Adiós, año de mierda
Querámoslo o no, todos hacemos un balance cuando un año llega a su fin; es decir, recopilar lo bueno y malo que nos pasó, en los 365 días idos, no es un atributo sólo de intelectuales y menos aún de periodistas. Lo hacemos todos, y de hecho lo estamos haciendo con mayor énfasis este 2020, año que muchos califican de especial, particular, diferente, perdido, convulso, horroroso, etc. Yo lo califico como un año de mierda, y deseo, con todas mis fuerzas, que termine; y, si es posible, borrarlo de mi memoria.
La razón de ese calificativo es por lo que todos o, por lo menos, la inmensa mayoría, hemos y seguimos sufriendo: el ataque de un virus que paralizó y sigue paralizando nuestras vidas. Todo lo planeado, imaginado o soñado a principios de año, se fue al tacho cuando en marzo, el gobierno declaró el estado de emergencia sanitaria y confinamiento generalizado, para evitar que la peste se expanda y ocasione el horror que el virus causaba en países primermundistas, que también se confinaban y cerraban fronteras para frenar su avance incontenible.
Así, de un momento a otro, sin un mínimo de preparación, todos nos sometimos a un nuevo estilo de vida: encerrados, con el miedo salir a la calle o de toparse, incluso, con el vecino, pues todos nos hemos convertido en potenciales portadores del mal, aun sin saberlo; por tanto, todos con mascarillas, distanciados y ni siquiera un saludo de manos. Distanciamiento es quizá, el vocablo más usado en este año de mierda, pues todo se ha vuelto a la distancia: el trabajo los estudios, los trámites, las compras, las caricias, etc. Pero hay que reconocer que esa distancia es excluyente; pues, no todos la han practicado; pues hay una inmensa mayoría en nuestro país que tiene la obligación de salir a la calle para sobrevivir, y por tanto someterse a lo que eso trae consigo; es decir, el contacto, la aglomeración, la apretadera. No hacerlo ha significado para esa gran mayoría, la muerte.
Y así ha sido, pues la muerte es otra constante en este año de mierda, a pesar de que el gobierno hizo que el estado de emergencia sanitaria, el confinamiento y distanciamiento, se aplicara de manera draconiana, pero con resultados desastrosos, pues terminamos el año con los peores efectos en el mundo; es decir, la mayor cantidad de infectados por millón, la mayor cantidad de muertos por millón, la peor caída económica, y un largo etcétera; y como si esas desgracias no fueran suficientes, también terminamos el año sin saber cuándo llegarán y aplicaremos las vacunas para, por lo menos, empezar el 2021 con cierta esperanza.
Y aquí es donde nos encontramos con otra de las razones para calificar a este 2020 como un año de mierda, pues no sólo fue la peste la causante de nuestras desgracias, sino nuestro sistema político, especialmente con esos que tienen la responsabilidad no sólo de gestionar, sino darle un sentido u orientación al país; es decir, los gobernantes, desde la cabeza o presidencia en todos sus niveles (regional y municipal), hasta los legisladores. Todos ellos, sin excepción, demostraron este año, no sólo su más absoluta incompetencia, sino su verdadero espíritu: carroñeros codiciosos y hambrientos insaciables de poder político, adornado como de costumbre, de corrupción.
Es decir, en la peor de las crisis de nuestra corta historia republicana; mientras la peste se expandía, haciendo que médicos y enfermeras rogasen por equipos de bioseguridad, o madres implorando por verduras para sus ollas comunes, o familiares llorando por camas o balones de oxígeno; en la peor de esas situaciones que nos ha acompañado todo el año, nuestros políticos se han comportado como vulgares aves carroñeras.
Este es un año de mierda por esas razones y en especial por todos aquellos que han partido a la eternidad, muchos de ellos injustamente, porque más que la peste, lo que los ha matado es la ineficiencia, indiferencia, inacción, desidia y corrupción de unas autoridades que, como nunca, han demostrado que más que políticos son cabezas o integrantes de mafias que lo único que buscan al encaramarse en el poder, es cumplir con sus propios planes organizativos o personales. Ellos son los culpables en gran parte, de esos miles que se ha ido, y que ni siquiera sabemos cuántos son. Idos que nos han causado llanto y tristeza, que aún no cesa.
Lamentablemente, el 2021 no pinta bien; no es esperanzador, como ocurre con otros años; pues, nada nos alienta a creer que la crisis sanitaria, económica y política que nos atraviesa, se solucione a corto plazo. Pues, se viene o ya vivimos la segunda ola de la peste y no hay vacunas a la vista; el país pierde confianza de manera acelerada en el escenario mundial, y nuestros políticos continúan en estado demencial, cada vez con mayor desvergüenza. Es decir, pareciera que seguiremos en el túnel todo el 2021; es decir, otro año de mierda.
Depende de nosotros que el 2021 no sea así. Recordemos que en medio de todo este trágico 2020, los peruanos hemos vuelto a demostrar una creatividad, solidaridad y fuerzas inimaginables que están representadas, en primer lugar, en cada uno de los médicos, enfermeras, bomberos, policías que prácticamente entregaron sus vidas por cuidarnos; y en segundo lugar, por todos aquellas personas o instituciones que sin alardear, han sido más efectivos que nuestro propio Estado. Allí están las iglesias, universidades, organizaciones civiles, etc. También están los jóvenes que, sorprendentemente, nos demostraron que no son autistas pegados a sus celulares como creíamos, sino que quieren tragarse el pleito por un mejor país. Hay razones pues para tener esperanzas y creer que el 2021 puede ser muy diferente al que termina.
Parafraseando a Machado, las esperanzas no caen del cielo, sino que se hacen o construyen con nuestras acciones. Una acción clave para saber si tenemos esperanzas, se dará en las elecciones de abril; es decir, no hay mejor oportunidad que las elecciones para demostrar, de manera colectiva y mayoritaria, qué orientación le daremos a nuestro país: seguir en el fango o salir de él. Ojalá que optemos por lo primero.