El poema de Obama
Aquí va el poema
Un día
Un sol amaneció sobre nosotros hoy, encendido sobre nuestras costas,
asomándose sobre los Smoky, saludando las caras
de los Grandes Lagos, propagando una simple verdad
sobre las Grandes Llanuras, y después cargando sobre los Rocky.
Una luz, despertando los techos, debajo de cada uno, una historia
contada por nuestros gestos silenciosos moviéndose detrás de las ventanas.
Mi cara, tu cara, millones de caras en los espejos de la mañana,
cada una reviviendo con bostezos, en crescendo hacia el día:
buses de colegio, el amarillo de los lápices, el ritmo de semáforos,
verdulerías: manzanas, limas y naranjas arregladas como arco iris
mendigando nuestra alabanza. Camiones de plata pesados con petróleo o papel —ladrillos o leche, rebosando sobre las autopistas al lado nuestro,
en camino a limpiar mesas, leer registros o salvar vidas—
a enseñar geometría, o cobrar las compras del mercado, como hizo mi madre por 20 años, para que yo pudiera escribir este poema.
Todos nosotros tan vitales como la única luz por cual nos movemos,
la misma luz sobre los pizarrones con lecciones para el día:
ecuaciones para resolver, historia para cuestionar, o átomos imaginados,
el “Yo tengo un sueño” que seguimos soñando,
o el vocabulario imposible de pena que no explicará
los bancos de 20 niños marcados ausentes
hoy y para siempre. Muchas oraciones, pero una luz
respirando color a los vitrales,
vida a las caras de las estatuas de bronce, calor
sobre los escalones de nuestros museos y los bancos de nuestras plazas
como madres miran sus chicos lanzarse en tobogán hacía el día.
Un suelo. Nuestro suelo, arraigándonos a cada tallo
de maíz, cada cabeza de trigo sembrado por sudor
y manos, manos rebuscando carbón o plantando molinos
en desiertos y cumbres que nos dan calor, manos
cavando trincheras, dirigiendo caños y cables, manos
tan gastadas como las de mi padre cortando caña
para que mi hermano y yo pudiéramos tener libros y zapatos.
El polvo de granjas y desiertos, ciudades y llanuras
mezclado por un viento —nuestro aliento. Respira. Escúchalo
en el estrépito precioso del día de taxis tocando bocina,
buses lanzándose por las avenidas, la sinfonía
de pasos, guitarras y trenes subterráneos chillando,
el canto inesperado de un pájaro sobre tu soga de ropa.
Escucha: hamacas de plaza que charran, trenes silbando,
o susurros sobre mesas de café. Escucha: las puertas que abrimos
para cada uno todo el día, diciendo, hello, shalom,
bon diorno, howdy, namaste o buenos días
en el idioma que me enseñó mi madre —en todos los idiomas
hablados a un viento llevando nuestras vidas
sin prejuicios, como estas palabras rompen de mis labios.
Un cielo: desde que los Apalaches y las Sierras reclamaron
su majestad, y el Mississippi y el Colorado obraron
su camino hacia el mar. De gracia al trabajo de nuestras manos:
tejiendo acero en los puentes, terminando un informe más
en horario, para el jefe, cosiendo otra herida
o uniforme, la primera pincelada de un retrato,
o el último piso de la Freedom Tower
proyectándose al cielo que cede a nuestra resiliencia.
Un cielo, hacia el cual a veces alzamos nuestros ojos
cansados por el trabajo: algunos días adivinando sobre el clima
de nuestras vidas, algunos días dando gracias por un amor
que te devuelve el amor, a veces alabando a una madre
que supo cómo dar, o un padre que pudo perdonar
pero no darte lo que tú querías.
Regresamos a casa: a través del brillo de la lluvia o el peso
de la nieve, o el crepúsculo de color rubor ciruelo del, pero siempre —a casa,
siempre debajo de un cielo, nuestro cielo. Y siempre una luna
como un tambor silencioso golpeteando sobre cada techo
y cada ventana, de un país —todos nosotros—
mirando la esperanza de las estrellas —una nueva constelación
esperando que la mapeemos,
esperando que la nombremos —juntos.