Espectáculo navideño
Puede sonar profano, pero no encuentro otra manera de calificar la navidad actual: espectáculo. Otra cosa no puedo pensar luego de constatar que, a pesar de las cada vez más inútiles advertencias o recordatorios, esta fecha, una de las más importantes del cristianismo y del mundo occidental en general, fue ganada o reemplazada por esa nueva fe que es el consumismo desenfrenado y efímero.
Desde principios de diciembre, nos envolvemos en ese laberinto de separar juguetes o comprar los regalos para evitar las apretaderas finales. Muchos, incluso, nos endeudamos usando la mágica tarjeta de crédito que te hace sentir un Gates envuelto en los neones papanueleros que estimulan el ansia de comprar. Luego vendrá el rito de envolver los regalos con papeles multicolores, etiquetar los paquetes para no equivocarse y llenar el árbol navideño con cajas o bultos de todos los tamaños, para demostrar, de paso, nuestra prosperidad, en relación al año pasado.
Fotos al tradicional nacimiento, más fotos al árbol con los regalos; la música villanciquera de fondo con un siempre renovado José Feliciano entonando Feliz navidad, o Los Toribianitos, a modo de salsa. Mientras todo eso sucede en la sala, en la cocina opera otro espectáculo: el pavo, las ensaladas, la decoración de la mesa, los vinos, panetones, que luego serán motivo temático con la sempiterna pregunta: cuál es el panetón del año?
La hora central, la más importante; es decir las doce de la noche, será anunciada por lagrimillas y cohetones. Abrazos, felices navidades, correteaderas a la calle para reventar nuestras propias sartas y así envenenar el ambiente con olor a pólvora y, lo más importante, asaltar el árbol navideño para romper ferozmente los papeles navideños, abrir y descubrir los regalos. Gracias por aquí y por allá y luego a la calle nuevamente para ver cómo se puebla de niños que salen con sus regalos a exhibirlos y, de paso, competir, entre ellos.
¿Dónde quedó el supuesto personaje central de la fecha, Jesús y su nacimiento, que también es otro espectáculo, y que demandó horas construirlo? Todo olvidado. Allí es donde recuerdo, comparo y decido que me gusta más mis navidades infantiles, aquellas donde mis padres me llenaban de imaginación e ilusión con el cuento del Niño o Papanoel, que a la mañana siguiente traía los regalos que, por cierto eran eternos, o en todo caso para una buena temporada. Hoy son perecederos, fugaces. Su duración depende de la atención o el gusto infantil; o también, de su fragilidad, pues, no hay pudor en confesar que son juguetes chinos, cuya duración es como un estornudo. Me gusta más esas navidades, donde a las doce mis padres, con carajeada incluida, si fuera necesario, nos enseñaban, a “Adorar al Niño”; es decir, cantar, recitar y hacer cualquier pirueta, para ganarse el derecho a un regalo. Hoy todo es tan expeditivo, fugaz, volátil y gratuito.
En fin, lo que queda y quizás sea la única satisfacción, es volver a reencontrarse con los familiares idos, ver la avidez de nuestros hijos en descubrir sus regalos, sus caras felices; tal vez un gracias, papá, y aunque el juguete dure una nada, ver la felicidad dibujados en sus rostros. A eso se reduce ahora la Navidad, pero valió la pena, y hasta la próxima navidad, que llegará, sin darnos cuenta, en un respiro.