Don Pepe
Era una costumbre casi religiosa en los últimos años, llegar a Lima y visitar a José Ruiz Rosas, Don Pepe. Me motivaba más el aliento de Alonso o Ximena, que cuando preguntaba por su padre, terminaban con visítalo, se va a alegrar. Efectivamente, él se contentaba con verme, y vernos, pués acostumbraba hacerlo con mi familia. Para ello, la siempre diligente doña Tere, lo coordinaba y preparaba todo: las entradas, los platos de fondo, el postre y hasta los entremeses. Mis ruegos de que no se preocupara por esos detalles, que yo sólo quería pasar un rato con ellos, caían en vano; doña Tere tomaba esa visita como un acontecimiento, pues Pepito se entusiasmará, no sabes cuánto le gusta que lo visiten sus amigos de Arequipa, me decía.
Era inevitable al estar con él, retornar a mis años imberbes, cuando rebeldemente salí de casa, viajé a Arequipa para hacer mi carrera universitaria, y sin saber cómo, llegué a su casa de Villalba, que era como ingresar a un túnel del tiempo: fachada de sillar, vieja puerta de madera cruzada por fierros; un par de gradas que conducían a un pequeño pasaje rojizo donde a la izquierda estaba la sala y a la derecha el comedor, adornadas con añejos muebles y paredes cubiertas de fotos y cuadros que respiraban celebridad, elegancia y buen gusto.
Incontables veces estuve allí, en la casa de Don Pepe, como lo estuvieron también todos los artistas e intelectuales de esos años, o los que aspiraban a serlo; pues el que se pensaba poeta, tenía que pasar por esa casa, hablar con él (mejor si era en su biblioteca, un palacio lleno de libros de poesía que todo los Ruiz Rosas lograron montar), enseñarle sus proyectos poéticos que él diligentemente guardaba, para leerlos y luego opinar. Eso tenía que ser así porque para todos, don Pepe era el referente de la poesía en Arequipa, sin que él lo pretendiera o aspirara a serlo. No alardeaba ser poeta, pero nosotros sí lo sabíamos; es más pensábamos que era El Poeta, sin ni siquiera haberlo leído. Bastaba con verlo. Si alguien, nuevo en el grupo y comprensiblemente ignorante, mostraba una seña de duda, inmediatamente había que instruirlo; decirle que Don Pepe tenía una innumerable obra poética, que la inició desde temprana edad, que había ganado un sinnúmero de premios nacionales e internacionales; que había ocupado los más altos cargos en lo que a gestión cultural existía; que su obra se reproducía una y otra vez alcanzando cada vez más méritos y galardones, y un larguísimo etcétera.
Antes que retornara a su natal Lima por cuestiones de salud, nos visitábamos. Siempre atento, siempre afable y cortés; siempre intercambiando libros (sus libros) y recuerdos. Ya en Lima, la casa de Villalba quedó como una evocación que se avivaba cada vez que pasaba por allí. Pocas veces volví a entrar, especialmente cuando Alonso llegaba de Europa y se refugiaba allí por unas noches.
Por todo ese cúmulo de significaciones, es que, en mis últimas idas a la capital, visitar a Don Pepe encabezaba la agenda y reencontrarme con él y doña Tere, su eterna compañera, era retornar a esos años, con todos los recuerdos que, a la larga, han sido parte valiosa de mi formación. Por eso también, el estar unas horas con ellos en San Isidro, era una forma de agradecimiento por lo que, sin saberlo, hicieron por mí: cultivar mi pequeño apego a la poesía, enseñarme a encontrar y acariciar la belleza de las palabras, pero, fundamentalmente, sentirme cobijado en su hogar y su familia, haciéndome sentir muchas veces, parte de él.
En mayo último, Tere me mando un mensaje invitándome al cumpleaños 90 de Pepito. Estaba fuera, pero prometí visitarlos pronto, esta vez con Hugo Yuen y Luis Cuadros, le dije. Se alegró, como siempre, pues cualquier seña que lo reconectara con Arequipa, alegraba a Don Pepe, ya que por encima de todo era un arequipeño. El hecho que haya decidido descansar por siempre aquí, lo demuestra. Aquí, reposará en paz y feliz.