Depresión navideña

de

Es cierto que la Navidad es la fiesta más importante del año, por lo menos para la cultura occidental a la que estamos sujetos. También lo creo, o por lo menos así me han criado para creerlo, pero también para sentirlo. Por lo tanto, en cada Navidad me ilusiono y aunque no sepa dogmáticamente su significado religioso, disfruto mucho de la fecha. Pero la Navidad es también tiempo de depresiones y principalmente de depresivos.

Los científicos de la conducta humana ya lo han detectado hace mucho tiempo. Las causas son varias: desajustes entre el yo ideal frente al real, la predominancia de la cultura del tener antes del ser, etc., etc. Esos tecnicismo a veces son difíciles de digerir, pero para mi la principal causa de la depresión navideña es la sensiblería de la gente.

Es decir, parece que mucha gente espera la temporada navideña para encresparse, resentirse, molestarse de cualquier cosa: un gesto, un saludo, una palabra mal dicha, una mirada esquiva, un buenos días a destiempo, la pasada de una mosca; es decir, cualquier cosa.

Debo entender que eso sucede porque la fecha implica una sobrecarga de actividades y/o preocupaciones que obliga a que la gente necesite una mayor cuota de atención o cariño. Es posible también que ello se deba a que la realidad no alcanza a satisfacer las expectativas que se trazaron para esta fecha; o simplemente porque esta temporada remueve muchas cosas internamente en las personas y que están asociadas a navidades no tan santas o ideales.

Sea cual sea la causa, lo real es que la temporada navideña, así como nos trae ilusión y esperanza, también viene con su enorme cuota de sensiblería que hace que la gente se idiotice. Pero hay una diferencia que, en mi opinión, es la clave de la magia navideña. La ilusión y esperanza es una característica fundamentalmente del niño sano, mientras que la sensiblería que conduce a la idiotez es la característica del adulto amargado. Por eso es que la navidad es una fiesta fundamentalmente de niños, y si los adultos queremos celebrarla, deberíamos unirnos a ellos, a los niños, imitándolos, como plantearía Mead, o simplemente dándonos el permiso de sacar el niño libre que tenemos todos escondido, como recetaría Berne.

Los adultos que son víctimas de navidad o sensiblería depresiva, deberían seguir esta receta. Si no pueden, entonces a seguir ahogándose en la idiotez, ya que, según Freud, allí también hay una cuota de felicidad, malsana, pero felicidad al fin.

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