Diez años de nuestro Nobel
Se viene recordando que hace exactamente diez años, Mario Vargas Llosa alcanzó la gloria con el Nobel de Literatura. Obviamente todo el país se unió en una celebración inusual, puesto que era la primera vez en toda nuestra historia, que un connacional alcanzaba tan máximo galardón, que a la vez se sumaba al escaso puñado de literatos de habla hispana que han ganado el premio que otorga la Academia Sueca. Los arequipeños lo celebramos mucho más, dado que nuestro único Nobel nació aquí. Por tanto, era obvio que se hicieran una serie de homenajes, actividades y eventos varios que incluía un libro que reuniera, desde varias perspectivas, un análisis de la obra vargallosiana.
El proyecto fue impulsado y concretado por Carlos Rivera que reunió a un variopinto grupo de intelectuales locales, como Juan G. Carpio, Eusebio Quiroz, Carlos Ramos, Goyo Torres, Orlando Mazeira, Helard Fuentes, Juan Valdivia, Jorge Turpo, Sarko Medina, Javier Rivera, y un largo etc. Cada uno, desde sus propias ópticas, análisis o experiencias, volcó en ese libro, titulado Arequipa y el escribidor. Homenaje a Mario Vargas Llosa, todo lo que nuestro Nobel ha significado en sus vidas. Comparto con ustedes lo que hace diez años, yo escribí para esa publicación que, por cierto, ya va por su tercera edición.
VARGAS LLOSA: MIS USOS Y COSTUMBRES
Es probable que muchos como yo, púber entonces de 12 años, conocieron a Mario Vargas Llosa a través de Los Cachorros, esa novela corta que nos cuenta la azarosa historia de Pichula Cuellar. No recuerdo si fue por obligación escolar o decisión propia, pero, como muchos impúberes, la identificación con Cuellar fue automática, ya que a esa edad, creo que todos nos sentimos castrados por algo.
Luego vino un conocimiento más profundo de la obra vargallosiana, ahora sí por puro placer de estudiante secundario: Conversación en La Catedral, La Tía Julia y el escribidor, La ciudad y los perros y un largo etcétera hasta llegar, ostentando ya el título de sociólogo, a ese relato autobiográfico, que además es el mejor documento político que se haya escrito, El pez en el agua, donde a medida que el autor nos cuenta su vida, yo la vinculaba con cada una de sus novelas que antes había leído, pensando, ilusamente, lo fácil que era ser literato, ya que, de lo que se trata, es tomar pedazos de tu propia vida y luego trasladarlas al papel, incluso sin necesidad de cambiar de nombres a los personajes.
Aplicando mi peregrina fórmula, obviamente fracasé, pero eso me sirvió para conocer al dedillo la obra y biografía de Vargas Llosa que me valió, tanto en lo puramente personal, como en mi carrera profesional y docente. En lo primero, ese conocimiento, y lo confieso sin rubor, me ayudó para pasarla bien en España, pues decía que era sobrino de Vargas Llosa y se me abrían las puertas para hablar sobre la vida y milagros del escritor. La coincidencia del apellido y del lugar de nacimiento, Arequipa, eran aliados indiscutibles para que nadie por el viejo continente dudara que, efectivamente, yo era el familiar cercano del ilustre escritor.
En mi carrera profesional y docente, el conocimiento de la obra vargallosiana me ha servido de varias maneras. Una de ellas tiene que ver con el conocimiento de nuestro propio país, pues hay que recordar que toda la obra de Vargas Llosa está inspirada o ambientada en el Perú, incluso aquellas que se desarrollan en otros escenarios como La guerra del fin del mundo, Brasil, La Fiesta del Chivo, el Caribe, o El sueño del celta, el Congo, pues todas están asidas con elementos que retratan a nuestra patria: sus paisajes, sus gentes, sus ángeles y también sus demonios. Así, cuando el autor nos cuenta sus experiencias más inmediatas como su paso por el colegio militar o las cuitas de su vida familiar, a la vez nos va retratando el alma de la urbe peruana. Cuando el autor da un paso más adelante y sale de esa esfera amico-familiar, lo que hace es mostrarnos a lienzo entero, los dramas que transformaron nuestra historia como nación: la mediocridad académica, nuestra propensión dictatorial, el mal uso del poder, el pesimismo nacional, la cultura del palo encebado, etc.
Así, conociendo la sociedad peruana a través de la obra vargallosiana, sentí que me formaba mejor como sociólogo, aunque muchos de mis colegas pensaban que mi metodología era inapropiada, ya que, según ellos, no hay nada mejor que conocer la realidad ensuciándose los zapatos. Muchas veces me incomodó esa crítica; sin embargo, no tardé en resolverla cuando, como muchos, descubrí la relación estrecha que existe entre la sociología y la literatura. Es cierto que ambas disciplinas tienen registros diferentes de la realidad social, pero también es cierto que pueden llegar a influirse mutuamente, porque, al fin y al cabo, tanto la literatura como la sociología comparten la misma curiosidad por el mundo social.
Así ha sido y seguirá siéndolo ad infinitum, incluso con mayor ventaja por parte de la literatura frente a la sociología ya que cuenta con mayores y mejores recursos. Para demostrarlo, suelo usar como ejemplo con mis principiantes alumnos de ciencias sociales, el tema de la pobreza que desde una óptica netamente sociológica la podemos entender a través de la pionera e intrincada teoría de Charles Booth, pero también podríamos entenderla, literariamente, con Dickens que también explora el mismo tema relatándonos las injustas consecuencias provocadas por el avance del capitalismo industrial.
Lo mismo sucede con otros temas, como por ejemplo el de la postmodernidad. Podemos esforzarnos estudiando a Lyotard, o podemos entenderlo de manera más gozosa leyendo a Kundera. Si de anomia social se trata, podemos ahogarnos en la obra de Durkheim o Merton, o entender mejor el concepto si leemos a Cueto o…Vargas Llosa, por citar sólo unos ejemplos. Podría dar muchos más, pero de hecho correré nuevamente el riesgo de ser excomulgado de la comunidad sociológica, ya que ésta es ciencia, mientras que la literatura es sentimiento. La razón frente a la pasión, vieja dicotomía que también ha sido resuelta, no sólo por la propia sociología que ya empezó a ofrecernos visiones poéticas de la sociedad, como es el caso de Zizek o Bauman, sino desde hace mucho tiempo atrás, por la literatura, pues recordemos que Flaubert creía que la literatura es una actividad científica, y nadie mejor para demostrarlo que el propio Vargas Llosa que nos enseña que para emprender una novela, previamente tiene que montar una monstruosa estructura metodológica sólo para proveerse de insumos que le ayudarán a alimentar su obra. Es decir, las fronteras entre una y otra actividad existen, pero son borrosas y movedizas.
Entonces, decía, el conocimiento de la obra vargallosiana, no sólo me ayudó a mi formación de sociólogo, conociendo mucho más el alma nacional, o por lo menos gran parte de ella, sino que también me ayudó a pensar, pues, recordemos también, que estamos hablando de alguien que no es solamente un narrador, un técnico de la ficción, sino un intelectual de primer orden, un pensador universal. Y en este punto también corro el riesgo de ser nuevamente excomulgado por la comunidad sociológica local, tan pegada a la formación izquierdista, campo por el que Vargas Llosa transitó inicialmente, pero del cual luego se retiró para enfilarse al del liberalismo. Sin embargo, como todo gran pensador, las ideas y acciones de Vargas Llosa van más allá de esos linderos; es decir, ya quisieran los izquierdistas adoptar posiciones radicales como lo ha hecho el escritor por temas como las conclusiones del informe Uchuraccay, con las que coincidió la CVR; o su combate por la defensa irrestricta de la democracia y los derechos humanos.
Claro, mis colegas izquierdistas le refriegan a Vargas Llosa su crítica al castrismo, pero se olvidan que también tachó la dictadura perfecta del PRI mexicano, y más recientemente, criticó al gobierno de Israel frente al problema Palestino, y al gobierno de los Estados Unidos por la invasión a Irak. Muchos también reprochan el pensamiento vargallosiano de derechista; pero que yo sepa, pocos de esa línea política son defensores de la institucionalidad democrática o denuncian el imperio del mercado que banaliza a la cultura, como sí lo ha venido haciendo Vargas Llosa. En otras palabras, creo que su pensamiento no está en ninguno de los dos lados; al contrario, ha sido atacado radicalmente tanto por la izquierda como por la derecha, lo cual, como diría Rorty, cumple con las condiciones para erigirse como una reflexión óptima.
Y eso es lo que justamente ha reconocido la academia sueca al entregarle el Nobel, ya que no es solamente a su obra literaria, sino que al señalar que se le da el premio por su cartografía de las estructuras de poder y sus afiladas imágenes de la resistencia, rebelión y derrota del individuo, lo que nos está señalando es que se le reconoce al personaje no sólo su producción de ficción y crítica literaria, sino también al conjunto de su obra; es decir, sus crónicas, ensayos y artículos periodísticos, todas estas últimas nacidas no solamente desde su escritorio, sino de su pasión y compromiso directo, militante.
Y esa es otra de las grandes lecciones que aprendí de mi contacto con la obra y vida vargallosiana: que se llega a donde él está no por un talento que llega por inspiración divina, sino que se construye con algo muy simple: el compromiso con una causa, el trabajo férreo y disciplinado, y que solamente así podemos derrotar algo que él denunció en una de sus primeras obras, el pesimismo nacional y la baja autoestima secular. Estamos jodidos, sí, pero podemos salir de ese empantanamiento. El Nobel de Vargas Llosa, refuerza ese ánimo y por eso, nuevamente, merece nuestro eterno agradecimiento.