Alucinación olímpica

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Durante más de dos semanas he estado alucinado con las Olimpiadas de Londres. Como nunca, estuve más tiempo prendado de la televisión, rompiendo mi tradicional horario de 8 a 10 de la noche para seguir las series que más miro (Two and a walf men y Big Bag Theory), y, obviamente, sacrificándolas. Pero, por la las Olimpiadas, valió la pena la abnegación.

Ver por diecisiete días el valor, entrega, sacrificio y lágrimas de triunfo o derrota de parte de más de diez mil de jóvenes atletas, que han representado a más de doscientos países, es gratificante y totalmente esperanzador. Las Olimpiadas las siento como la otra cara de la moneda, o mejor dicho, la cara sucia de esa moneda que cotidianamente se nos presenta: la de un mundo que se desploma por la guerra, pobreza, desigualdad, drogas, codicia y corrupción. Esos diez mil jóvenes atletas, guerreando por una medalla para enaltecerse y glorificar a su país, es una clara muestra de lo bueno que aún tiene el planeta.

Luego de ver la fastuosidad de la ceremonia de clausura y revisar el medallero final, uno no puede dejar de sentir cierta furia interna por no ver a nuestro país entre los setentaitantos que, por lo menos, lograron una medalla de broce. En ese sentido, las Olimpiadas son también otra variable para medir las abismales diferencias que siguen existiendo entre los países que han hecho del deporte no sólo parte de una cultura de vida, sino también de demostración de desarrollo y, consiguientemente, superioridad.

Una medalla olímpica no llega gratis. Detrás de ella, aunque sea la de bronce, no sólo cuenta el trabajo y sacrificio del atleta o deportista, sino también el apoyo que el Estado tiene que brindarle, ya que hoy sabemos que una medalla cuesta, mínimo, dos millones de dólares anuales. Si a esa friolera de millones le sumamos otros elementos, sólo tomando como ejemplo a China, que también viene haciendo investigación para cambiar de fenotipo a sus atletas para hacerlos más competitivos internacionalmente, además de infraestructura y varios etcéteras, entonces el sueño de ver alguna vez a los nuestros en el medallero, se hace cada vez más quimérico.

Es decir, las Olimpiadas no sólo nos ayudan a no perder las esperanzas mundiales y en especial en el ser humano, puesto que durante diecisiete días de deporte, mostramos lo que, humanamente, mejor hemos creado y desarrollado: la paz, cohesión, igualdad y fraternidad que tanto necesita la sociedad, amén de una vida más saludable. Pero a la vez, las Olimpiadas también desnudan la forma cómo van conduciéndose algunos países en términos de desarrollo. Ojalá que dentro de cuatro años, la delegación peruana que asistirá a Rio, sede de las próximas Olimpiadas, no sólo lo haga por pura presencia obligatoria, sino, por lo menos, como parte de un entrenamiento, lo cual supone que nuestro Estado; es decir, nosotros, hemos decidido considerar al deporte (no a la pichanga previa a los tragos, y menos a nuestro truculento fútbol) como una parte de una cultura de vida y como una variable de desarrollo. Ojalá.

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