Impostura e impostores, el caso de Ingrid Suárez
Es prácticamente normal, cultural, que eso ocurra. Es decir, se ha convertido en contracultural el hecho que una universidad ofrezca, por lo menos, seriedad en su oferta académica; o sea, buena plana docente, bibliotecas,
laboratorios, investigación, o, mínimamente, un salón bien implementado, tanto en la infraestructura como en el alumnado. Puedo jactarme que conozco varias universidades del país y simplemente visitando sus aulas y viendo las condiciones en que se encuentran, puede uno concluir el nivel de esa universidad. Quizás puedan decirme que esa variable es endeble, pero creo que sí es categórica porque no pocas veces, asistiendo a algunos cursos postgraduales a los que me invitaban, descubría que ni siquiera había salón o aula, obligándonos a hacer clases en el patio o pasadizo.
Y eso que estamos hablando de lo mínimo; es decir, un aula. Ni qué decir, de bibliotecas especializadas, políticas de investigación, editorial, pagos, etc. todo eso es, para muchas universidades, exquisiteces que se ensanchan con la complicidad de los alumnos; es decir, éstos no exigen a sus autoridades un mínimo nivel de una auténtica educación superior a cambio que a ellos tampoco les exijan un mínimo nivel de responsabilidad.
Eso se ha convertido en una normalidad en varias universidades del país, tanto a nivel de pre y de post grado (aunque sospecho que el nivel postgradual es más vergonzoso). Por eso es que frente al caso de esta señorita que pretendió alcanzar el cargo de Contralora General de la República mintiendo, presentando certificados, notas y títulos falsos, la universidad peruana miró al techo. Como también miraron al techo varias autoridades, ya sea políticas e incluso académicas, pues se, inclusive es público, que varios ostentan títulos que no tienen, que se enseñorean con grados comprados u obtenidos por la fuerza del compadrazgo o la patería, una de las relaciones sociales más usadas en el contaminado mundillo criollo de nuestro país y que muchos han calificado como la pendejada nacional.
Así pues, de las relaciones nobiliarias que generaban los inexistentes títulos ingenieriles o doctorales de los sesentas y ochentas, hemos pasado ahora a las relaciones nobiliarias con títulos sí, pero bambas, falsos, muchos de ellos expedidos por universidades, pero sin contenido. No sé cuál es peor, aquel que no existía o el otro que se cuelga en la sala u oficina pero que, sabemos, se obtuvo criollamente; es decir, por la chupandanga con el profesor o autoridad universitaria, o los servicios de los cientos kioskos que a las salidas de las propias universidades ofertan Tesis de maestrías o doctorados, o la simple bajadita del Rincón del vago.
Ingrid Suárez ha tenido la mala leche de ser descubierta y la hipocresía nacional ha transferido toda su práctica, sus costumbres y falsas relaciones nobiliarias en esta mujer, que le faltó, como lo ha señalado la propia comisión calificadora de su expediente, suspicacia, un poco de viveza (es decir, le faltó ser más pendeja). En ese contexto, resulta ya sádico enrostrar a esta mujer, ya que, recordando no se qué pasaje bíblico, quién se atreve a lanzar la primera piedra en este país, nuestro país, tan lleno de impostores.