría decir que encontró mi laptop y si no demuestro que es mía, no pilló nada.
Allí entiendo que todo nuestro aparato judicial está armado para favorecer al que delinque. Allí comprendo lo inútil que es nuestro sistema policial; comprendo el concepto de “percepción” que usó el pasado gobierno y que replica Carlos Basombrío para jactarse de sus “logros” al mando del Ministerio del Interior. En resumen, no me han robado, creo que he sufrido un robo; es decir, el problema de la inseguridad peruana, no es de policías, sino de sicólogos o sociólogos que nos ayuden a entender que la realidad no es lo que vivimos, sino lo que dictan las facturas. Así vivimos ahora, en éste, nuestro “país”.