La hora de los sociofísicos
Nadie sabe muy bien qué comieron o tomaron, qué ropas vestían ni siquiera de qué hablaron. Lo cierto es que del arresto domiciliario galileano ubicado en las colinas al sur de Florencia, Hobbes salió cambiado y con un souvenir bajo el brazo: una cosmogonía completamente nueva para desparramar por el mundo.
Y así lo hizo: en De Cive (1642) y sobre todo en Leviatán (1651) –una obra que puede leerse tanto en clave metafórica como matemática–, el teórico principal de la monarquía absoluta y más recordado fuera de los muros de la filosofía por su frase eslogan “el hombre es un lobo para el hombre” expuso una idea insidiosa que se esparció con tal velocidad como hoy un virus infecta la World Wide Web: el mundo, según Hobbes, podía considerarse un gran sistema mecánico en el que todo –absolutamente todo, de la formación de las nubes al comportamiento humano y de ahí al deseo de poder– está gobernado por reglas matemáticas rígidas, sobre todo, por las leyes del movimiento, aquellas que había delineado Galileo luego de hacer lo peor que a un ser humano se le podía ocurrir en el siglo XVII: cuestionar a Aristóteles.
Con el clima de época a su favor (Descartes acababa de morir de una neumonía y Newton apenas era un preadolescente con acné), Hobbes extendió así el fundamentalismo mecanicista –“los seres humanos somos marionetas cuyos hilos manejan las fuerzas del mundo”, señaló– a la sociedad. Necesitaba una base sólida para su utopía racional y su teoría social y la encontró en la física, por entonces –y por muchos siglos más– la niña bonita de las ciencias.
El “efecto Leviatán” fue duradero y la fiebre mecanicista se mantuvo bien alta: durante la Ilustración pegó fuerte la fe en las leyes naturales de la sociedad. En el siglo XIX, Auguste Comte extendió la mirada fisicalista de Hobbes para moldear con ella el positivismo y dar a luz a la sociología (que, aunque muchos no lo quieren recordar, nació en 1850 bajo el título de “física social”). Su colega Emile Durkheim impulsó una “física de las costumbres” y la “ciencia de las instituciones”. Y pese a los golpes recibidos al principio del siglo XX por parte de la epistemología hermenéutica alemana (Weber, Simmel, Tönnies y cía.), el cientificismo se las ingenió para resurgir una y otra vez.
Lo hizo en los setenta de la mano del matemático René Thom y su teoría de las catástrofes y lo hace ahora, en el arranque del siglo XXI, con bastante fuerza para intentar explicar (y predecir) los fenómenos más complejos y colectivos que se pueden imaginar: desde los habituales embotellamientos del tráfico a las fluctuaciones histéricas de los mercados, el crecimiento y muerte de las empresas, cómo votamos, cómo crecen las ciudades, la expansión de enfermedades, la formación de opinión y consenso social, la cooperación, la propagación de tecnologías, modas o rumores y hasta la forma misma –y siempre cambiante– que adopta el ciberespacio. “Los próximos desarrollos en las ciencias sociales vendrán no de los cientistas sociales, sino de otra gente entrenada en otros campos”, profetizó en 1939 el sociólogo estadounidense George Lundberg. El autor del sugestivo libro Can Science Save Us ? (¿Puede la ciencia salvarnos?), mucho no se equivocó: desde hace no más de diez años no dejan de aparecer como si lo hicieran de la nada disciplinas científicas novedosas, ansiosas por explicar, predecir, comprender aquello hasta ahora relegado exclusivamente a la psicología, la sociología y demás ciencias sociales.
Los nombres de estas neo especialidades son sugerentes: sociofísica, ciencia de redes, física del tránsito, econofísica, y demás ramas englobadas en la llamada nueva “física social” o “física de la sociedad” que no oculta su esencia: su acento en la mirada interdisciplinaria para aprehender una realidad cada vez más compleja e intrincada, fenómenos y sistemas en los que de comportamientos individuales que interactúan emergen propiedades y comportamientos globales insospechados.
De la mano de Hobbes, la física se metió en el mundo social y de ahí no se escapó. Ahí están el politólogo estadounidense Robert Axelrod (especialista en la aplicación de modelos simulados por computadora en ciencias sociales y en fenómenos de cooperación), el físico francés Serge Galam (conocido por sus estudios sobre la sociofísica del terrorismo y la “inercia social” de las democracias), el húngaro Tamas Vicsek (en cuya última investigación describe cómo avanza la “ola” en los estadios de fútbol), el estadounidense Eugene Stanley (quien fue el que acuñó la palabra “econofísica” y advirtió también que las ciudades crecen según patrones fractales sin planificación central) y, sobre todo, el químico inglés Philip Ball, editor de la prestigiosa revista Nature y uno de los divulgadores científicos más importantes del momento.
“Aplicada en su justa medida y con sentido común, la ciencia física puede proporcionarnos herramientas muy valiosas en áreas como la planificación cívica, social y económica, y la legislación y la política internacionales. Puede ayudarnos a evitar malas decisiones; si tenemos suerte nos dará perspectiva y perspicacia –escribe Ball en su última gran obra, Masa crítica: cambio, caos y complejidad (FCE-Turner)–. Si hay leyes subyacentes a la mecánica del tráfico de autos o peatones, a la topología de las redes, al crecimiento urbano, es preciso que las conozcamos con el fin de trazar mejores planes. El hecho de que la sociedad sea compleja no la hace totalmente incomprensible”.
Que Ball haya ganado en 2005 el Premio Aventis –galardón al mejor libro de divulgación científica otorgado por la Real Sociedad de Ciencias de Inglaterra– sugiere algo: que la comunidad científica está interesada en las nuevas perspectivas que puede aportar la física de la sociedad (también conocida como la “ciencia del comportamiento colectivo”), que hay un entusiasmo similar al que impulsó al gran entomólogo estadounidense Edward Osborne Wilson a moldear la sociobiología en 1975 para estudiar las bases biológicas de las conductas sociales de los animales (ser humano incluido).
Es el momento de los sociofísicos.
A diferencia de la época del positivismo triunfante de la segunda mitad del siglo XIX, los físicos sociales actuales se mueven y hablan con mucha prudencia. Saben que el fantasma del reduccionismo los acecha: el peligro de confundir una sociedad con un fluido o un gas en expansión, a seres humanos con autómatas, con una mera multitud de átomos sin voluntad, sin deseos ni empatía pero movidos por fuerzas naturales, se esconde a la vuelta de la esquina.
Ball desliza su miedo: “Si las personas son reducidas a bolas de billar que interactúan por medio de fuerzas matemáticas definidas, ¿dónde queda espacio para la compasión, la caridad, para las mil y un detalles de nuestra vida cotidiana que no pueden reducirse a cifras y que hacen que vivir valga la pena?”.
Ocurre que la tentación es grande, la belleza geométrica de los gráficos y las simulaciones a veces encandila y las ansias de predictibilidad engañan. No por nada los historiadores de la ciencia recuerdan hasta el cansancio cómo a lo largo del siglo XX buena parte de la comunidad científica estuvo afectada por una enfermedad: la llamada “envidia de la física”. Investigadores de las más diversas disciplinas deseaban que la suya gozara de la profundidad intelectual, la precisión y el rigor fundacional y, más aún, el poder de predicción de la física con el que fueron anticipadas cientos de visitas de cometas y el momento exacto del comienzo de los eclipses.
Con los años y dos guerras mundiales en el medio, los ánimos, sin embargo, amainaron. Pero siempre quedaron ciertos resabios: la utopía cientificista de hallar el orden en el caos, leyes para todo (y todos), en definitiva, un andamiaje conceptual para controlar la realidad y domar uno de los grandes enemigos de la existencia: la incertidumbre. Incluso la física clásica se la creyó: siglos después de Newton, cuando se pensaba que con conocer con precisión el estado del mundo en un punto y momento determinado se podía predecir cualquier evento en el futuro, aparecieron a principios del siglo XX el alemán Max Planck y la física cuántica y con su apostolado de la incertidumbre le asestaron un golpe al ego humano del que aún los físicos y el mundo entero no se recuperan del todo.
Lejos de caer en determinismos y en el atomicisimo (el afán de descomponer grandes sistemas en sus partes mínimas), los físicos sociales sugieren la existencia de ciertas leyes subyacentes en la sociedad que surgen de manera no consciente como consecuencia de la interacción entre los individuos. Es lo que, por ejemplo, se ve con claridad en los movimientos colectivos, en las multitudes, ya sea en un recital o en una cancha de fútbol o cuando un grupo entra en pánico y quiere salir de un boliche lo antes posible.
“Si los individuos son capaces de controlar el miedo y de moverse con calma a menos de un metro y medio por segundo entonces son capaces de evacuar una sala en orden –señala Ball–. En cambio, si intentan moverse con mayor velocidad, el resultado da escalofríos. Al converger en la puerta, se aprietan los unos contra los otros y el rozamiento les impide moverse. La multitud es presa del pánico y se embotella. La mejor solución es no poner una puerta ancha sino poner dos puertas. Incluso aunque no se especifique cuál hay que utilizar según la dirección en que se avance, una multitud se organizará automáticamente en dos corrientes opuestas para pasar cada una por una puerta”.
Los físicos sociales, así, demuestran que los cambios bruscos de conducta colectiva no necesariamente requieren cambios concertados de la intención de todos los miembros del grupo. Los cambios colectivos pueden, por el contrario, emerger espontáneamente aun cuando la predisposición de cada individuo se modifique sólo un poco. Lo mismo ocurre en el tráfico –“un fluido de múltiples voluntades”–, donde los individuos toman decisiones basándose en información incompleta.
Dentro de la física social, quizás la rama que más popularidad tenga hasta el momento es la llamada “ciencia de redes”, una disciplina relativamente recién nacida que tiene un futuro prometedor y un desafío titánico: comprender un mundo cada vez más interconectado e intentar dar respuesta a interrogantes tales como “¿cómo los pequeños brotes de una enfermedad se convierten en epidemias o de qué modo las ideas nuevas se ponen de moda?”, “¿cómo se forman delirantes burbujas especulativas?”, “¿de qué modo se asocian los comportamientos individuales para dar lugar a un comportamiento colectivo?”.
En su brillante libro Seis grados de separación: la ciencia de las redes en la era del acceso –fundamental para comprender las arritmias de la Web–, el sociólogo estadounidense Duncan Watts del Instituto de Santa Fe –cuna de la sociofísica–, describe los cimientos de esta nueva perspectiva teórica con cierto cuño gestáltico: “El hecho de que conozcamos las reglas que rigen el comportamiento de los individuos no siempre nos ayuda a predecir el comportamiento de la muchedumbre; sin embargo, en ocasiones podemos predecir el comportamiento de la muchedumbre sin conocer prácticamente nada de las personalidades y características de los individuos que la forman. Lo que hace verdaderamente complejos a los sistemas complejos es que son más que la suma de sus partes. Al interactuar unas con otras pueden generar un comportamiento desconcertante”.
La vida es caótica y el mundo es un pañuelo. Los físicos sociales ahora lo saben: tienen trabajo para rato.
Un artículo sensacional. Me ha parecido realmente bueno.